La noche de todos los santos (22 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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Richard recordaba, con una viveza que parecía una maldición, la primera tarde que su hermana, Françoise, se había acercado a decirle que estaba demasiado cansada para jugar. Todavía no había cumplido los cuatro años y era una niña vivaracha a la que le gustaba pelearse con los chicos, aunque siempre emanaba una recatada femineidad natural que procedía de sus largos rizos negros, las densas pestañas y el lazo almidonado que le ponía su madre incluso para jugar en el jardín.

Esa tarde Françoise se acercó sola por el jardín, con los brazos a los lados, se inclinó sobre él y le dijo, con una expresión bastante adulta, que estaba «agotada». No era una palabra propia de una niña; era lo que los padres les dicen a sus hijos cuando ven que están de mal humor y muy inquietos. Richard recordaría toda su vida que se le encogió el corazón cuando oyó a su hermana pronunciar esa palabra. Le alzó la cara y vio que tenía muchas ojeras y una mirada lánguida y brumosa.

La cosa no quedó ahí. Durante días, Françoise se estuvo quejando de vez en cuando; se quedaba dormida en el sofá del salón y había que despertarla todos los días cuando antes se levantaba siempre con el
grand-père
con la primera luz de la mañana. Decía que le dolían los brazos, y cuando Richard iba a por ella al jardín no quería ni que le tocara el hombro porque le hacía daño.

Richard no habló mucho de esto, pero en pocos días se vio que la niña languidecía, y antes del final de la semana siguiente le asaltó una fiebre virulenta. Richard recordaba perfectamente las últimas noches de su enfermedad, los llantos de la niña, los pasos de su madre escaleras arriba, escaleras abajo. «Vete a la cama», le decía cada vez que él quería entrar en el cuarto, hasta que por fin se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era apartarse para no estorbar. Una madrugada abrió los ojos a las cuatro y le sobresaltó el silencio de la casa. Acudió de inmediato a la habitación de su hermana y al verla tan quieta sobre la almohada, con su madre sentada en la ventana, supo que había muerto.

Las frases para la ocasión nunca le sirvieron de ningún consuelo: que Françoise no lloraría más, que no sufriría más, que no le dolerían los brazos ni las piernas, que estaba en el cielo.

Al pensar en ella sentía un espantoso desaliento. Para él la historia comenzaría siempre en aquel momento en el jardín, donde germinó la pesadilla que nadie pudo detener. Cada vez que salía al jardín la veía allí, acercándose por el camino entre la fruta madura y las flores, con sus oscuros rizos sueltos sobre su vestido azul, la cabeza a un lado como si su cuello fuera un débil tallo. Una y otra vez sentía el impulso de volver a cogerla entre sus brazos, como si entonces pudiera realizar alguna acción desesperada que cambiara los acontecimientos. Y todos los años, el día del cumpleaños de su hermana, pensaba: «Ahora habría cumplido tantos años». En esa fecha, nadie tenía que recordarle que fuera a misa; él la esperaba con días de antelación. En su libro de oraciones tenía algunas horquillas suyas; recordaba sus frases de niña y todavía oía con claridad su risa musical. Cuando le felicitaban por la fidelidad de sus recuerdos, cosa que hacían a menudo, Richard pensaba en ella, pensaba que le gustaría olvidarla. Hasta entonces la muerte había afectado siempre a los otros, pero esos días llegó a su propia casa. A partir de ese momento siempre fue algo personal, y el dolor de las familias en los funerales de los niños le encogía el corazón.

A veces se preguntaba cómo lo soportaba su padre, si no pensaría en su hijita al tomar la medida de aquellos pequeños cadáveres. Pero aunque Richard a veces se sentía ofendido por Rudolphe, por mucho que le ofendiera sobre todo lo que sabía del asunto de Marie Ste. Marie, respetaba su profesionalidad, como la respetaba todo el mundo. Sabía que su padre no había eludido una obligación en toda su vida y que no habría delegado en su hijo la responsabilidad de este velatorio, de haber tenido elección. Pero otras familias necesitaban a Rudolphe esa noche, familias de abolengo que se habrían sentido ofendidas si no hubiera aparecido.

