La pella

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: La pella
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José Ángel Mañas

La pella

Leer-e

Colección: libr-e

Directores de Colección: Martín Casariego y Marta Rivera de la Cruz

Diseño de colección: ZAC diseño gráfico

Maqueta de cubierta: ZAC diseño gráfico

© Leer-e 2006 S. L.

© José Ángel Mañas, 2011

ISBN: 978-84-15370-60-4

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Leer-e 2006 S.L

Monasterio de Irache 74, Trasera, 31011 - Pamplona

Primera parte
1

—Kiko, tío, ez que no me ezcuchaz.

—¡Venga, chicos! ¡Todos p'arriba!

Kiko se estaba poniendo cuatro «tiros» sobre la billetera con la ayuda de su carné de identidad. Lo hacía con una agilidad sorprendente y sin apartar la vista de los diminutos futbolistas que correteaban por la pantalla de una antiquísima Grundig.

A Kiko sólo le faltaba un hoyuelo para tener la misma barbilla que Kirk Douglas. Era grandullón y, como había sido deportista de joven, tenía buen cuerpo. Vestía una sudadera con capucha con el logotipo de Adidas impreso en azul a la altura del pecho y las inevitables zapatillas New Balance.

Era, por lo demás, dos años mayor que Borja.

—Tronco, qué pase más bueno. Igual que Laudrup. Qué hostias. ¡Mejor! Quien tuvo retuvo, y el Rafa es la hostia. No tenían que habérselo llevado a Italia. ¡No pinta nada con tanto macarroni! Mira Pietro. Te coloca una farlopa pésima, y de paso, si puede, te levanta la novia...

—Tío, que mi novia ez italiana.

—Pero es una tía. Son
ellos
los que me rayan. No tienen moral, tronco.

Borja esnifó lo suyo y devolvió la billetera.

Kiko rebañó lo que quedaba con el dedo gordo.

—¡Qué porterazo, tronco! Menudo profesional, Buyo...

Le arrancó el filtro de algodón al pitillo. Luego lamió el borde para pasarlo por los restos de polvo y hacerse lo que llamaba un «nevadito».

—Te eztoy diciendo que me ha telefoneado el Nacle, ¿me ezcuchaz?

—¡El Rafita, tronco! ¡Mari Pili! Insoportable cuando tiene la regla. Y Buyo, jodido gallego. Qué chicharro nos han metido. ¡Pero qué coño haces...!

—He venido para que hablemoz —insistió Borja, que había apagado la tele.

Parecía la única manera de que le prestara atención.

—Zi vaz a zeguir haciendo el chorra, me piro.

En eso sonó el teléfono.

Borja meneó la cabeza y se dejó caer en el sofá de flores.

Resultaba imposible hablar con su amigo en serio.

Mientras se entretenía con el pañito de ganchillo que protegía el brazo del sofá, oyó a Kiko en la cocina: «Tronco. No me des la vara con tus Ray-Ban, que no soy tu niñera. Llama al Ruso, y a mí me dejas en paz. Se te va la olla y luego pasa lo que pasa. No agobies, Pentium, que tengo cosas que hacer. Hala, con Dios».

Aquello hizo que Borja sonriera a su pesar.

—A ver. Y tú, ¿qué? —dijo Kiko, nada más volver.

—Puez nada. Que en ezte último mez no zé qué ha pazado, pero al Nacle le debo máz de cien mil pelaz, y no para de llamarme. Me eztá agobiando, y le he prometido que el lunez le pagamoz parte. Habíaz dicho que ezta zemana ibaz a conzeguir cincuenta talegoz. ¿Loz tienez o no, tío?

—Pues mira —Kiko se rebuscó en los bolsillos, muy serio—. Me parece que en estos momentos no llevo nada suelto...

—Tío, te eztáz quedando conmigo. Porque la coca noz la hemoz ventilado juntoz, pero quien debe pelaz al Nacle zoy yo. Ezto me paza por juntarme con un cocainómano...

Aquello le ganó un empujón.

—Borja, te estás pasando. Tío, ¡te has pasado!

Kiko se salió meneando la cabeza al balcón, que daba sobre la Emetreinta.

Anochecía y docenas de pares de luces circulaban por la autopista. En la otra orilla del nudo de O'Donnell se podía ver el Pirulí, la torre de Televisión Española, erguida y puntiaguda como una catedral.

Borja se acodó a su lado en la barandilla; pero, antes de que abriera la boca, el otro lo interrumpió con un gesto.

—¡Te pasas el día lloriqueando, tronco! Te crees que tienes muchos problemas. Que eres el ombligo del mundo. ¡Pues desengáñate! Todos tenemos movidas, y no tenemos familias como la tuya para sacarnos las castañas del fuego...

—No zé a qué viene ezo ahora.

