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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (14 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—¿Qué pasa ahora, Marcel? ¿No ves que estoy ocupada? —Estaba revisando el correo—. Pero bueno, si esto ya lo he pagado…

—¿Quién era la madre de mi madre? —preguntó Marcel en voz baja. A través del cristal de la tienda se vislumbraba el oscuro contoneo de las faldas de
tante
Louisa, y desde la calle llegaba el ruido sordo de las ruedas.

—¿Pero qué te pasa,
cher
? —Colette le tocó la frente—. Tienes fiebre. —Marcel cerró los ojos, con los labios tensos, y movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible.

—No tengo fiebre. Dime, tú debiste de ver a su madre alguna vez… Conocías bien a su padre.

—Su padre,
cher
, era el plantador más rico del norte de Puerto Príncipe —dijo ella tocándole la mejilla. Marcel se apartó.

Tante
Louisa le llamaba.

—Por favor,
tante
Colette —insistió ansiosamente, y en un insólito arrebato le cogió la muñeca.

—Ay,
cher
, ¿qué madre? —suspiró.

—Tendría madre…

—No lo sé,
cher
. —Colette movió la cabeza, pero sin dejar de mirarle—. Pasa dentro, aquí hace frío.

—No. —Marcel tiró de la puerta.

—¡Marcel!


Tante
Louisa no querrá decírmelo —dijo él mirando el escaparate de la tienda—. Tú lo sabes. Si no me lo cuentas, se lo preguntaré yo mismo a mamá.

—Ni se te ocurra, Marcel. Desde que murió el viejo carpintero estás hecho una calamidad. —Pero antes de marcharse le cogió de la manga—. Era una esclava,
cher
. No sé quién era, una esclava de la plantación. Claro que para entonces ya no había esclavos. No, todos eran libres. Pero si no recuerdo mal, ella no quería saber nada de la niña. Dios sabe dónde estaba cuando nosotras nos la llevamos. Probablemente huyó con el ejército negro del general Dessalines. No tienes que pensar en esa mujer,
cher
. No tiene nada que ver contigo… ¡Marcel!

Marcel se había apartado y la miraba. Sus labios se movían formando unas palabras que ella no oyó. El muchacho se alejó deprisa, engullido por la multitud. Su pelo rubio reflejaba la pálida luz del sol invernal.

Una esclava, una de esas esclavas. Las palabras se negaban a hacerse realidad.

Detrás del
garçonnière
, Marcel observaba cómo las esclavas que conocía de toda la vida recogían las sábanas tendidas. Lisette corría con los brazos en alto, jugueteando con las pinzas, mientras Zazu, su madre, más negra, más delgada, más hermosa, contoneaba las caderas al transportar el cesto de la ropa.

Las gotas de lluvia oscurecían la tierra batida, y en el aire frío se alzaba un olor a polvo. Marcel vagaba entre los plátanos, escuchando el tap tap tap y el fragor de la cisterna. Vio cómo encendían las lámparas de la cocina y ponían planchas de hierro sobre los carbones encendidos. Lisette le miró ceñuda desde la puerta, con las manos en la cintura y la cabeza gacha.

—A usted le han embrujado,
michie
—le reprendió con su voz grave voz—. ¿Es que quiere coger una pulmonía?

Era Lissete, la de la piel de cobre, la que a veces se enfadaba, la que suplicaba que le compraran pendientes de oro y se ataba el
tignon
amarillo elegantemente en torno a su pelo rojizo, mientras que a Zazu le entusiasmaba vestir a Cecile y peinarle las largas trenzas negras. Era Lisette la que hablaba en susurros de vudú, aterrorizaba a Cecile con sus historias de hechizos y de vez en cuando se enfadaba, dejaba la tetera de golpe y desaparecía toda una noche para aparecer al día siguiente a horas intempestivas, con el delantal tieso y arrugado, como si no hubiera pasado nada. Esas mujeres habían mecido a Marcel en su cuna. Monsieur Philippe las había traído de Bontemps, su plantación, antes de que él naciera.