—Lo harás bien, como siempre —le había dicho su padre—. Cada vez que salgo a la calle alguien me coge del brazo y me habla de ti llenándote de elogios. Tienes un don especial, así que utilízalo y compadece a tu primo Antoine, que no tiene dos dedos de frente.

En realidad, Richard no se creía nada de esto. Era tal vez un asunto de negocios, quizá se trataba de educarlo para aquel trabajo. No lo creía porque para él el sufrimiento auténtico era el sentimiento más espantoso que había conocido, y sus patéticas frases de consuelo en los funerales le parecían un insulto. No comprendía que irradiaba una auténtica condolencia que los demás captaban, tanto en sus modales como en sus palabras.

Ahora caminaba en el crepúsculo por la Rue Dumaine presa de una horrible aprensión, sumido en los recuerdos de su hermana. Sabía por experiencia que era mucho más susceptible a esa hora del día, en ese momento silencioso y sensual entre el Sol y la Luna, cuando la agitación del sábado por la noche todavía no había comenzado en el Quartier, aunque la jornada de trabajo había concluido y las farolas comenzaban a encenderse bajo un cielo de color sangre.

En el río la tonalidad se intensificaba hacia el púrpura y caía en capas de nubes rojas y doradas tras los mástiles de los barcos. Las cigarras cantaban entre el denso follaje de los jardines mientras en las ventanas abiertas ondeaban las cortinas y se oían los ruidos de la cena, los tintineos, el rumor ocasional de un cuchillo.

Sin darse cuenta volvió su atención, a las cosas cotidianas: un caballo y una carreta que pasaban, una mujer en una balconada que dejó de sacudir el polvo de una pequeña alfombra turca para que pudiera pasar.

Pero cuando llegó a la manzana donde vivía Dolly Rose, la madre de la niña muerta, encontró un remanso de silencio, extraño incluso a esa hora tranquila: un tramo de diez o doce puertas donde sólo se oía el zumbido de los insectos y la remota melancolía de una campana de iglesia. El cielo se iba oscureciendo y las estrellas parecían bajas, pero aun así la farola de la esquina tenía un aspecto lúgubre contra el resplandor azulado, incapaz de lanzar toda su luz hasta que se cerrara la noche. Richard aceleró el paso como si alguien le siguiera.

Fue un alivio llegar por fin a la arcada que daba al jardín de Dolly Rose.

Había allí un hombre de color, enjuto y de hombros cuadrados, vestido con una elegante chaqueta que parecía bastante fresca para el verano. Llevaba un pequeño bigote, una fina línea de pelo oscuro. Richard se sobresaltó cuando de pronto llamearon sobre él sus ojos desde las sombras de la arcada. Se miraron mutuamente. El hombre parecía incómodo, como si quisiera decir algo y no supiera cómo empezar. Resultaba evidente además que le impresionaba la estatura de Richard.

—¿Puedo ayudarle en algo, monsieur?

—Quisiera saber si hay un velatorio aquí esta noche —dijo el desconocido. Su voz tenía un tono sin inflexiones, un tono que, curiosamente, hacía más expresivas sus palabras.

—Sí, monsieur —contestó Richard. El hombre podría haberlo sabido fácilmente por los avisos de bordes negros que ondeaban en las farolas cercanas y en los troncos de los árboles. Esa misma tarde habían sido colgados por todo el Quartier—. Es en el piso de arriba.

—¿Está abierto a todos los amigos de la familia?

Ah, ése era el problema.

—Sí, monsieur, está abierto a todo el que conozca a madame Rose o a su familia. No es sólo para los amigos más íntimos. Estoy seguro de que si usted los conoce será bienvenido. Habrá mucha gente.

El hombre asintió. Parecía aliviado, aunque todavía incómodo y un poco disgustado por ello. Algo en su rostro resultaba familiar. Richard estaba seguro de haberlo visto antes. En cuanto a la ropa, se veía que era de París. París estaba tan a la cabeza de la moda que siempre se notaba si un caballero acababa de venir de allí.

