La peste (13 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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Tarrou continuaba, así, observando a sus personajes favoritos. Por él se sabía que también el viejecito de los gatos vivía la tragedia. Una mañana, en efecto, se habían oído disparos y, como decía Tarrou, el plomo escupido sobre los gatos había matado a la mayor parte y aterrorizado a los otros, que habían huido de la calle. El mismo día, el viejecito había salido al balcón a la hora habitual, había demostrado cierta sorpresa, se había asomado, había escrutado los confines de la calle y se había resignado a esperar. Daba golpecitos con la mano en la barandilla del balcón. Después de esperar un rato y de haber dejado caer en pedacitos un poco de papel, se había metido en su cuarto, había vuelto a salir después y al cabo de cierto tiempo había desaparecido bruscamente, cerrando detrás de sí, con cólera, las contraventanas. En los días siguientes se había repetido la misma escena, y se podía leer en los rasgos del viejecito una tristeza y un desconcierto cada vez más manifiestos. Una semana después, Tarrou esperó en vano la aparición cotidiana: las ventanas continuaron obstinadamente cerradas sobre una tristeza bien comprensible. "En tiempos de peste, prohibido escupir a los gatos", esta era la conclusión de los apuntes.

Por otra parte, Tarrou, cuando volvía por la noche, estaba siempre seguro de encontrar en el vestíbulo la figura sombría del sereno que se paseaba de un lado para otro. El sereno no cesaba de recordar a todo el mundo que él había previsto lo que iba a pasar. A Tarrou, que reconocía haberle oído predecir una desgracia, pero que le recordaba su idea del temblor de tierra, le decía: "¡Ah, si fuera un temblor de tierra! Una buena sacudida y no se habla más del caso… Se cuentan los muertos y los vivos y asunto concluido. ¡Mientras que esa porquería de enfermedad! Hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón."

El gerente estaba igualmente abrumado. Al principio, los viajeros imposibilitados de dejar la ciudad habían permanecido en el hotel, pero poco a poco, en vista de lo que se prolongaba la epidemia, muchos habían preferido alojarse en casas de amigos. Y la misma razón que había llenado en un principio todos los cuartos del hotel los mantenía ahora vacíos, puesto que ya no llegaban más viajeros a la ciudad. Tarrou era uno de los pocos que habían quedado y el gerente no perdía nunca la ocasión de hacerle notar que si no fuera por su deseo de complacer a sus últimos clientes, habría cerrado hacía tiempo el establecimiento. Muchas veces pedía a Tarrou que calculase la probable duración de la epidemia: "Parece ser, decía Tarrou, que los fríos son contrarios a este género de enfermedades." El gerente se enloquecía: "Pero aquí no hace realmente frío, señor. Y en todo caso, nos faltan todavía varios meses."' Además estaba seguro de que durante mucho tiempo los viajeros procurarían evitar la ciudad. Esta peste era la ruina del turismo.

En el comedor, después de una corta ausencia, se vio aparecer al señor Othon, el hombre lechuza, pero seguido solamente de los dos perritos amaestrados. La causa era que la mujer había cuidado y enterrado a su madre y tenía que sufrir cuarentena.

—Esto no me gusta —decía el gerente a Tarrou—. Con cuarentena o sin ella, es sospechosa, y en consecuencia ellos también.

Tarrou le hacía comprender que desde ese punto de vista todo el mundo era sospechoso. Pero él era categórico y tenía sus posiciones bien tomadas.

—No, señor Tarrou, ni usted ni yo somos sospechosos. Ellos sí lo son.

Pero el señor Othon no cambiaba por tan poca cosa y entraba siempre igual en la sala del restaurante, se sentaba antes que sus hijos y les dirigía frases distinguidas y hostiles. Sólo el niño había cambiado de aspecto. Vestido de negro, como su hermana, un poco más encerrado en sí mismo, parecía una pequeña sombra de su padre. El sereno, que no quería al señor Othon, había dicho a Tarrou:

—¡Ah! Éste reventará vestido. Así no hará falta mortaja. Se irá derecho.

El sermón del Padre Paneloux estaba también registrado en los apuntes, pero con el comentario siguiente: "Comprendo este simpático ardor. Al principio de las plagas y cuando ya han terminado, siempre hay un poco de retórica. En el primer caso es que no se ha perdido todavía la costumbre, y en el segundo, que ya ha vuelto. En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir al silencio. Esperemos."

Tarrou anota también que ha tenido una larga conversación con el doctor Rieux de la que sólo recuerda que tuvo buenos resultados. Señala también el color castaño claro de los ojos de la madre de Rieux, afirmando caprichosamente que, en su opinión, una mirada donde se lee tanta bondad será siempre más fuerte que la peste, y consagra también largos párrafos al viejo asmático cuidado por Rieux.