Ah, Bontemps, aquello era vida: meriendas en el río y bailes. Hacía tiempo que Marcel había dejado de oír las murmuraciones que se hacían sobre ellos.

De vez en cuando le decía con sorna a Lisette:

—Lo que debías tú de disfrutar los sábados por la noche en la ciudad…

Pero cuando Felix, el cochero, trajo a monsieur Philippe del campo, en el fondo de la cocina hubo una fiesta. La mesa estaba cubierta de lino blanco, y el pollo se asaba en el fogón. Y sólo se oía hablar de Bontemps. Felix, elegantemente vestido de negro con los botones de bronce, saludó a Marcel con una sarcástica reverencia y se sentó enseguida en el taburete junto a la puerta, sin esperar que nadie le diera permiso.

Pero en aquellos días, cuando Cecile hablaba de despilfarros e insolencias, retorciéndose las manos, o encontraba un siniestro y misterioso fardo de plumas cosido en el dobladillo de una sábana, Philippe deambulaba entre todos ellos moviendo la cabeza, hacía salir a Felix y convocaba a las mujeres.

—¿Qué les pasa a mis chicas? —comenzaba, pero enseguida provocaba en ellas confiadas risas con sus comentarios, aunque al final terminaba por ponerse serio—. A ver si educas a tu hija —le decía a Zazu, rodeándola por la cintura.

—No sé qué hacer con esa chica,
michie
—replicaba ella a veces con voz suave y una expresión tierna en su estoico rostro negro.

Entonces él insistía:

—Sé buena con mi Cecile.

Les daba billetes de dólar, declaraba que el
gumbo
era mejor que en el campo y les advertía, ya en la puerta de su casa:

—Alejaos de los brujos de vudú. —Pero entonces guiñaba un ojo.

Esclavos.

Marcel miraba de reojo a los prisioneros negros encadenados que, con la espalda doblada, limpiaban a palazos las zanjas abiertas, se estremecía ante los gritos del capataz y fingía indiferencia mientras ardía de vergüenza al ver un espectáculo cotidiano que desde pequeño le habían enseñado a ignorar.

¿Era posible que antes de aquello hubiera pensado que el sufrimiento era algo vulgar, y la esclavitud meramente degradante?

Los ojos se le humedecían bajo el aire frío. Marcel se ajustó el abrigo y echó a andar hacia la Casa de Cambio con las manos en los bolsillos.

Llevaba encima una carta, por si alguien cuestionaba su presencia. Nunca había estado allí. Al entrar miró deslumbrado hacia la alta cúpula, y luego fue pasando de una subasta a otra.

Se abrió paso entre la multitud hasta llegar ante una tarima, sin darse cuenta de que apretaba los dientes, y allí se quedó mirando atónito la tersura de la madera. Por un momento aquella suavidad, aquel brillo perfecto, le pareció inconcebible. Pensó en las horas que Jean Jacques pasaba puliendo una superficie, doblando y redoblando el paño empapado en aceite. Hasta que, con un sobresalto, se dio cuenta del porqué de aquella maravilla. Era obra de pies desnudos. Sintió náuseas. Necesitaba aire fresco. Pero levantó los ojos hacia la hilera de hombres y mujeres de colorido vestuario, algodón azul, levitas, ojos negros que le miraban impasibles. Un niño gimió, agarrado a las faldas de su madre. Marcel le había asustado con la mera intensidad de su mirada. Dio media vuelta, con el rostro y las manos enrojecidos, pero en ese momento se oyó el ladrido del subastador como un disparo. Eran las diez. Comenzaba la jornada.

Un mulato alto y pecoso se adelantó ante la creciente multitud, se subió los pantalones por encima de las rodillas y descubrió su espalda mientras caminaba de un lado a otro para mostrar que no tenía cicatrices de látigo.

