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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (69 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Pero ni Richard ni su madre habían esperado nada de ella, sólo que estuviera sentada tranquilamente, si lo deseaba, y a pesar de su inexperiencia veía que la decorosa preocupación que madame Suzette había manifestado hacia ella era totalmente pura. ¡Se alegraba de que Marie estuviera allí! Marie se sentía casi feliz en aquella sala.

Por fin se levantó para marcharse. El abrazo de madame Suzette fue largo, como larga fue la mirada que le dirigió a los ojos. Su doncella, Yvette, la acompañaría a casa.

Richard salió a las escaleras con ella, sin embargo, negándose a soltarle la mano.

—Iré contigo —declaró.

—¡No! —Marie se apresuró a sacudir la cabeza. Richard se la quedó mirando sin decir nada. «Te amo», se leía en sus ojos. Ambos sabían que no podían permitirse estar a solas. Incluso en las calles atestadas de gente habrían encontrado algún lugar para besarse, para tocarse. Marie se dio la vuelta y se marchó.

La tarde le parecía hermosa. El sol era benigno incluso en las altas ventanas de las casas, donde se convertía en oro macizo. La lluvia comenzó luego a bañarlo todo, acompañada de un aire más fresco, más dulce. Las flores inclinaban los tallos al pie de las tapias de los jardines, y pequeños capullos caían estremecidos a su paso. Marie caminaba deprisa, como siempre, pero animada, sin enfados ni miedos. Era como si toda la tristeza que pudiera haber sentido estuviera muy lejos de ella. Era una tristeza que pertenecía a sus tías, a su madre, a otro mundo.

La casa de los Lermontant, con sus gratos aromas y sus bruñidas superficies parecía rodearla como una fragancia que flotara en la brisa. Todavía sentía el brazo de madame Suzette en su hombro, todavía sentía aquella mano que hasta el último momento estuvo cogiendo la suya. Todavía veía los ojos de Richard.

Olvidándose de la doncella, Yvette, que la siguió fielmente hasta su casa en la Rue Ste. Anne, Marie entró sin mirar atrás y cerró la puerta. No iría a ver a sus tías ese día, no respondería sus preguntas. Además, monsieur Philippe estaría en casa: una fuerza notable y grata entre su madre y ella. De hecho no tenía que hablar con nadie. Podía acomodarse ante el tocador para quitarse las horquillas del pelo, y tal vez, sólo tal vez, hubiera llegado el momento de hablar con Marcel. Tal vez más tarde subiría las escaleras del
garçonnière
para llamar a la puerta de su cuarto. Marcel no la traicionaría, nunca la traicionaría, y tal vez había llegado el momento de decirle lo que ella ya sabía: que se casaría con Richard Lermontant.

La casa estaba en silencio y Marcel, que al parecer había vuelto muy temprano de casa de los Mercier, estaba sentado en la mesa mirando ceñudo el suelo.

Marie se quitó el chal blanco.

—¿Qué pasa? —preguntó acercándose, pero Marcel miraba más allá de ella, como si no estuviera allí.

—Lisette está en la cárcel —le contestó—. Monsieur Philippe ha ido a sacarla.

Por un momento Marie no asimiló sus palabras.

—¿Pero por qué? —preguntó finalmente con voz entrecortada—. ¿Cómo… cómo ha sucedido?

—Estaba borracha. Se ha peleado en no sé qué cabaret —murmuró Marcel, todavía sin mirarla.

—Pero si se ha portado muy bien desde que murió Zazu, si no se había metido en un solo lío…

Marcel cavilaba, moviendo los ojos de un lado a otro. Por fin habló de nuevo, como si ni siquiera él mismo pudiera entender sus propias palabras.

—Parece que mamá y ella se han peleado por una tontería sin importancia, y mamá le arrancó el pendiente de oro… rasgándole la oreja.

—V—

¡Q
ué desastre! Philippe apuró su copa. Comenzaba a sentirse él mismo de nuevo, como le sucedía siempre a mediodía. Las horas anteriores habían sido puro dolor de cabeza. Pronto tomaría un poco de quingombó, siempre, claro está, que Lisette dejara de llorar y se dignara preparárselo. Mordió la punta del puro.