—Viene a que llevas toda la tarde jodiéndome la marrana...

Kiko se encendió otro pitillo. Le dio un par de caladas rápidas.

—Te pasas la puñetera vida dando la vara con tus movidas, sin darte cuenta de a quién se las cuentas. A ver, ¿te he agobiado yo alguna vez con mis marrones...?

Borja musitó que lo dejase. Se sentía muy estúpido. Sin embargo a Kiko, cuando le daban cuerda, era difícil pararlo. Ahora no dejaba de gesticular, con el cigarro en la mano.

—¡Hay que fastidiarse! Vienes a mi casa, te pones hasta las orejas, me llamas cocainómano y luego quieres que lo dejemos... A ver, tipo listo. ¿Sabes cuánto debo yo? Si tuvieras a un mafioso como el Tijuana detrás de ti, sabrías lo que son problemas. ¡Eso sí que es serio! Y no el Nacle —enseñó un colmillo desdeñoso—. ¡Menudo payaso! Al Nacle lo llamo yo mañana y le doy dos collejas...

Borja se sintió aún peor y, viendo que Kiko le daba la espalda, posó una mano conciliadora sobre su hombro.

—Venga. Vamoz a tomarnoz una copa, que invito yo...

Su amigo perdía la vista por la autopista.

—Pues no sé yo si ahora me apetece...

—No zeaz moña y dime adónde quierez que vayamoz.

2

Al salir por la boca del metro, en Alonso Martínez, los recibió una noche clara y casi primaveral.

Era de las primeras noches en las que se podía salir sin chupa, con la Semana Santa a la vuelta de la esquina, y eso resultaba especialmente agradable tras un invierno duro como el que empezaban a dejar atrás.

La plaza de Santa Bárbara, en lo alto de la calle Génova, con sus bares y cafeterías, estaba más abarrotada que nunca: animaba ver a tanta gente en la calle.

Dejando la luna iluminada de la cafetería Santander a su derecha, bajaron por la acera en dirección a Fernando VI, y se metieron en uno de los primeros garitos que encontraron.

Como era temprano, el pincha había dejado puesto un disco y conversaba con el camarero.

—Ya lo que me faltaba... —exclamó Borja, que acababa de ver a Nico, uno de sus primos, sentado a una de las mesas al fondo, con una amiga.

En casa últimamente siempre se lo ponían como ejemplo de chico responsable, y estuvo tentado de escabullirse. Pero Nico ya le hacía señas de que fuera, de modo que se acercó a saludarlo y, de paso, le dio los besos de rigor a la chica.

Luego se giró hacia la sonrisa amarilla que lo acompañaba.

—Kiko. Un amigo —lo presentó.

—Yo soy Marta... Encantada.

Era una pija malota, con pantalones ajustados y camiseta de marca Bones, no muy diferente de tantas otras con las que se cruzaban cada noche.

Tenía el pelo liso y teñido de negro, la raya al medio y labios carnosos.

Kiko le plantó dos besos empalagosos mientras el camarero se acercaba a atenderlos.

Cuando les trajeron los cubatas, Borja se estuvo con Nico y Kiko pegó la hebra con la chica.

Al rato ella ya le contaba cómo un colega suyo se había subido de Marruecos veinticinco gramos de un polen «que te cagas».

—Qué pasa, que tú no te pones, ¿verdad? Haces bien. Conozco a un tío de Majadahonda que se comió un tripi entero él solo y se quedó p'allá... —La chica meneaba la cabeza con tristeza—. Un buen colega mío.

A Borja, oyendo aquello, le entraron ganas de reír.

—No fastidies. Mira que comerse, ¿cuánto has dicho? —repuso Kiko, juguetón—. Pues ahora que lo mencionas, alguna vez también yo... Pero un cuartito, que ya
es mucho, y en el campo y de día. Con colegas. De tranqui...

—Es de mi clase —explicó Nico—. Me está dando la vara con que quiere pillar un poco de farla. Tú no sabrás dónde pillar ahora, ¿verdad?

—Yo últimamente ya zabez que no controlo mucho...

Borja le dio un nuevo trago a su copa.

Se le habían derretido los hielos.

Viendo que los otros se incorporaban y que Kiko sacaba la billetera, lo retuvo por la manga.

—Voy al baño. A ponerle un tiro —explicó Kiko, encogiéndose de hombros.

Nico miró hacia otro lado.

Borja habría preferido deshacerse de su primo, pero a Kiko le había molado la chica, y al final fueron juntos a otro bar de la zona. Mientras pedía una nueva ronda, los miró de reojo: se estaban dando la paliza contra la pared.

—Joder con tu amigo —comentó Nico.

Tuvieron que esperar a que se cansaran de magrearse para que Kiko se acercara a por su copa.

