La paloma (5 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Relato

BOOK: La paloma
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La visión fue tan sórdida, tan repugnante, tan espantosa, que aún hoy temblaba Jonathan al recordarla. Entonces huyó, tras el breve momento de horrorizada atención, entrando en la estafeta salvadora, donde pagó la factura de la electricidad y compró sellos, aunque no los necesitaba, sólo para prolongar su permanencia en el lugar y asegurarse de que cuando saliera de la estafeta ya no encontraría al clochard entregado a su menester. Al salir entornó los ojos, bajó la mirada y se obligó a no dirigirla hacia el otro lado de la calle, sino a la izquierda, hacia arriba de la rue Dupin, y en dicha dirección echó también a correr, hacia la izquierda, aunque no se le había perdido nada allí, sólo para no tener que pasar por delante de la botella de vino, el cartón y la gorra, y dio un gran rodeo por la rue du Cherche-Midi y el boulevard Raspail antes de ir a la rue de la Planche y alcanzar su habitación, el albergue seguro.

A partir de entonces se desvaneció en el alma de Jonathan todo sentimiento de envidia hacia el clochard. Cuando en alguna ocasión le asaltaba una ligera duda sobre si tenía sentido que un hombre pasara un tercio de su vida en pie ante la puerta de un Banco, abriendo sólo de vez en cuando una verja y saludando la limusina del director, siempre lo mismo, con vacaciones exiguas y exiguo sueldo, la mayor parte del cual desaparecía en forma de impuestos, alquiler y cuotas de la seguridad social… si todo esto tenía sentido, ahora veía la respuesta ante sí, clara como aquella terrible imagen de la rue Dupin: Sí, tenía sentido. Tenía incluso mucho sentido, porque le preservaba de descubrir el trasero en público y cagar en la calle. ¿Qué era más miserable que desnudar el trasero en público y tener que cagar en la calle? ¿Qué era más humillante que aquellos pantalones bajados, esta posición en cuclillas, aquella desnudez fea y obligada? ¿Qué era más degradante y triste que la obligación de hacer tan penosas necesidades ante los ojos de todo el mundo? ¡Necesidades! La palabra en sí ya sugería vejación. Y como todo lo que debía hacerse por perentoria necesidad requería, para ser soportable, la ausencia radical de otras personas… o por lo menos su supuesta ausencia: un bosque, si uno se encontraba en el campo; un matorral, si a uno le acometía en campo abierto, o como mínimo un surco del arado o el crepúsculo o, en su defecto, una explanada donde nadie pudiera ser visto desde un kilómetro a la redonda. ¿Y en la ciudad? ¿En la ciudad de las multitudes, donde nunca oscurecía realmente, donde ni siquiera un solar ruinoso ofrecía una seguridad satisfactoria contra las miradas indiscretas? En la ciudad, lo único que servía para distanciarse de la gente era un cobertizo con una buena cerradura y un cerrojo. Quien no poseía este refugio seguro para sus necesidades, era el ser más miserable y digno de lástima. Con libertad o sin ella. Jonathan habría podido arreglarse con poco dinero. Podía imaginarse con una chaqueta raída y unos pantalones rotos. Si le apuraban y si movilizaba toda su fantasía romántica, incluso le parecía concebible dormir sobre un pedazo de cartón y limitar la intimidad de su propio techo a cualquier rincón, a una reja de calefacción, a la escalera de una estación de metro. Pero cuando en una gran ciudad no se tenía una puerta que cerrar detrás de sí para cagar —aunque fuera la puerta del retrete del piso—, cuando se carecía de esta libertad, la más importante, la libertad de aislarse de los demás para hacer las propias necesidades, todas las otras libertades no tenían ningún valor. Entonces la vida ya no tenía sentido. Entonces era mejor estar muerto.

Cuando Jonathan llegó a la conclusión de que la esencia de la libertad humana consistía en la posesión de un retrete comunitario y que él disponía de esta libertad esencial, le invadió un sentimiento de profunda satisfacción. ¡Sí, había acertado al organizar su vida de este modo! Su existencia era un acierto total. No había en ella absolutamente nada que deplorar o motivo alguno para envidiar a otros.