—Te dije que cuando fueras mayor. —Blandió un dedo en el aire—. Y tú conoces la ley tan bien como yo: eso significa cuando tengas treinta años.

Lisette lanzó las manos al cielo y cuando se dio la vuelta para coger una cerilla, Philippe le vio la cicatriz de la cara, en el mismo lado donde tenía el lóbulo desgarrado.

—Deja eso —le dijo con más suavidad. Intentó no hacer una mueca al ver la herida, pero no pudo evitar un resoplido. Cogió el
tignon
de seda roja y cubrió con él la espantosa cicatriz. Lisette tenía los ojos húmedos y la cara hinchada.

—Hmm. —Philippe movió la cabeza. Pero había sido culpa de ella, ¿no?, allí, borracha y sucia en la prisión del condado. La oreja le estuvo supurando durante días, hasta que finalmente Marcel se la llevó a rastras al médico. Lisette ardía de fiebre y tenía miedo—. Hmmm —masculló Philippe—. Bueno, ya no está tan mal —dijo entre dientes. Lisette le acercó la cerilla y él encendió el puro—. Quiero decir que he visto muchas chicas guapas con un solo pendiente y la otra oreja tapada con un bonito
tignon
.

Lisette le sirvió bourbon sin contestar. Philippe nunca se acordaba de que ya le había dicho eso mismo cien veces en el último mes. Lo cierto es que sentía lástima por ella y que le ponía enfermo verle la cicatriz de la cara. Siempre había sentido pena por ella, desde que nació. Lisette no había heredado nada de la belleza africana de Zazu, y desde luego ninguna de las agradables facciones caucasianas de él. Era tener muy mala suerte: la piel cobriza, las pecas amarillas y ahora esa espantosa cicatriz.

—Vamos, vamos —la arrulló mientras se arrellanaba entre las almohadas, haciéndole un gesto con la mano—. Siéntate aquí a mi lado. —Lisette se sentó casi con timidez al borde de la cama, enjugándose bruscamente los ojos con el delantal. Un auténtico desastre, por decirlo suavemente, pensó Philippe. Cuando intentaba poner en orden en su mente todos los elementos del problema, le daban mareos.


Michie
—dijo Lisette sorbiendo por la nariz—. A los treinta años seré una vieja. Ahora soy joven.

No entendía nada. Su libertad tenía que ser aprobada por tres cuartos del jurado policial del condado, y sólo podría ser emancipada por servicios meritorios, a menos que Philippe depositara una fianza, la exorbitante cantidad de mil dólares, en cuyo caso ella tendría que marcharse del estado. ¡Servicios meritorios! ¡Lisette!
Mon Dieu
.

—Yo me puedo ganar la vida. —Casi gemía—. Sé cocinar y limpiar, puedo peinar a una dama. Me puedo ganar la vida… —Era un gemido espantoso.

—¡No empecemos con eso! —exclamó Philippe irritado. Bebió un trago de bourbon, suave y delicioso. Empezaba a tener verdaderas ganas de un buen desayuno, de una buena sopa. Se inclinó hacia delante y bajó la voz para que no le oyeran Marie ni Cecile—. Tú y esa Lola, la hechicera vudú. No me vengas ahora con que te puedes ganar la vida. ¡En eso te meterías si fueras libre!


Michie
. —Lisette sacudió la cabeza frenética—. Le juro que ya no volveré a ir allí. —Su voz seguía siendo un grave gemido—. He sido buena,
michie
. Me he estado encargando de todo,
michie
. Ni siquiera salgo, se lo juro.

Philippe apuró de nuevo su copa. No podía soportar aquel tono lastimero. Le hizo una brusca seña con la mano. Era peor que cuando un esclavo del campo suplicaba que no lo azotaran. Prefería ver a Lisette echando por la boca sapos y culebras. ¿Y qué significaba todo aquello de los servicios meritorios? Marcel se lo había explicado, pero no lo tenía muy claro. Servicios meritorios si tenía menos de treinta años y había nacido en el estado. Entonces no tenía que ser deportada ni hacía falta pagar fianza. ¿Lisette, servicios meritorios? Había sido detenida y multada por pelearse en la calle.

—He intentado ser buena, me he portado bien —decía ahora—, y hace ya cuatro meses que murió mi madre,
michie
.