Borja indicó con la barbilla dos vasos sobre la barra.

—Tú sí que eres un colega. Borja, tronco, ¿vienes al baño?

Nico se había acercado a comentarle algo a su amiga y Borja, tras pensárselo un momento, asintió.

3

—Menuda loba, la pijita...

Kiko aplastaba la coca. Se habían encerrado en un retrete con el suelo encharcado de orín donde varios grafitis sin gracia embadurnaban el alicatado. Según lo decía se inspeccionó cómicamente la camiseta.

—Casi me la rompe, ¿has visto?

Borja asintió, algo cansino, aunque enseguida se animó al sentir que le bajaba por la garganta el sabor amargo de la coca.

Al cabo, salieron del baño...

Entonces Kiko, que más que ojos tenía escáner, lo agarró del brazo y lo arrastró otra vez dentro.

—¡El Tijuana! —exclamó—. ¡Como me vea, me mata! ¡Y ha sido boxeador profesional, tío!

Su mandíbula parecía una máquina de escribir, y a Borja se le contagió el nerviosismo.

Unos momentos después la puerta se abría y entraba un tiparraco de treinta y pocos años, bajito pero fibroso, la nariz rota, la cara picada de viruela.

Kiko tuvo el tiempo justo de encerrarse en el retrete, y Borja, que se había colocado ante un orinal, nada más desabrocharse la bragueta oyó el sonoro chorro del vecino.

—No sale, ¿eh?

—¿Quién?

—¿Cómo que
quién
...?

Tijuana se cerró la cremallera con un movimiento brusco.

Lo miró con el ceño fruncido, como diciendo: «¿No te estarás riendo de mí?».

Aquellos instantes fueron como una eternidad para Borja, quien no supo qué cara poner hasta que, por fin, una tenue sonrisa iluminó el rostro del macarra.

—Eres un tipo gracioso —dijo mientras se lavaba las manos.

Borja respiró...

Dos ojillos reflejados en el espejo lo hipnotizaban como una serpiente. No obstante, los labios finos como cicatrices esbozaban una sonrisa tranquilizadora.

—¿Qué? ¿Sigue sin salir?

Tijuana se secó las manos, sacó la billetera y se dirigió al retrete.

—¿Terminamos ya?

Estaba acostumbrado a que le hicieran caso cuando pedía las cosas y se encaró con la puerta del retrete para dar un par de golpes con los nudillos. «Gafotas, a lo tuyo», añadió, viendo que un universitario se giraba desde otro orinal.

Levantó la voz y aporreó la puerta con la palma abierta.

—¡Y tú sal ya, que estoy cansado de esperar!

Borja no paraba de manosear la pastilla de jabón. ¡La cara que se le debía de estar poniendo a Kiko!

Mientras su cerebro daba vueltas, intentando buscar una solución milagrosa, el universitario se acercó a pedir explicaciones.

—Perdona. Yo no te he...

Pero un certero manotazo envió las gafas de pasta volando hasta al suelo.

El chaval las recogió, con el moflete enrojecido, y se apresuró a salir.

—A ver zi ezta vez lo conzigo... —dijo Borja, volviendo al orinal.

—Más te vale, porque me estoy rayando, ¡y mucho!

El Tijuana se mesaba el pelo. Resopló pesadamente y se dirigió a la puerta.

—Mira —empezó de nuevo—. Normalmente suelo ser una persona
bastante
tranquila. No comprendo
por qué cojones
intentas hincharme las pelotas. Abre la puñetera puerta y sal de una vez, gilipollas... No quiero repetirlo dos veces.

Calló un momento, hasta que comprobó que sus palabras no surtían efecto, y entonces soltó una exclamación incrédula.

Su pie taconeaba ligeramente sobre el suelo.

De repente se le ocurrió una idea: se puso de rodillas y agachó la cabeza.

Había un palmo entre la puerta y el gres.

—¡Te cacé! —exclamó metiendo el brazo hasta el hombro—. ¡Te voy a sacar por debajo de la puerta! ¡Y si no sales entero, te arranco la pierna!

Borja quiso apartarlo...

Pero se ganó un empellón y, al resbalar, un coscorrón contra el orinal.

Mientras permanecía grogui en el suelo, sintiendo que su pantalón se pringaba de meado, la puerta de los servicios se abrió y apareció el universitario con las gafas rotas todavía en la mano.

Lo acompañaban un camarero y el gorila de la entrada.

Los dos se abalanzaron sobre el Tijuana, que no soltaba presa.

Unos momentos después, Nico y la chica vieron desde la barra cómo Kiko y Borja salían corriendo del cuarto de baño y atravesaban el local a toda prisa.

Los dos amigos estaban lívidos.

Kiko iba detrás, cojeando ligeramente.

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