—¿Qué ofrecen por este fornido joven? —se oyó la voz en un inglés gutural—. ¿Qué ofrecen por este muchacho rebosante de salud? Su amo lo ha criado desde pequeño y lamenta tener que separarse de él… pero necesita dinero. —Luego añadió en rápidos borbotones de francés—: La mala fortuna de su dueño es ahora su fortuna, señores. Un esclavo que ha trabajado en la casa pero fuerte como una mula, bautizado aquí mismo, en la catedral de St. Louis, jamás ha faltado un domingo a misa, es un muchacho perfecto…

El chico giraba y giraba en la tarima de madera, como si estuviera danzando, y hacía reverencias con una sonrisa que parecía un espasmo en su tersa piel. Se inclinó, se subió la camisa y se abrochó los dos primeros botones con mano diestra. Luego movió la vista con ademán furtivo sobre los rostros, por encima del público que lo rodeaba, y de pronto la clavó en el rostro que más se parecía al suyo. Ambos se miraron: ojos azules en ojos azules.

Marcel se quedó helado, incapaz de salir a la calle.

Esclavos.

Nunca había visto los campos, no sabía nada de las penosas marchas de las caravanas cargadas de niños ni había respirado el hedor de los barcos de esclavos confinados en las lejanas y prósperas ensenadas de los traficantes.

Al pasar por la zona de los esclavos veía turbantes de colores, chisteras, hileras de hombres y mujeres que charlaban despreocupadamente y le miraban como si fuera él quien se estuviera exhibiendo y no ellos. ¿Pero qué pasaba dentro de aquellos muros, donde arrancaban los hijos a las madres, donde los viejos, con las canas teñidas de betún, se encorvaban para ocultarle su ronca tos al posible comprador, donde los caballeros blandían sus bastones e insistían en ver desnuda a esa niña mulata de precio exorbitante, no fuera a ocultar alguna enfermedad? ¿Quiere pasar dentro, por favor? Eran cosas de las que no sabía nada, que sólo podía imaginar.

Lo que él conocía era Nueva Orleans, y la pobreza de la ciudad. Cocineros negros, blancos, inmigrantes, criollos, que cambiaban aves en el mercado; deshollinadores que llamaban de puerta en puerta; carreteros y cocheros; caras oscuras cargadas de sueño en las sombras de los arcos del
presbytère
; manos que sujetaban débilmente las cestas de especias a la venta. En oscuros cobertizos unos negros forjaban las barandillas de hierro que adornarían los balcones de la Rue Bourbon o la Rue Royal y al anochecer, en los establos, golpeaban con rítmicos martillos y entre una lluvia de chispas las herraduras de los caballos.

En los callejones cercanos a su casa siempre habían vivido cientos y cientos de esclavos independientes que habitaban en modestas habitaciones y vendían sus servicios para enviar de vez en cuando algún dinero a un amo que rara vez veían. Camareros, albañiles, lavanderas, barberos. El que se veía obligado a pasar por aquellos callejones al atardecer evitaba los establecimientos públicos, sin advertir apenas el eterno ruido de los dados, el humo de los puros, las risas estridentes. En los portales de esas mismas calles se perfilaban las siluetas de mujeres negras a la luz de las farolas, mujeres que llamaban a los hombres con gestos lánguidos y luego dejaban caer la mano perezosamente.

A veces acudían los domingos esclavos prósperos, emperifollados, a buscar a Lisette para ir a la estación de Pontchartrain y coger los trenes de negros que iban al lago. En vacaciones llegaban a la puerta en carruajes alquilados, radiantes con sus chalecos nuevos, y ella salía a recibirlos con su elegante vestido rojo y la cesta de la merienda colgada del brazo, esquivando los charcos del callejón como si estuviera danzando.

Esclavos.

Los periódicos lo denunciaban, el mundo estaba lleno de ellos, Nueva Orleans vendía más esclavos que ninguna otra ciudad del sur. Doscientos años antes de que naciera Marcel ya había negros allí.

Caminaba con paso ligero y escrutando los rostros que veía, como si buscara en ellos una súbita iluminación, alguna verdad incuestionable.

—Yo soy parte de esto, soy parte de esto… —susurraba.