—No empieces otra vez. —Philippe no podía pensar con claridad, y ahora Lisette cambiaba su línea de ataque—. Tu madre nació el mismo año que yo —dijo blandiendo un dedo con gesto didáctico—. No sabía que moriría antes de que cumplieras los treinta, no sabía que moriría siendo tú todavía una niña. —Tal vez todas esas tonterías de los servicios meritorios no fueran más que una formalidad. Jacquemine podría encargarse de ello, podría escribir una petición y él se limitaría a firmarla.

—No soy una niña,
michie
. —Se hundió los dientes en el labio.
Mon Dieu
, no era culpa suya haber nacido tan fea. Philippe apartó la vista, moviendo la cabeza.

—Sírveme otra copa. —Y en caso de que tuviera que pagar alguna fianza… ¿Dónde estaba Marcel? Marcel tenía todo eso muy claro. Cuanto era la fianza, ¿mil dólares?
Mon Dieu
! ¿Y cuánto le costaría otra chica de servicio?

—¡No,
chère
! —Lisette estaba sentada, llorando. Las lágrimas brotaban de sus grandes ojos saltones—. Lisette,
ma chère
… —Le apretó el hombro y se lo sacudió ligeramente.

—Por favor,
michie
—suplicó ella con voz trémula—. ¡Déjeme libre,
michie
, por favor!

Lisette se levantó de pronto. Philippe se había llevado la copa llena a los labios y por un momento se quedó confuso al ver a Lisette de pie al otro lado de la sala.

Pero Cecile acababa de entrar, seguida de Marcel, y estaba alisando la colcha de la cama.

—Ah
, petit chou
. —Philippe le acarició la cara.

—Monsieur, hay un mensaje para usted.

—Y tú, jovencito, ¿cómo es que no estás en la escuela?

Marcel miró inquieto a su madre.

—Monsieur Jacquemine ha mandado a un chico a la escuela a decirme que lo buscara a usted, monsieur, que hay un asunto muy urgente y que necesita…

—¿Que me buscaras? ¿Que me buscaras? —Philippe estalló en carcajadas—. ¡Lisette! ¡La sopa! —dijo, señalando el dosel con el dedo. La esclava salió en silencio de la habitación, casi agradecida—. Pero si llevo aquí dos meses, ¿cómo es que me tienen que buscar?

—Parece que es muy importante. —Marcel se encogió de hombros. Philippe rodeó a Cecile con el brazo mientras ella le enjugaba la cara—. Quiere que vaya a su oficina lo antes que pueda.

—Ah, hoy es imposible. —Philippe le dio otro trago al bourbon. Asuntos urgentes de Jacquemine. El notario podría responder todas sus preguntas sobre el jurado policial del condado, y era probable que supiera el precio de una nueva doncella. No podía meter allí a una negra inculta y desaseada, no, su
petit chou
, Cecile, lo pasaría mal y francamente él tampoco podía soportar la suciedad ni el mal servicio. No, tendría que ser una buena chica, de unos mil dólares por lo menos.
Mon Dieu
!

—Pero monsieur —le dijo Cecile con suavidad—, se trata de un asunto urgente. Tal vez si comiera usted algo y luego durmiera un poco…

—Bah. Un asunto urgente, un asunto urgente… ¿Qué puede ser tan urgente?

Cecile entornó los ojos, pensativa, y se volvió rápidamente para mirar a Marcel. Philippe apartó el cobertor y pidió su bata azul con un gesto. Marcel se la ofreció abierta y Cecile le anudó el cinturón.

—Yo pensaba, monsieur, que si es un asunto urgente tal vez se refiera a la plantación…

Lisette acababa de entrar con la bandeja.

—¿Quieres que vuelva a la plantación,
mon petit chou
?

—¡De ninguna manera, monsieur! —susurró ella metiéndole las manos bajo los brazos y reclinando la cabeza en su pecho.

—En la plantación no me necesitan,
ma chère
—dijo, entrando con ella en el comedor—. Te aseguro que Bontemps nunca ha estado en tan buenas manos. —Hizo un gesto dramático mientras retiraba la silla. Un aroma de quingombó caliente, pescado, especias y pimienta negra llenó la habitación—. No, no me necesitan, y no me verán hasta la cosecha. ¡Al infierno con los asuntos urgentes!

