La pirámide (57 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La pirámide
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Pulsó el botón donde se leía el nombre de Boman, la cerradura de la puerta emitió un zumbido y el inspector accedió al portal. En el buzón comprobó que el nombre de Boman correspondía al tercer piso. Miró a su alrededor en busca de un ascensor, pero no halló ninguno. Pese a que subió las escaleras despacio, llegó sin resuello. Una mujer muy joven, de apenas veinticinco años, lo aguardaba en el umbral de la puerta. Llevaba el pelo muy corto y una gran cantidad de pequeños aros en las orejas. Wallander se presentó y le mostró su placa. Sin siquiera dignarse mirarla, la joven le indicó que entrase. Wallander echó un vistazo a su alrededor. En aquel apartamento había poquísimos muebles, las paredes estaban desnudas y, pese a todo, parecía acogedor. Nada entorpecía el camino hacia las distintas dependencias y sólo se veía lo absolutamente imprescindible.

—¿Por qué quiere hablar conmigo la policía de Ystad? —inquirió la joven—. Ya tengo bastantes problemas con la de Lund.

Del tono de su voz se desprendía que los policías no despertaban en ella el menor entusiasmo. La muchacha se sentó en una silla; llevaba una falda mínima, de modo que Wallander se esforzó por hallar un punto de su rostro en el que fijar la vista.

—Veamos, seré breve —prometió Wallander—. Háblame de Rolf Nyman.

—¿Qué pasa con Nyman?

—Nada, pero creo que trabaja para ti, ¿no?

—Bueno, lo tengo como discjockey para las emergencias, por si alguno de los habituales se pone enfermo.

—Bien. Sé que mi pregunta puede resultar extraña, pero no tengo más remedio que formularla —advirtió Wallander.

—¿Puede saberse por qué no me miras a los ojos? —inquirió ella de repente.

—Pues yo creo que eso tiene que ver con lo corta que llevas la falda —repuso Wallander, sorprendido ante lo directo de su respuesta.

La joven rompió a reír, se estiró para alcanzar una manta del sofá y se cubrió las piernas con ella. Wallander observó la manta y después su rostro antes de proseguir:

—Bien, Rolf Nyman, decíamos. ¿Hubo alguna ocasión en la que te pidiese prestado algún equipo de iluminación de la discoteca?

—Nunca.

La muchacha empezó a morderse el labio y añadió:

—Pues sí que es una pregunta extraña. Pero lo cierto es que hace poco más de un año desaparecieron unos focos de la discoteca. Denunciamos el robo a la policía, pero jamás hallaron el menor rastro.

—Ya. Y eso, ¿cuándo fue? ¿Después de que Nyman hubiese empezado a trabajar contigo?

La mujer se esforzaba por recordar.

—A ver... Fue hace un año, exactamente. En enero. Y después de que Nyman empezase a trabajar para mí.

—¿No sospechaste nunca de ningún empleado?

—Pues la verdad es que no.

Acto seguido, se levantó decidida y desapareció hacia la habitación contigua. Mientras se alejaba, Wallander observó sus piernas. La joven regresó al momento con una agenda en la mano.

—Veamos, los focos desaparecieron entre el 9 y el 12 de enero. Y aquí veo que, en efecto, fue Rolf quien estuvo trabajando aquellos días.

—¿Qué clase de iluminación era? —quiso saber Wallander.

—Seis focos de gran potencia. En realidad, no eran muy adecuados para la discoteca, sino más bien para un teatro. Eran muy potentes, dos mil vatios cada uno. Además, desaparecieron bastantes cables.

Wallander asintió despacio.

—Pero ¿por qué me preguntas por eso ahora?

—Lo siento, pero no puedo responderte, por el momento —se excusó Wallander—. Pero tengo que pedirte un favor que bien puedes considerar como una orden: es imprescindible que no menciones una palabra sobre nuestra entrevista a Rolf Nyman.

—Claro, siempre que hables con tus colegas de Lund y les pidas que me dejen en paz.

—Veré qué puedo hacer.

La joven lo acompañó hasta el vestíbulo.

—Creo que sólo conozco tu apellido, pero no tu nombre de pila —comentó Wallander.

—Me llamo Linda.

—¡Vaya! Igual que mi hija. Vamos, que tienes un nombre muy bonito.

En ese momento, Wallander sufrió un ataque de estornudos que obligó a la joven a retroceder unos pasos.

—En fin, no te estrecharé la mano, pero has de saber que me has dado la respuesta que esperaba —advirtió Wallander con gratitud.

—Como comprenderás, me muero de curiosidad...

—Sí, ya lo sabrás, en su momento.

La muchacha estaba a punto de cerrar la puerta cuando Wallander cayó en la cuenta de que tenía otra pregunta que hacerle.

—Por cierto, ¿tú sabes algo de la vida privada de Rolf Nyman?

—Nada de nada.

—Es decir, que ignoras que tiene una novia con problemas de droga, ¿no es eso?

Linda Boman lo observó largo rato antes de responder: —No tengo ni idea de si tiene o no una novia drogadicta. Lo que sí sé es que el propio Rolf tiene graves problemas con la heroína. Y me pregunto cuánto tiempo durará.