En lo sucesivo se plantó con las piernas más firmes ante las puertas del Banco. Permanecía allí como si fuera de bronce. Aquella complacencia y seguridad en sí mismo que había atribuido hasta ahora a la persona del clochard, se le habían instilado como metal fundido, formado un blindaje en su interior y aumentado su fuerza. De ahora en adelante nada podría quebrantarle y ninguna duda podría hacerle vacilar. Había encontrado la serenidad de la esfinge. En cuanto al clochard, experimentaba hacia él —cuando se cruzaban o le veía sentado en alguna parte— aquel sentimiento que suele calificarse de tolerancia: una tibia mezcla de asco, desprecio y compasión. El hombre ya no le conmovía. Le resultaba indiferente.

Le había sido indiferente hasta el día de hoy, en que Jonathan se hallaba sentado en el Square Boucicaut, troceando sus roscas de pasas y bebiendo leche de la bolsa. En general iba a almorzar a su casa, ya que vivía a sólo cinco minutos de aquí. En su casa solía prepararse algo caliente sobre la placa eléctrica, una tortilla, huevos fritos con jamón, fideos con queso rallado, el resto de una sopa de la víspera, una ensalada y café. Hacía una eternidad que no se sentaba en un banco del parque para comer roscas de pasas y beber leche de una bolsa. En realidad, lo dulce no le gustaba mucho. Y la leche tampoco. Sin embargo, hoy ya había gastado cincuenta y cinco francos en la habitación del hotel y se le habría antojado un derroche entrar en un café y pedir una tortilla, ensalada y cerveza.

El clochard, en el otro banco, ya había terminado de comer. Después de las sardinas y el pan, había comido queso, peras y galletas, bebido un gran trago de la botella de vino, exhalado un suspiro de satisfacción y enrollado después su chaqueta como una almohada, apoyado en ella la cabeza y estirado sobre el banco el cuerpo maloliente y ahíto para hacer la siesta. Ahora dormía. Acudió una bandada de gorriones a picotear las migas y a continuación, atraídas por los gorriones, llegaron tambaleándose hasta el banco algunas palomas, que picotearon con sus picos negros las cabezas de las sardinas, arrancadas de un mordisco. Las aves no molestaron al clochard, que dormía profunda y pacíficamente.