Había ido a verle, con el doctor, después de su entrevista. El viejo había acogido a Tarrou con risitas, frotándose las manos. Estaba en la cama, pegado a la almohada, inclinado sobre sus dos cazuelas de garbanzos. "¡Ah! otro más —había dicho al ver a Tarrou—. Esto es el mundo al revés: más médicos que enfermos. La cosa va de prisa ¿eh? El cura tiene razón, está bien merecido." Al día siguiente Tarrou había vuelto sin anunciarse.

Según los apuntes, el viejo asmático, dueño de una mercería en su provincia, había creído que a los cincuenta años ya había trabajado bastante. Se había acostado, en vista de esto, y no había vuelto a levantarse. Su asma se relacionaba con la postura vertical. Una pequeña renta le había ayudado a llegar a los setenta y cinco años que llevaba alegremente. No podía soportar la vista de un reloj y por lo tanto no había ni uno en su casa. "Un reloj —decía— es una cosa cara y estúpida." Calculaba el tiempo y sobre todo la hora de las comidas, que era la única que le importaba, con sus dos cazuelas, una de las cuales estaba siempre llena de garbanzos cuando se despertaba. Con aplicación y regularidad iba llenando ininterrumpidamente la otra, garbanzo a garbanzo. Así tenía sus colaciones en un día medido por cazuelas. "Cada quince cazuelas —decía— necesito un tentempié. Es muy sencillo."

De creer a su mujer, había dado ya desde muy joven signos de su vocación. Nada le había interesado nunca, ni su trabajo, ni los amigos, ni el café, ni la música, ni las mujeres, ni los paseos. No había salido nunca de la ciudad, excepto un día en que, obligado a ir a Argel por asuntos de familia, se había bajado en la primera estación, incapaz de llevar más lejos la aventura. Había vuelto a su casa por el primer tren.

A Tarrou, que parecía asombrarse de su enclaustramiento, le había explicado que, según la religión, la primera mitad de la vida de un hombre era una ascensión y la otra mitad un descenso; que en el descenso los días del hombre ya no le pertenecían, porque le podían ser arrebatados en cualquier momento, que por lo tanto no podía hacer nada con ellos y que lo mejor era, justamente, no hacer nada. La contradicción, por lo demás, no le asustaba, pues, en otra ocasión, le había dicho a Tarrou, poco más o menos, que seguramente Dios no existía porque, si existiese, los curas no serían necesarios. Pero por ciertas reflexiones que siguieron a esto Tarrou comprendió que su filosofía estaba estrechamente relacionada con el mal humor que le producían las frecuentes colectas de su parroquia. Lo que acaba el retrato del viejo era un deseo que parecía profundo y que varias veces había manifestado ante su interlocutor: tenía la esperanza de morir muy viejo.

"¿Es un santo?" —se preguntaba Tarrou y él mismo respondía—: "Sí, sí, la santidad es un conjunto de costumbres."

Pero, al mismo tiempo, Tarrou acometía la descripción minuciosa de un día en la ciudad apestada y daba así una idea muy justa de la vida de nuestros conciudadanos durante aquel verano. "No se ríe nadie más que los borrachos —decía Tarrou—, y éstos se ríen demasiado." Después empezaba su descripción.

"Al amanecer, ligeros hálitos recorren la ciudad, todavía desierta. A esta hora, que es la que queda entre las muertes de la noche y las agonías del día, parece que la peste suspende un momento su esfuerzo para tomar aliento. Todas las tiendas están cerradas, pero en algunas el letrero cerrado a causa de la peste atestigua que no abrirán tan pronto como las otras. Los vendedores de periódicos, todavía dormidos, no gritan aún las noticias, sino que, apoyados en las esquinas, ofrecen su mercancía a los faroles con gesto de sonámbulos. De un momento a otro los despertarán los primeros tranvías y se repartirán por la ciudad, llevando bajo el brazo las hojas donde estalla la palabra 'Peste'. ¿Habrá un otoño de peste? El profesor R. responde: 'no'. 'Ciento veinticuatro muertos es el balance del día noventa y cuatro de la peste.'

"A pesar de la crisis del papel, que se hace cada día más aguda y que ha obligado a ciertos periódicos a disminuir el número de sus páginas, se ha fundado un periódico nuevo: el 'Correo de la Epidemia', que se impone como misión 'informar a nuestros conciudadanos, guiado por una escrupulosa objetividad, de los progresos o retrocesos de la epidemia; aportar los testimonios más autorizados sobre el porvenir de la enfermedad; prestar el apoyo de sus columnas a todos los que, conocidos o desconocidos, estén dispuestos a luchar contra la plaga; sostener la moral de la población; transmitir los acuerdos de las autoridades y, en una palabra, agrupar a todos los que con buena voluntad quieran luchar contra el mal que nos hiere'. En realidad, este periódico se ha limitado en seguida a publicar anuncios de nuevos productos infalibles para prevenir la peste.