Wallander descendió las escaleras hasta salir a la calle. Habían dado las nueve de una noche muy fría.

«Ya lo tenemos», se felicitó.

«Rolf Nyman. Es él. Naturalmente.»

12

Wallander estaba a punto de entrar en Ystad cuando decidió que no iría derecho a casa. Así, a la altura de la segunda rotonda de acceso a la ciudad, giró en dirección norte. Eran las once menos diez y la nariz no cesaba de gotearle. Pero la curiosidad pudo con él. Pensó que, por enésima vez, estaba conduciéndose de un modo que contravenía todas y cada una de las normas más elementales de cualquier actuación policial. Y más en concreto la de no emprender en solitario ninguna acción que entrañase peligrosidad.

Si, como él creía, resultaba cierto que Rolf Nyman había asesinado tanto a Holm como a las hermanas Eberhardsson, no cabía la menor duda de que había que considerarlo un hombre peligroso. Además, había conseguido engañar a Wallander. Con premeditación y con no poca habilidad. Durante el viaje desde Malmö, el inspector había ido haciendo cabalas acerca del posible móvil de Nyman. ¿Qué parte del engranaje había dejado de funcionar? Y las respuestas a las que lo había conducido su razonar se ordenaban en dos direcciones posibles. En efecto, podía tratarse de una lucha por el poder o por la influencia sobre el mercado de la droga.

El aspecto que más preocupaba a Wallander de toda aquella situación era el indicado por Linda Boman cuando le reveló que el propio Nyman tenía problemas con los estupefacientes y que era heroinómano. De hecho, habían sido rarísimas, por no decir inexistentes, las ocasiones en que Wallander había tenido que enfrentarse a traficantes de drogas que se hallasen por encima del más bajo estadio y que no fuesen ellos mismos drogodependientes. La cuestión no daba tregua a su mente y acabó por resolver que, en todo aquello, había sin duda algo que no encajaba, como si le faltase una pieza del rompecabezas.

Giró para tomar la calle que conducía hasta la casa donde vivía Nyman, apagó el motor y las luces y sacó una linterna de la guantera. Después, abrió la puerta del coche con sumo cuidado, no sin tomar la precaución de apagar antes las luces interiores. Prestó atención por si se oía algún ruido en la oscuridad, salió del coche y cerró la puerta de forma tan silenciosa como pudo. Unos cien metros de distancia lo separaban del jardín. Con una mano sobre el haz de luz de la linterna, enfocó hacia el suelo para ver por dónde caminaba. Sintió que el viento soplaba helado y pensó que había llegado la hora de utilizar jerséis más gruesos. En cambio, la nariz había dejado de moquearle. Cuando alcanzó la linde del bosque, apagó la linterna. Había luz en una de las ventanas de la casa, de lo que dedujo que alguien habría en el interior. «Ahora se trata de que el perro no empiece a ladrar», se dijo. Volvió sobre sus pasos unos cincuenta metros, giró para adentrarse en el bosque y encendió de nuevo la linterna, decidido a aproximarse por la parte posterior de la vivienda. Según creía recordar, la habitación cuya ventana aparecía iluminada era una estancia de paso, con ventanas hacia la parte trasera y la fachada principal de la casa.

Avanzaba despacio intentando en todo momento no pisar ninguna rama. Cuando ganó la fachada posterior de la casa, estaba empapado en sudor. Al mismo tiempo, no cesaba de preguntarse qué estaba haciendo en realidad. En el peor de los casos, el perro empezaría a ladrar avisando a Rolf Nyman de que alguien lo estaba vigilando. Se detuvo, inmóvil, y aplicó el oído. Pero no percibió más que un susurro procedente del bosque. En la distancia, divisó un avión que hacía su entrada en el aeropuerto de Sturup. Wallander aguardó hasta que su respiración volvió a ser pausada y regular y avanzó con cautela hasta el muro posterior de la casa. Se acuclilló con la linterna encendida a pocos centímetros del suelo. Justo antes de entrar en el haz de luz de la ventana, apagó la linterna y se cobijó como pudo a la sombra del muro. El perro seguía en silencio. El inspector se acercó cuanto pudo al frío muro. No se oía el menor ruido, ni música ni voces. Después, se estiró con sigilo para mirar por la ventana.

Rolf Nyman estaba sentado a una mesa que había en el centro de la habitación. Estaba inclinado sobre algo que Wallander no pudo ver al principio. Pero después lo advirtió claramente: Rolf Nyman estaba haciendo solitarios. Muy despacio, el hombre volvía una carta tras otra. Wallander se preguntó nervioso qué había esperado encontrar; tal vez pensaba encontrarlo sentado pesando bolsitas de polvo blanco en una balanza..., o sorprenderlo sentado con una goma apretándole el brazo mientras se inyectaba una dosis.

«Menudo error el mío», se recriminó. «Ha sido un juicio equivocado, de principio a fin.»

