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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (19 page)

BOOK: La piel del tambor
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—¿De veras no la hay?

—No, si conseguimos ganar esta batalla.

Quart la miró con interés:

—Parece una cuestión personal.

—Es una cuestión personal —admitió ella con sencillez—. Me quedé aquí para eso. Vine a Sevilla intentando resolver algunos problemas, y en este lugar hallé la solución.

—¿Problemas profesionales?

—Sí. Una crisis, supongo. Ocurre de vez en cuando. ¿Tuvo ya la suya?

Quart negó con la cabeza, cortés, con el pensamiento en otra parte. He de pedir su ficha a Roma, anotaba mentalmente. Cuanto antes.

—Hablábamos de usted, hermana Marsala.

Los ojos claros se entornaron entre las arrugas que cercaban los párpados de la mujer. Nadie hubiese podido afirmar que aquello fuera exactamente una sonrisa:

—¿Siempre es tan reservado, o se trata de una pose?… Por cierto, llámeme Gris. Lo otro suena ridículo; mire mi aspecto. Pero le estaba diciendo que vine aquí a ordenar mi corazón y mi cabeza, y encontré la respuesta en esta iglesia.

—¿Qué respuesta?

—La que todos andamos buscando. Una causa, supongo. Algo que justifique en qué creer y por qué luchar —se quedó un rato callada y luego añadió, un poco más bajo—: Una fe.

—La del padre Ferro.

Se lo quedó mirando otra vez en silencio. La trenza gris estaba medio deshecha, y ella la sujetó entre dos dedos y volvió a trenzarse el cabello sin apartar los ojos de Quart.

—Cada uno tiene su propio tipo de fe —dijo por fin—. Algo muy necesario en este siglo que agoniza con tan malos modos, ¿no le parece?… Todas las revoluciones fueron hechas y se perdieron. Las barricadas están desiertas, y los héroes solidarios se han convertido en solitarios que se agarran a lo que pueden para sobrevivir —los ojos claros lo observaron, inquisitivos—. ¿No se sintió nunca como uno de esos peones de ajedrez pasados, que se olvidan en un rincón del tablero y oyen apagarse a su espalda el rumor de la batalla mientras intentan mantenerse erguidos, preguntándose si queda en pie un rey al que seguir sirviendo?

Recorrieron la iglesia. Gris Marsala le mostró a Quart la única pintura que valía la pena: una Purísima atribuida sin mucha convicción a Murillo, que presidía la entrada a la sacristía desde la nave, junto al confesionario. Anduvieron después hasta la cripta, cerrada con una verja de hierro sobre escalones de mármol que se perdían en la oscuridad, y la mujer explicó que iglesias pequeñas como aquella no solían tenerla. Sin embargo. Nuestra Señora de las Lágrimas gozaba de privilegio especial. Catorce duques del Nuevo Extremo yacían allí, incluyendo los fallecidos antes de la construcción de la iglesia. A partir de 1865 la cripta cayó en desuso, y los enterramientos se efectuaron en el panteón familiar de San Fernando. La única excepción había sido Carlota Bruner.

—¿Qué ha dicho?

Quart tenía apoyada una mano sobre el arco de entrada a la cripta, ornado por una calavera sobre dos tibias. El frío de la piedra le helaba la sangre en la muñeca.

Gris Marsala se volvió, sorprendida por el tono incrédulo del sacerdote.

—Carlota Bruner —repitió, aún confusa—. Tía abuela de Macarena. Murió a principios de siglo y fue enterrada en esta cripta.

—¿Podemos ver la tumba?

Había una ansiedad mal disimulada en la voz de Quart. La mujer seguía observándolo, indecisa.

—Claro.

Fue a la sacristía en busca de un manojo de llaves, y tras descorrer el cerrojo de la verja hizo girar un anticuado interruptor de porcelana. Una bombilla de pocos vatios, cubierta de polvo, iluminó los escalones. Quart inclinó la cabeza, y tras un corto descenso se encontró en un pequeño recinto de planta cuadrada, con las paredes cubiertas de lápidas mortuorias dispuestas en tres pisos. Los muros de ladrillo tenían grandes cercos blancos y negros de humedad, y flotaba en el aire un olor a moho y falta de ventilación. Una de las paredes ostentaba, tallado en mármol, un escudo heráldico con la divisa:
Oderint dum probent
. Que me odien con tal de que me respeten, tradujo para sí. Lo presidía una cruz negra.

—Catorce duques —repitió Gris Marsala, a su lado. Hablaba en voz involuntariamente baja, como si el lugar la cohibiese. Quart miró las inscripciones de las lápidas. La más antigua llevaba las fechas 1472—1551: Rodrigo Bruner de Lebrija, conquistador y soldado cristiano, primer duque del Nuevo Extremo. La más reciente se hallaba junto a la puerta, entre dos nichos vacíos, y era la única que ostentaba un nombre de mujer en aquel recinto reservado a descubridores, políticos y guerreros:

CARLOTA VICTORIA AMELIA

BRUNER DE LEBRIJA Y MONCADA

1872-1910

DESCANSA EN LA PAZ DEL SEÑOR

Quart pasó los dedos sobre el relieve del nombre esculpido en mármol. Su certeza era absoluta: tenía en el bolsillo una postal escrita un siglo atrás por aquella mujer, diez o doce años antes de su muerte. Así, como al introducir una tarjeta codificada en el lugar oportuno, personajes y sucesos dispersos empezaban a situarse en relación unos con otros. Y en el centro, como una encrucijada común, aquella iglesia.