Jonathan le contempló y, mientras le contemplaba, le asaltó una inquietud extraña. Esta inquietud no se debía a la envidia, como en otro tiempo, sino a la perplejidad. ¿Cómo era posible —se preguntó— que este hombre siguiera viviendo a sus cincuenta y pico años? ¿Acaso su modo de vivir absolutamente desordenado no tendría que haberle matado hacía tiempo de hambre, de frío, de una cirrosis hepática… o de lo que fuera? En lugar de esto, comía y bebía con el mayor apetito, dormía el sueño de los justos y causaba la impresión, con sus pantalones remendados —que, por supuesto, ya no eran los mismos que se había bajado en la rue Dupin, sino unos pantalones de pana relativamente nuevos, casi elegantes, aunque también remendados aquí y allá— y su chaqueta de algodón, de ser una personalidad bien formada, en la mejor armonía consigo misma y con el mundo, que disfrutaba de la vida… mientras él, Jonathan —y su perplejidad fue en aumento hasta convertirse en una especie de confusión nerviosa—, que había sido durante toda su vida un hombre honrado y decente, modesto, casi un asceta, limpio y siempre puntual, obediente, digno de confianza, decoroso… y que se había ganado hasta el último
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que poseía y pagado siempre al contado la factura de la electricidad, el alquiler, el aguinaldo navideño de la concierge… y nunca contraído deudas ni vivido a expensas de nadie, ni siquiera estado enfermo e incidido con ello en el bolsillo de la seguridad social… nunca hecho daño a nadie, nunca, ni querido nada más en la vida que alcanzar y asegurarse la propia, modesta y pequeña paz de espíritu… él, a sus cincuenta y tres años, se veía abocado a una tremenda crisis que trastornaba todos sus planes, cuidadosamente elaborados, le desconcertaba y confundía y le obligaba a comer roscas de pasas por puro miedo y desorientación. ¡Sí, tenía miedo! Dios sabía que temblaba y tenía miedo al contemplar a este clochard dormido: tenía de repente un miedo terrible a convertirse en un hombre desorganizado como el que dormía en el banco. ¡Con qué rapidez podía uno empobrecerse y venir a menos! ¡Qué deprisa se desmoronaban los cimientos al parecer sólidos de la propia existencia! «Te ha pasado por alto la limusina de Monsieur Roedels —volvió a pensar—. Lo que jamás debía haber sucedido, ha ocurrido hoy: no has visto llegar la limusina. Y si hoy te ha pasado por alto la limusina, mañana puedes olvidarte de todo el servicio, o perder la llave de la verja y el mes próximo serás ignominiosamente despedido y no encontrarás otro trabajo porque, ¿quién da empleo a un informal? Del subsidio de paro nadie puede vivir, de todos modos hace mucho rato que has perdido tu habitación, en ella vive una paloma, una familia de palomas que la ensucia y estropea, las cuentas del hotel suben hasta el infinito, tú te emborrachas por la desesperación, bebes cada vez más, gastas todos tus ahorros en bebida, te entregas sin remedio al alcohol, enfermas, te abandonas, te llenas de piojos, te degeneras, te echan de la última pensión, la más barata, ya no te queda un solo
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, estás ante la nada, estás en la calle, duermes, vives en la calle, cagas en la calle, ¡estás acabado, Jonathan, estarás acabado antes de que termine el año y yacerás sobre un banco del parque como un clochard, vestido con harapos, como ese desgraciado hermano tuyo!».

Tenía la boca seca. Desvió la mirada del hombre dormido y tragó con un esfuerzo el último bocado de la rosca de pasas, que tardó una eternidad en llegar al estómago, arrastrándose por el tubo digestivo con lentitud de caracol; a veces parecía detenerse y oprimía dolorosamente, como si un clavo le perforase el pecho, y Jonathan temía asfixiarse con este asqueroso bocado. Pero luego continuó descendiendo, trocito a trocito, y por fin llegó al final y el dolor de los espasmos desapareció. Jonathan respiró profundamente. Ahora quería irse, no quería permanecer aquí por más tiempo, aunque todavía le sobraba media hora. Ya estaba harto, el lugar le era antipático. Se sacudió con el dorso de la mano las pocas migas de rosca que, pese a su cuidado, le habían caído mientras comía sobre los pantalones de uniforme, se alisó la raya, se levantó y se marchó sin dirigir una última mirada al clochard.

Ya había llegado a la rue de Sèvres cuando se le ocurrió que había dejado la bolsa de leche vacía sobre el banco del parque y esto le resultó desagradable, pues detestaba que otras personas dejaran desperdicios en los bancos o simplemente los tirasen por la calle en lugar de echarlos donde debían, o sea, en las papeleras distribuidas por doquier. Él mismo no había tirado nunca nada al suelo ni dejado nada en un banco del parque, ni siquiera por descuido o distracción, algo así no le sucedía nunca… y por esto no quería que le sucediera hoy, precisamente hoy, este día aciago en que ya habían sucedido tantas cosas malas. Estaba ya en la pendiente, empezaba a portarse como un loco, como un individuo irresponsable, casi antisocial. ¡Olvidarse de la limusina de Monsieur Roedels! ¡Comer roscas de pasas en el parque! Si no tenía cuidado, sobre todo en las cosas pequeñas, y no ponía coto enérgicamente a las distracciones al parecer secundarias, como dejar esta bolsa de leche, pronto perdería toda fuerza moral y nada podría detener su caída en la indignidad.