Cecile sacó la servilleta y se la puso en el regazo.

—Y tú —prosiguió Philippe, mirando a Marcel que esperaba pacientemente en la puerta—, tenemos que hablar esta noche tú y yo sobre todo eso del jurado del condado. ¿Crees que podrías dar muestras de un poco de sentido común para comprar una esclava decente?

Marcel se quedó pálido y miró a Lisette, que tenía los ojos fijos en Philippe.

—Pues… yo… sí. —Tragó saliva—. Sí.

Philippe lo miraba con atención y de pronto se echó a reír al tiempo que cogía la cuchara.

—Bah, es igual, mi pequeño estudiante. Lo pondré todo en manos de Jacquemine. Si tengo que ir a verlo, lo pondré todo en sus manos. ¡Asuntos urgentes! Él lo solucionará todo…
Mon Dieu
. Supongo que ya es hora.

Marcel salió tras Lisette de la habitación. Cecile hablaba en voz baja. Philippe tenía que vestirse y descansar un poco antes de ir al centro.

—Bueno —dijo Marcel cogiendo a Lisette del brazo—. ¡Lo va a hacer! Cuando vaya a ver a Jacquemine.

—No me lo voy a creer hasta que lo vea, hasta que tenga los papeles en la mano. —Lisette se dio la vuelta—. ¿Y qué era ese asunto urgente? —preguntó.

—No lo sé —murmuró Marcel.

A las dos y media ayudó a su padre a ponerse las botas. Le decía en voz baja que Lisette se había portado muy bien todo el verano y que sabía que las cosas no le resultarían fáciles cuando fuera libre, pero que trabajaría mucho, que nunca le pediría nada. Monsieur Philippe asintió y se pasó el peine por el pelo. Tenía los ojos vidriosos.

—Mi abrigo —pidió. Cecile acababa de cepillarlo. Hacía días que Philippe no salía de casa—. Un traguito de vino blanco —añadió mientras inspeccionaba el leve asomo de su barba dorada. Cecile le había afeitado esa misma mañana, y lo había hecho a conciencia.

—No beba más vino, monsieur —le aconsejó ella con toda dulzura—. Hace demasiado calor.

—Acompáñame un trecho —dijo Philippe a Marcel—. Asuntos urgentes, con este calor. Tendrían que suspenderse todos los negocios hasta octubre. Todos los que tienen dos dedos de frente se han ido al lago. —Se echó a reír y le dio un abrazo a Cecile—. Bueno, todos menos yo.

Philippe se tomó su tiempo. Dejó a Marcel mucho antes de llegar al hotel St. Louis, y una vez allí entró en el sofisticado bar. El aire era fresco bajo los techos altos y, aunque se habían terminado las subastas del día, se puso a inspeccionar el mercado. Jacquemine podía encargarse también de aquello, naturalmente. A él no le gustaba comprar esclavos, de hecho lo odiaba, sobre todo si alguna familia era separada y se veía a un niño llorando y a una madre frenética. Era patético, demasiado patético. ¿Pero y si Jacquemine cometía algún error? Podía comprar una muchacha altanera que se creyera demasiado buena para servir a un ama de color.
Mon Dieu
, lo que le faltaba. ¿Y
ti
Marcel…? ¿
Ti
Marcel regateando con un vendedor de esclavos? Tal como se comportaba con Lisette, lo más probable era que comprara por lástima cualquier criatura atormentada antes que una buena doncella mulata. Claro que una doncella mulata era un lujo. Tampoco tenía que ser mulata. ¿Pero qué pensaría Cecile? Él nunca le había escatimado nada, siempre le había dado lo mejor. Lo cierto es que con los tiempos que corrían una doncella mulata podía costar unos mil dólares, ¿no?, y en ese momento los números invadieron su mente, dinero para los abrigos de otoño de Marcel, además tendría que darle algo a Lisette cuando la liberara, con fianza o sin ella, la chica necesitaría empezar en alguna parte, pagar unos meses de alquiler antes de encontrar un trabajo, y su hijo, León, acababa de escribir pidiendo una enorme suma, al parecer estaba comprando Europa entera pieza a pieza. Al ver que había apurado la cerveza pidió otra con un gesto.

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