"Hacia las seis de la mañana todos estos periódicos empiezan a venderse en las colas que se instalan en las puertas de los comercios, más de una hora antes de que se abran, después en los tranvías que llegan abarrotados de los barrios extremos. Los tranvías han llegado a constituir el único medio de transporte y avanzan lentamente, con los estribos y los topes cargados de gente. Cosa curiosa, todos los ocupantes se vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo. En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Con frecuencia estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico.

"Después que pasan los primeros tranvías, la ciudad se despierta poco a poco, los cafés abren sus puertas con los mostradores llenos de letreros: 'No hay café.' 'Traed vuestro azúcar', etc. Después, los comercios se abren, las calles se animan. Al mismo tiempo, la luz crece y el calor cae a plomo del cielo de julio. Es la hora en que los que no tienen nada que hacer se aventuran por los bulevares. La mayor parte parece que se hubiera propuesto conjurar la peste por la exhibición de su lujo. Todos los días de once a dos, hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias. Si la epidemia se extiende, la moral se ensanchará también. Volveremos a ver las saturnales de Milán al borde de las tumbas.

"Al mediodía los restaurantes se llenan en un abrir y cerrar de ojos. Rápidamente se forman en las puertas pequeños grupos de gente que no puede encontrar sitio. El cielo empieza a perder su luminosidad por el exceso de calor. A la sombra de las grandes cortinas los candidatos al alimento esperan su turno, al borde de la acera achicharrada por el sol. Si los restaurantes están atestados es porque para muchos simplifican el problema del avituallamiento. Pero en ellos existe la angustia del contagio. Los clientes pierden largos ratos en limpiar pacientemente los cubiertos. No hace mucho tiempo algunos anunciaban: 'Aquí los cubiertos están escaldados." Pero poco a poco renunciaron a toda publicidad porque los clientes se vieron obligados a acudir. Los clientes, por otra parte, gastan fácilmente el dinero. Los vinos de marca o de cierto renombre, los suplementos más caros son el principio de una carrera desenfrenada. Parece también que en un restaurante se provocaron escenas de pánico porque un cliente se levantó tambaleándose y salió apresuradamente.

"Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento en que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle. A lo largo de las grandes casas grises, el calor escurre sin parar. Son largas horas de prisión que terminan en noches abrasadas que se desploman sobre la ciudad populosa y charladora. Durante los primeros días de calor, de cuando en cuando, sin que se supiera por qué, las noches eran rehuidas. Pero ahora el primer fresco trae un consuelo ya que no una esperanza. Todos salen a la calle, se aturden a fuerza de hablar, se pelean o se desean y bajo el cielo rojo de julio la ciudad, llena de parejas y de ruidos, deriva hacia la noche anhelante. Inútilmente, todas las tardes, en los bulevares, un viejo inspirado, con chambergo y chalina, atraviesa la multitud repitiendo sin parar: 'Dios es grande, venid a Él.' Todos se precipitan, por el contrario, hacia algo que conocen mal o que les parece más urgente que Dios. Al principio, cuando creían que era una enfermedad como las otras, la religión ocupaba su lugar. Pero cuando han visto que era cosa seria se han acordado del placer. Toda la angustia que se refleja durante el día en los rostros, se resuelve después, en el crepúsculo ardiente y polvoriento, en una especie de excitación rabiosa, una libertad torpe que enfebrece a todo un pueblo.

"Y yo también, igual que ellos. Pero ¡qué importa!, la muerte no es nada para los hombres como yo. Es un acontecimiento que les da la razón."

Había sido Tarrou el que había pedido a Rieux la entrevista de que habla en sus apuntes. La tarde que le esperaba, el doctor Rieux estaba mirando a su madre, tranquilamente sentada en una silla en un rincón del comedor. Allí era donde pasaba sus días cuando el cuidado de la casa no la tenía ocupada. Con las manos juntas sobre las rodillas, esperaba. Rieux no estaba muy seguro de que fuese a él a quien esperaba. Sin embargo, algo cambiaba en el rostro de su madre cuando él aparecía. Todo lo que una larga vida laboriosa había puesto de mutismo en ese rostro, parecía animarse un momento. Después volvía a caer en el silencio. Aquella tarde, la vio mirando por la ventana la calle desierta. El alumbrado nocturno había sido disminuido en dos tercios y sólo muy de cuando en cuando una lámpara aclaraba débilmente las sombras de la ciudad.

—¿Es que van a conservar el alumbrado reducido durante toda la peste? —dijo la señora Rieux.

—Probablemente.

—Con tal que no dure hasta el invierno. Entonces resultaría demasiado triste.

—Sí —dijo Rieux.

Vio que la mirada de su madre se posaba en su frente. Rieux sabía que la inquietud y el exceso de trabajo de los últimos días lo habían demacrado mucho.

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