Pese a todo, estaba persuadido. El hombre que, sentado a aquella mesa, hacía solitarios había asesinado, más aún, ejecutado de forma brutal a tres seres humanos.

A punto estaba de apartarse del muro, cuando el perro se puso a ladrar en la parte anterior de la casa. Rolf Nyman se sobresaltó y miró fijamente en la dirección del lugar en que se hallaba Wallander. Por un instante, el inspector temió que lo hubiese descubierto. El hombre se incorporó y se acercó con paso rápido a la puerta de la casa, mientras Wallander retrocedía en dirección al bosque. «Si suelta al perro, estoy perdido», admitió para sí. Avanzaba a trompicones, sin dejar de iluminar el suelo que pisaba. Tropezó y sintió que una rama le rasgaba la mejilla. Los ladridos del animal no cesaban.

De camino hacia el coche se le cayó la linterna, pero no se detuvo a recogerla. Giró la llave del contacto al tiempo que se preguntaba qué habría sucedido si hubiese tenido aún su viejo coche. Ahora ya podía meter la marcha atrás y largarse de allí sin problemas. Justo en el momento en que se sentaba ante el volante, había oído el estrépito de un gran camión que se acercaba por la carretera principal, y pensó que si lograba hacer coincidir el de su coche con el del vehículo pesado, evitaría que Rolf Nyman descubriese su presencia. Se detuvo y giró muy despacio mientras avanzaba en tercera, tan silencioso como le era posible. Ya en la carretera principal, vio las luces traseras del camión. Puesto que iban pendiente abajo, apagó el motor y fue dejándose caer. En el espejo retrovisor comprobó que, detrás de él, la carretera estaba vacía; nadie le iba a la zaga. Se pasó la mano por la mejilla, notó la sangre y se puso a buscar el papel higiénico. Durante aquellos escasos segundos de distracción, estuvo a punto de ir a parar a la cuneta, pero, en el último momento, logró controlar el volante y enderezar el vehículo.

Cuando llegó al apartamento de la calle de Mariagatan, era ya más de medianoche. La rama le había provocado un arañazo bastante profundo en la mejilla. Wallander sopesó durante un instante si no debería visitar el hospital, pero se dio por satisfecho con limpiar bien la herida y cubrirla con un apósito de los grandes. Después se preparó una buena taza de café y se sentó ante la mesa de la cocina con uno de sus blocs escolares medio gastados. Revisó de nuevo su pirámide triangular y sustituyó el signo de interrogación que había en el centro por el nombre de Rolf Nyman. Sabía desde el principio que el material con que contaba era más que exiguo. Lo único que tenía contra Nyman era la sospecha de que hubiese robado unos focos que, más tarde, se hubiesen empleado para marcar la zona en que el avión debía dejar caer su carga.

Pero ¿disponía de algún otro argumento de peso? Ninguno. ¿Qué tipo de relación había unido a Holm y a Nyman? ¿Cómo encajaban el avión y las hermanas Eberhardsson en aquel embrollo? Wallander apartó el bloc a un lado. Sería preciso emprender nuevas y más exhaustivas pesquisas para tener algo con lo que continuar avanzando. Por otro lado, se preguntaba cómo podría convencer a sus colegas de que, pese a todo lo que tenían en contra, él había localizado una vía en la que merecía la pena concentrarse. ¿Hasta qué punto podría remitirlos a su intuición una vez más? Rydberg lo comprendería; quizá también Martinson. Pero tanto Svedberg como Hanson rechazarían su hipótesis.

Cuando apagó la luz y se fue a la cama, habían dado las dos de la madrugada. Sentía un intenso dolor en la mejilla.

Al día siguiente, el 3 de enero, Escania despertó a un día frío y claro. Wallander se levantó temprano, se cambió el apósito de la mejilla y, antes de las siete de la mañana, ya estaba en la comisaría. Aquel día llegó incluso antes que Martinson. En la recepción, supo del accidente de tráfico acontecido hacía una hora justo a las afueras de Ystad, con un resultado de varios muertos, entre ellos un niño de corta edad, lo que siempre imbuía a los colegas de un estado de ánimo muy especial. Wallander fue a su despacho lleno de gratitud ante la idea de no tener que salir de servicio, desde hacía ya tiempo, cada vez que se producían accidentes de tráfico. Dejó su cazadora y fue a buscar un café antes de sentarse a reflexionar sobre lo sucedido la noche anterior.

La duda de entonces persistía. Rolf Nyman bien podía resultar ser una pista falsa, por más que hubiese motivos suficientes para investigarlo más a fondo. Además, decidió que sería conveniente mantener una discreta vigilancia en torno a la casa, entre otras razones para saber a qué horas solía estar fuera el inquilino. En realidad, aquella misión correspondía a la policía de Sjöbo Sin embargo, Wallander ya había determinado que, si bien los mantendría informados en todo momento, sería la policía de Ystad la que realizaría el trabajo.

Necesitaban acceder al interior de la casa, aunque debían contar con otro problema: Rolf Nyman no vivía solo. Había con él una mujer a la que nadie había visto y que estaba durmiendo cuando Wallander fue a visitarlo.

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