Finalmente llegó a su casa y se sentó a oscuras entre los libros y el desorden de su habitación. Tenía frío pero no quería encender el fuego. Se quedó allí quieto, con la mirada perdida, como si le hubieran abandonado las fuerzas y no pudiera ni moverse.

Tenía miedo.

Siempre había sabido que no era blanco pero, inmerso en su mundo especial lleno de comodidades, jamás se le había ocurrido pensar que era negro. Un gran abismo lo separaba de ambos bandos. Cómo se había equivocado, qué poco había comprendido. Se llevó las manos a la cabeza y se tiró del pelo hasta que no pudo soportar más el dolor.

A medida que pasaba el invierno se fue dando cuenta de lo que significaba tener catorce años. Giselle, la hermana de Richard, había venido de Charleston con su marido para ir a la Ópera, y la familia invitó a Marcel a ir con ellos por primera vez.

Gens de couleur
le condujeron por el iluminado vestíbulo del Théâtre d'Orleans hasta su asiento en la parte frontal del palco de los Lermontant. Al alzar la vista le sorprendió ver a su gente llenando los palcos. La seda llameaba a la luz de las velas y el lino blanco resultaba casi luminoso en aquel resplandor azul. Por encima del parpadeo de los abanicos de plumas brillaban rostros claros y oscuros, y el rumor de las charlas flotaba en el aire como un perfume.

Richard parecía todo un caballero con sus guantes blancos, el codo en el brazo de la silla y las piernas cruzadas. Giselle llevaba al cuello un racimo de diminutas perlas colgadas de una cadena, formando una flor entre hojas de oro. Se inclinó, llevándose a los ojos unos gemelos de marfil. Sus tirabuzones negros se estremecieron en su cuello de pálido aceituna, y el olor de las camelias la envolvió como una aureola.

Marcel espiró lentamente y se apoyó por fin en el respaldo de su silla. Vislumbró al otro lado del teatro el animado rostro de
tante
Colette y el persistente saludo de su mano enguantada. Sonrió. Hacía meses que no la veía, aunque ella había preguntado muchas veces por él. No la veía desde el día que estuvieron hablando a la puerta de la tienda, pero su rostro mostraba a lo lejos una dulce alegría. Se alegraba de verle allí. Marcel hizo un gesto imperceptible con los dedos, sin soltar la barandilla.

Cuando las luces comenzaron a apagarse poco a poco, paseó la vista por la platea y los palcos de los blancos, más abajo, y tuvo un sobresalto al darse de bruces con la mirada de su padre.

Se le paró el corazón. Philippe estaba rodeado de su familia blanca, mujeres con mejillas como pétalos, jóvenes con la larga nariz francesa de Philippe y el mismo pelo rubio, aunque Marcel sólo recordaría después los ojos de su padre. Se sentía como una llamarada amarilla contra el telón de fondo de los Lermontant. Cuando por fin se apagaron las luces cerró los ojos, y sólo el súbito resplandor del lejano escenario apaciguó los latidos de su corazón.

Entre los focos cobró vida un mundo de ventanas y puertas pintadas y las luminosas lámparas de una bonita habitación. Una mujer interpretaba con los brazos abiertos una lastimera canción que enseguida lo emocionó. Sintió escalofríos, y cuando la orquesta se creció bajo la voz de la soprano, las lágrimas le nublaron de pronto la vista. La música se alzó violentamente en aquel brumoso resplandor. Los diamantes titilaban como estrellas. Era una música demasiado sólida, demasiado perfecta. El ritmo era como oro puro surgiendo de las profundidades de la tierra, algo que ardía y emanaba su vapor hacia el cielo. Hasta ahora Marcel sólo había vislumbrado algún atisbo de aquello, como los rayos de sol en la ventana en pleno invierno, sólo había sentido un ápice de esa magia en misa o en los lejanos violines de los salones de baile. La música. Era un descubrimiento, algo inevitable que incluso podía devorarle. La conocería siempre, la respiraría siempre. No permitiría que se alejara de él.

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