Volvió, pues, sobre sus pasos y regresó al parque. Vio ya desde lejos que el banco donde se había sentado continuaba libre y distinguió con alivio al acercarse el cartón blanco del envase a través de las tablas pintadas del respaldo. Por lo visto su distracción no había sido observada por nadie, aún podía reparar la imperdonable falta. Se acercó por detrás del banco, se inclinó por encima del respaldo, cogió la bolsa con la mano izquierda y se enderezó de nuevo, imprimiendo al cuerpo un decidido giro hacia la derecha, más o menos en la dirección de la papelera más cercana… y notó en los pantalones un súbito tirón hacia abajo al que no pudo ceder porque fue demasiado repentino y le sorprendió en medio de aquel movimiento giratorio en el sentido opuesto. Y se produjo simultáneamente un feo crujido, un fuerte «ris, ras» y notó en la piel del muslo izquierdo el roce de una corriente que revelaba la entrada libre del aire exterior. Por un momento quedó tan horrorizado que no se atrevió a mirar. Además, aún le parecía oír sonar en sus oídos el eco del «ris, ras», que se le antojaba de un volumen suficiente para que se hubiera producido un desgarrón no sólo en sus pantalones, sino en sí mismo, en el banco, en todo el parque, como la grieta abierta por un terremoto, y para que lo hubiese oído toda la gente de los alrededores y ahora le mirasen, indignados, como al causante de ello. Sin embargo, nadie le miraba. Las viejas seguían haciendo punto, los viejos seguían leyendo sus periódicos, los escasos niños que jugaban en la pequeña explanada continuaban bajando por el tobogán y el clochard seguía dormido. Jonathan bajó lentamente la mirada. El desgarrón tenía unos doce centímetros de longitud. Empezaba en el borde inferior del bolsillo del pantalón izquierdo, que se había enganchado en un clavo saliente del banco al hacer aquel giro, bajaba por el muslo, pero no con limpieza, a lo largo de la costura, sino en medio de la bonita gabardina de los pantalones de uniforme, y terminaba describiendo un ángulo recto del grueso de dos pulgares hacia la raya del pantalón, de modo que no se había abierto un discreto corte en la tela, sino un agujero inmenso sobre el que ondeaba una banderita triangular.

Jonathan notó que la adrenalina le invadía la sangre, aquella sustancia picante sobre la que había leído una vez que brotaba de las glándulas suprarrenales en los momentos de mayor peligro físico y de mayor emoción, a fin de movilizar las últimas reservas del cuerpo para la huida o para una lucha a vida o muerte. De hecho, tenía la impresión de estar herido. Le parecía que no sólo se había desgarrado los pantalones, sino que su propia carne había recibido una herida de doce centímetros de la que manaba su sangre, su vida, aunque fluyese por un circuito interior cerrado, y que moriría sin remedio a causa de esta herida si no lograba cerrarla lo antes posible. Pero nuevamente acudió la adrenalina, que le animó de forma maravillosa cuando ya creía estar desangrándose. El corazón le latió con fuerza, y tanto su ánimo como sus pensamientos adquirieron de pronto una gran claridad y determinación: «¡Tienes que actuar inmediatamente —gritó algo dentro de él—, tienes que emprender al instante alguna acción para cerrar este agujero, de lo contrario, estás perdido!» y mientras se preguntaba qué podía emprender, supo la respuesta, tan rápido es el efecto de la adrenalina, esa magnífica droga, y tan alado el efecto del miedo sobre la inteligencia y la energía. Resuelto, se pasó a la mano derecha la bolsa de leche que aún sostenía con la mano izquierda, la apretujó y la tiró a cualquier parte, al césped, al sendero de grava, no se fijó en absoluto. Colocó la mano izquierda sobre el desgarrón del muslo y se alejó, manteniendo la pierna izquierda lo más rígida posible para que la mano no se desplazara y, haciendo oscilar con fuerza la mano derecha, al paso brioso y basculante propio de los cojos, salió corriendo del parque y subió por la rue de Sèvres; tenía apenas media hora de tiempo.

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