—¿Quién era el capitán Xaloc?

Gris Marsala observaba los dedos de Quart, inmóviles sobre el nombre
Carlota
. Parecía un poco desconcertada:

—Manuel Xaloc fue un marino sevillano que emigró a América en la última década del siglo pasado. Anduvo pirateando por las Antillas antes de desaparecer en el mar, durante la guerra hispanonorteamericana de 1898.

Aquí rezo por ti cada día
, releyó mentalmente Quart.
Y espero tu regreso
.

—¿Cuál fue su relación con Carlota Bruner?

—Ella enloqueció por él. O por su ausencia.

—Qué me dice.

—Lo que oye —seguía intrigada por el interés de Quart—. ¿O cree que eso sólo pasaba en las novelas?… Ésta fue una de esas historias de folletín romántico, cuya única originalidad es la ausencia de final feliz: una jovencísima aristócrata enfrentada a sus padres, y un joven marino que emigra en busca de fortuna. La aristocracia andaluza hace luz de gas, bloqueo familiar, cartas que no llegan. Y una mujer se consume en la ventana, con el corazón puesto en cada vela de barco que va y viene por el Guadalquivir… —ahora fue Gris Marsala quien tocó la lápida, retirando la mano en seguida—. No pudo soportarlo y se volvió loca.

En el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad
, concluía Quart para sí mismo. De pronto deseaba hallarse fuera de allí, a la luz de un sol que borrase las palabras, los juramentos y los fantasmas que había venido a remover en aquella cripta.

—¿Volvieron a encontrarse?

—Sí. En 1898, poco antes de estallar lo de Cuba. Pero ella no lo reconoció. Ya no era capaz de reconocer a nadie.

—¿Y qué hizo él?

Los ojos claros de la mujer parecían contemplar un mar encalmado, gris como su nombre.

—Volvió a La Habana, justo a tiempo de intervenir en la guerra. Pero antes dejó aquí la dote que traía para ella. Las veinte perlas que luce la Virgen de las Lágrimas son las que Manuel Xaloc reunió para el collar que debía llevar Carlota el día de su boda —miró la lápida por última vez—. Ella siempre quiso casarse en esta iglesia.

Salieron de la cripta. Gris Marsala cerró la reja de hierro y luego encendió la luz del altar mayor para que pudiera ver mejor la talla de la Virgen de las Lágrimas. Tenía en el pecho un corazón traspasado por siete puñales, y las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban en su rostro, en la corona de estrellas y sobre el azul del manto.

—Hay algo que no comprendo —comentó Quart, pensando en la ausencia de matasellos de la tarjeta postal—. Usted habló hace un momento de cartas que no llegaban. Y sin embargo, en esos años de separación, Manuel Xaloc y Carlota Bruner tuvieron que mantener correspondencia… ¿Qué ocurrió?

Gris Marsala sonreía, triste y distante. Rememorar aquella historia no parecía haberla hecho feliz:

—Me ha dicho Macarena que cenarán juntos esta noche. Puede preguntárselo. Nadie sabe más que ella sobre la tragedia de Carlota Bruner.

Apagó la luz, y el retablo volvió a llenarse de sombras.

Después que Gris Marsala volviera a su andamio, Quart se fue por la sacristía. Pero en vez de salir a la calle se demoró allí un poco, echando un vistazo. De una de las paredes colgaba un lienzo muy oscuro y estropeado: una Anunciación de autor anónimo. Había también una talla maltrecha de San José con el Niño, un crucifijo, dos abollados candelabros de latón, una enorme cómoda de caoba y un armario. Permaneció quieto en el centro de la habitación, mirando alrededor, y luego abrió al azar algunos cajones de la cómoda. Encontró misales, objetos litúrgicos y ornamentos. El armario contenía un par de cálices, una custodia, un antiguo copón de latón dorado, media docena de casullas y una viejísima capa pluvial bordada con hilo de oro. Quart cerró sin tocar nada. Aquélla estaba lejos de ser una parroquia próspera.

La sacristía contaba con dos puertas de acceso. Una hacia la iglesia, a través de la pequeña capilla del confesionario por donde Quart había entrado. La otra iba a la calle, a la plaza, mediante un estrecho vestíbulo que también servía de entrada a la vivienda del párroco. Quart observó la escalera con barandilla de hierro que ascendía hasta el rellano iluminado por un tragaluz, y se detuvo mirando el reloj. Sabía que don Príamo Ferro y el padre Óscar se encontraban en ese momento en una dependencia del Arzobispado, convocados por el vicario de su zona para una reunión burocrática oportunamente sugerida por el propio Quart. Disponía, si todo iba bien, de media hora más.