—Permítame que me presente, monsieur. Soy Richard Lermontant, encargado del funeral. ¿Quiere usted acompañarme?

El hombre bajó la cabeza sin decir su nombre, como si no tuviera importancia, y recorrió detrás de Richard el corto pasillo y las escaleras. Al entrar en el salón se apartó rápidamente tras una multitud de hombres y mujeres junto a la pared, y Richard volvió la mirada hacia la pequeña cama en la que yacía la niña rodeada de crisantemos blancos.

Puesto que los funerales habían sido su vida durante años, Richard nunca los había asociado a los crisantemos. Para él estas flores no tenían connotaciones morbosas y eran simplemente algo hermoso y vivo, una ofrenda en medio del dolor que ponía de manifiesto el ciclo de la vida y la muerte en un momento en que la muerte tanto pesaba sobre el alma. Se alegró de verlas. Tras saludar un instante a Antoine, que se marchaba, Richard caminó en silencio por la habitación, entre las bandadas de mujeres que susurraban vestidas de negro y de los hombres con el sombrero en la mano, hasta llegar a los delicados ramos de flores. Allí bajó la vista, envuelto en el perfume y el humo de las velas de cera, hacia la niña muerta.

Era un poco mayor que su hermana, y tal vez igual de bonita. En realidad le sorprendió su belleza. La había visto muy a menudo en el carruaje de Dolly Rose, con las cintas del sombrero al viento, pero entonces era toda ropajes de los que sólo asomaban los hoyuelos de las mejillas. Ahora veía por primera vez sus brazos redondos y su pálido cuello. Parecía que estuviera dormida, claro. Todos parecían dormir, fuera cual fuese la causa de la muerte, fuera cual fuese el sufrimiento. La niña había muerto de tétanos, pero yacía serena como si estuviera viva. Al apartarle un mechón de la frente, a Richard le sorprendió darse cuenta de que casi estaba rígida, aunque a pesar de la elevada temperatura no emanaba más olor que el de las hojas de rosas y naranjos bajo las sábanas, y el de las flores.

Complacido con este y otros nimios detalles (Antoine hacía estas cosas a la perfección), se olvidó de todo lo que no fuera la contemplación de su rostro. Aún tenía la cara redonda de niña, tan pálida que podía pasar por blanca, y sus cejas parecían demasiado oscuras en la frente, de modo que su expresión en la muerte era muy seria. Parecía sumida en un sueño profundo. En ese momento se oyó un leve ruido que no habría podido identificar, pero se dio cuenta de que eran unos pequeños pétalos blancos que se habían desprendido de una flor y que caían junto a su carita sobre la almohada. Fue a recogerlos y se le vino a la cabeza un insólito pensamiento. Eran dulces, como había sido la niña en vida. Sintió el impulso de dejarlos allí, pero nadie lo habría comprendido. Vio entonces entre los crisantemos un modesto ramo de capullos blancos. Cogió uno de ellos, y lo puso en el rosario de nácar que tenía la niña enlazado entre los dedos.

Dolly Rose no estaba. Su madrina, Celestina Roget, pálida y macilenta, se levantó para susurrarle a Richard que llevaba tres días y tres noches junto al lecho de la niña enferma y que tenía que hacerse cargo de su propia casa.

—Cuídala tú —le dijo, señalando al marcharse un dormitorio detrás del arco del pasillo. De la habitación salían voces apagadas. Cuando por fin se abrió la puerta no salió Dolly Rose sino un hombre blanco que se acercó al ataúd, miró a la niña y luego se retiró al rincón más lejano de la sala.

Era un hombre joven, de unos veinticinco años, de pelo negro y rizado, reluciente de pomada, que le caía justo por encima del cuello de la camisa. Su fino bigote y las patillas le conferían una distinción poco común en alguien tan joven, y armonizaba perfectamente con su expresión aguileña. Tenía la vista fija en algún punto ante él y no la desvió cuando Dolly Rose entró por fin en la habitación. Ella le miró ceñuda desde el umbral antes de que dos mujeres la llevaran, casi a empujones, a un sofá donde enterró la cara entre las manos.

Richard se dio cuenta enseguida de que estaba borracha. De hecho sufría tal grado de embriaguez que podía dar problemas. «Ya le daré las gracias a Antoine por avisarme —pensó con amargura—, y a madame Celestina por dejarme a mí solo con esto». Dolly alzaba la vista de vez en cuando para mirar al hombre blanco, como si estuviera a punto de gritarle algo. Las otras damas, ninguna de las cuales tenía la elegancia de Dolly ni siquiera en esos momentos, la sujetaban por los brazos, evidentemente asustadas.

Lo cierto es que Dolly Rose había sido una belleza notable. Era de esas cuarteronas que habían dado fama a la Salle d'Orleans, aunque no se acercaba ni por asomo a la legendaria imagen de la concubina fiel que llora al enterarse de la boda de su amante blanco o se arroja bajo las ruedas de un carro. Más bien cambiaba de admiradores blancos como quien cambia de guantes, gastaba mucho con cada nueva relación, sin pensar jamás en ahorrar para el futuro, y daba a sus esclavas vestidos de tafetán o de lana, que apenas se había puesto. Había provocado duelos, olvidado a acreedores. Sólo había querido a su madre y a su hija, muertas ahora las dos. En los últimos años había pasado una mala racha, aunque todos decían que podría obtener un buen partido en cuanto quisiera.

Una vez había sido amiga de Giselle, la hermana de Richard, e incluso había cenado a menudo en casa de los Lermontant. Richard las recordaba como dos niñas mayores, de quince años, que intercambiaban secretos tras los cortinajes de una cama. Los chiquillos se arremolinaban en torno a sus faldas y le cantaban, DOLLY Dolly, DOLLY Dolly, ¡DOLLY DOLLY ROOOOSE! Richard todavía recordaba aquel ritmo pegadizo y la risa de Dolly, y después de oír tantos comentarios sobre el declive de su belleza, estaba impresionado al ver lo hermosa que era todavía.

Era el suyo un rostro insólito, no por el pálido color
café au lait
de su piel, su nariz diminuta o su boca, sino más bien por su forma. No era un rostro enjuto, como los de tantas mujeres criollas, sino más bien cuadrado, de sienes altas y redondas bajo sus oscuros rizos, y cejas muy planas que se alzaban ligeramente hacia fuera antes de curvarse hacia abajo sobre unos ojos almendrados. Eran justo sus cejas planas lo que siempre le había intrigado. «Bonita» era la palabra que le venía a la mente cuando miraba a Dolly, porque había en ella algo alegre y adorable de lo que a veces carecen las mujeres hermosas.

Pero su amistad con Giselle había acabado mal. Un verano Dolly dejó las clases en el convento y empezó a dejarse ver por los «salones de baile cuarterones». Rudolphe prohibió a Giselle que la siguiera viendo, y cuando Giselle se casó, Dolly no fue invitada a la misa nupcial. La vieja madame Rose, madre de Dolly, fue descortés con la familia. Dolly aceptó a su debido tiempo a su primer amante blanco. En realidad había sido una mujer que gustaba a todo el mundo. Richard se habría dado cuenta al instante, aunque no se lo hubieran dicho, de que la mitad del mobiliario del salón había sido facilitado por su padre para el funeral. Eran los espejos de los Lermontant, colocados para volver a ser envueltos más tarde, y los relojes, puestos en marcha para volver a quedar parados, sillas extra de los almacenes de los Lermontant, e incluso el canapé junto a los ventanales, así como las mesas y las botellas de jerez y las copas. Placide, el viejo criado, lo había llevado todo esa misma tarde en una carreta cubierta que había acercado con sigilo a la puerta de atrás para que nadie se diera cuenta. Aunque no era competencia suya personal, Richard estaba casi seguro de que la factura de todo aquello no se cobraría jamás.

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