Ascendió despacio por la escalera, cuyos peldaños de madera crujían. La puerta del rellano estaba cerrada; pero soslayar ese tipo de inconvenientes también era parte de su trabajo. En cuanto a cerraduras, la más difícil en el historial de Quart había sido la combinación alfanumérica en la vivienda de cierto obispo dublinés, cuya clave hubo de obtener en la misma puerta, a la luz de una linterna Maglite y con ayuda de un escáner conectado a su ordenador portátil. Después de aquello el obispo, un tipo pelirrojo y rubicundo apellidado Mulcahy, se había visto llamado con urgencia a Roma, donde su plácida rubicundez dio paso a una palidez mortal cuando monseñor Spada le mostró, con cara de pocos amigos, copia fotográfica de toda la correspondencia mantenida por el prelado con los activistas del Ejército Republicano Irlandés: cartas que había cometido la imprudencia de conservar, ordenadas por fechas, tras los tomos de la Summa Teológica que se alineaban en su biblioteca. Aquello tuvo la virtud de inspirar prudencia al fervor nacionalista de monseñor Mulcahy, y la consecuencia de convencer a los grupos especiales del SAS británico de lo innecesario de proceder a su drástica eliminación física. Proyecto previsto, según la información obtenida por confidentes del IOE —10.000 libras esterlinas con cargo a los fondos secretos de la Secretaría de Estado—, durante una próxima visita del prelado dublinés a su colega el obispo de Londonderry. Operación que, por su parte, los ingleses pensaban cargar astutamente a la cuenta de los paramilitares unionistas del Ulster.

La cerradura de don Príamo Ferro no planteaba tantas dificultades. Era un modelo antiguo, convencional. Tras breve examen, Quart extrajo de su billetera una delgada hoja de acero, algo más estrecha que una lima de uñas, y la introdujo apoyándose con una pequeña llave Alien escogida de un manojo que llevaba en el bolsillo. Movió suavemente, sin forzar, hasta sentir en los dedos el leve clic de cada diente al ceder. Entonces la hizo girar, corrió el pestillo y la puerta dejó franco el paso.

Anduvo por el pasillo, estudiando el lugar. Era una vivienda humilde con dos dormitorios, cocina, cuarto de baño y una pequeña sala de estar. Quart empezó por esta última, pero no pudo hallar nada de interés salvo una fotografía en uno de los cajones del aparador. La foto era una polaroid de mala calidad. Había sido tomada en un patio andaluz; el suelo era de mosaico, y se veían macetas con flores y plantas, y una fuente de mármol con azulejos. Don Príamo Ferro estaba allí, con su inevitable sotana negra hasta los pies, sentado junto a una mesa baja con lo que parecía un desayuno, o una merienda. Lo acompañaban dos mujeres: una anciana, vestida con ropas claras, veraniegas y un poco pasadas de moda. La otra era Macarena Bruner, y los tres sonreían a la cámara. Por primera vez Quart veía sonreír al padre Ferro, y le pareció una persona distinta a la que había conocido en la iglesia y en el despacho del arzobispo. Ahora el suyo era un gesto tierno y triste, que rejuvenecía las facciones marcadas por cicatrices, suavizando la dureza de los ojos negros y el obstinado mentón siempre falto de una buena cuchilla de afeitar. Parecía otro hombre más inocente. Más humano.

Quart se guardó la foto en el bolsillo antes de cerrar los cajones. Después fue hasta la máquina de escribir portátil que había en una mesita, abrió la funda y echó un vistazo a los papeles. Por reflejo profesional puso una hoja en el rodillo y pulsó varias teclas para obtener una muestra de los tipos, por si alguna vez necesitaba identificar algo escrito allí. Metió el folio doblado en el mismo bolsillo que la fotografía. En cuanto a los libros del aparador, sumaban una veintena; así que también les dio un vistazo, abriendo algunos y comprobando si ocultaban algo detrás. Eran materias religiosas, manoseados tomos con la liturgia de las horas, una edición del Catecismo de 1992, dos volúmenes de citas latinas, el
Diccionario de Historia Eclesiástica de España, la Historia de la Filosofía de Urdanoz, y la Historia de los heterodoxos españoles
de Menéndez y Pelayo en tres tomos. No era el tipo de libros que Quart esperaba, y le sorprendió encontrar también vannos títulos sobre astronomía que hojeó con curiosidad, sin encontrar nada significativo en ellos. El resto carecía de interés salvo acaso, la única novela que encontró: una viejísima y deteriorada edición en rústica de
El abogado del Diablo
—Quart encontraba detestable a Morris West y sus atormentados ciuras
best seller
— con un párrafo marcado a bolígrafo en la página 29:

«…Hemos estado alejados mucho tiempo de nuestro deber de pastores. Hemos perdido el contacto con las personas que nos mantienen en contacto con Dios. Hemos reducido la fe a un concepto intelectual, a un árido asentimiento de la voluntad, porque no la hemos visto actuar en las vidas de la gente común. Hemos perdido la compasión y el temor reverente. Trabajamos conforme a cañones, no de acuerdo con la caridad.»

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