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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (9 page)

BOOK: La Plaga
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Erin, que estaba junto a Cam, bajó la cabeza.

Cam le tendió la mano y Faulk la aceptó. Y eso fue todo. El y Pendergraff repitieron el apretón de manos. Amy sonrió entre lágrimas y Sue incluso le dio un beso en la mejilla cuando él se inclinó para abrazarle la enorme barriga. Después de todo lo habían conseguido. Habían logrado un intercambio civilizado de gestos.

No volvió a ver a ninguno de ellos con vida.

Diecisiete días no habían sido suficientes para Hollywood. El chico todavía se inclinaba un poco a la derecha y parecía que no podía mover del todo la pierna izquierda hacia delante, lo que hacía que caminara de forma torpe, aún peor que la curiosa forma de andar de Manny. Para entonces el chico ya hacía tiempo que se había acostumbrado a la ausencia de los dedos de sus pies perdidos y caminaba o corría a una buena velocidad, dando saltitos.

Manny y Hollywood iban por delante de los demás. Juntos parecían un pingüino borracho junto a un juguete mecánico estropeado. Eran los miembros más jóvenes del grupo de diecinueve y quince años, y tenían en común cierto entusiasmo.

Cam quería creer que eso era bueno.

Hollywood admitió que aún le dolía un poco. Si no estuvieran ya a mediados de abril, podrían haber dejado pasar la tormenta y esperar más tiempo... pero la breve temporada de lluvias de California estaba terminando. No podían arriesgarse. Todos pensaban que aquel invierno era peor de lo normal, aunque Sawyer se riera de la teoría de Cam de que el planeta se estaba enfriando porque todas las ciudades y fábricas, todo estaba parado. De hecho, ahora que sabían que aún era principios de año, la verdad es que el invierno había sido relativamente suave. Aquella podría ser la última lluvia.

Cam había animado a Hollywood a hacer ejercicio cuando aún estaba postrado en cama. Lo instaba a levantar las piernas y a hacer movimientos sencillos con los brazos. Eso ayudaba a purgar el organismo de nanos muertos. El hecho de que Hollywood no lo supiera, que hubiera hecho el camino con buen tiempo, era la prueba de que la gente del otro lado del valle rara vez, si alguna, había traspasado la barrera. No lo habían necesitado. Eran ricos. La sospecha de Sawyer de una «recolecta de ganado» debía de ser infundada.

Tenía que ser así.

La tensión en la cabaña de Price había sido palpable como el hedor a humo y el olor corporal, y seguro que no ayudó en la recuperación de Hollywood, aunque Cam nunca sugirió trasladarlo a un lugar más elevado en la ladera. El grupo de Price necesitaba provocar. Pensaba que si sus visitas regulares les hacían sentirse incómodos, tanto mejor. Pasaba por allí todos los días para hablar de los cambios que se veían en el valle y la vida más fácil y mejor del otro lado.

Pasados seis días, Hollywood insistió en volver a andar, con cuidado, inclinado hacia delante como un anciano y con el brazo encogido, como un pájaro que se protegiera. Estaba claro que el chico no había esperado lo suficiente; el descanso era el único tratamiento para las heridas internas. Cam debería haber dicho algo, pero no tuvo el valor de dejarlo allí varado. Además, quería que todo el mundo fuera testigo de la tenacidad de Hollywood.

Encontraron hierbajos, líquenes, urracas grasientas y fibrosas, y crujientes saltamontes dulces. Hicieron de la última lata de ensalada de frutas una celebración.

Si Cam sospechaba algo, no dijo nada.

Sawyer había subido de nuevo hasta los 3.000 metros y los estaba observando mientras descendían, con la cara oculta tras la capucha, las gafas de esquí de espejo y una bufanda negra.

—Deberíamos permanecer juntos —dijo Hollywood—. Es más seguro.

Cam sintió que alguien pasaba por su lado corriendo, hacia la cabecera del grupo.

—¡Agrupaos! —gritó Price.

Sawyer no hizo ninguna señal de haber oído, ni un sonido, ningún movimiento. Ni siquiera podían ver hacia dónde miraba. Price agitó los brazos y volvió a abrir la boca, pero Cam habló enseguida por encima del hombro de Price.

—¿Tú cuál crees que es la presión del aire?

—La barrera ha descendido por lo menos ciento cincuenta metros, tal vez ciento ochenta o doscientos. —La bufanda amortiguaba la voz de Sawyer, pero no hizo ningún esfuerzo porque lo oyeran—. Pero habrá bolsas de presión alta, fluctuaciones. Ahora cubrios bien.

Si algo había en abundancia en el complejo turístico eran gafas y otros accesorios de esquí, guantes que se estiraban por encima de las mangas de los anoraks, las bufandas. Aquel equipamiento diseñado para repeler la nieve no era a prueba de los nanos, por supuesto, pero aquel día era especialmente importante retrasar y minimizar las infecciones.

Nunca habían caminado más de tres horas sin sentir los nanos en su interior, y en ese momento siempre iniciaban el regreso a la cumbre si no estaban ya subiendo.

Aquel día, el descenso duraría más de tres horas.

Según su mapa, la otra cima estaba a doce kilómetros al norte. Había que ir hacia abajo, luego recto y arriba, y era imposible atajar. Las carreteras del gran valle se encontraban sobre todo al oeste y al este. Cam había estimado que una persona a pie recorrería un total de diecinueve kilómetros o más subiendo y bajando las laderas más abruptas, evitando los barrancos y el terreno difícil.

Se ajustó las gafas y miró hacia las nubes bajas que se avecinaban. Se preguntó de nuevo por qué las tormentas no habían limpiado el mundo, por lo menos las zonas montañosas. Por sentido común, la lluvia y la nieve presionarían a los nanos, les haría descender hacia el valle. Sawyer decía que no lo entendía. Los nanos no eran personitas. Las partículas de ese tamaño transportadas por el aire apenas notaban la llovizna más fina o la ventisca más fuerte, y las ráfagas de viento y el impacto de las primeras gotas de una tormenta removerían las bolsas de nanos que hubiera en el suelo. Probablemente el mal tiempo barría un buen porcentaje de las máquinas invisibles, pero atraía tantas o incluso más de las tierras bajas.

—Espera. —Erin posó la mano en la cadera a Cam. Llevaba las gafas en la frente, y sus ojos eran de un color violeta intenso en la penumbra. Mechones sueltos de pelo, que ondeaban al viento, salían de su capucha hacia la cara de Cam cuando ella se acercó. Esbozó una sonrisa divertida cuando lo besó.

Era toda calidez y ternura. Cam subió la mano por debajo de su anorak, pero se frustró porque era muy entallado. Así que bajó la mano hacia la entrepierna. Ella apretó los muslos contra su mano.

A su alrededor, quince seres humanos más estaban envueltos en abrazos parecidos, o sorbiendo agua de las cantimploras, u orinando allí, entre la mugre. Keene se había puesto de cuclillas en un último intento de vaciar sus intestinos. Una vez cruzada la barrera, mantendrían sus armaduras cerradas sin tener en cuenta las necesidades físicas. Nadie quería que se le metieran los nanos entre la ropa y exponerse a cortes o picaduras.

En cierto modo, era una despedida. No habría otra oportunidad de sentir la piel desnuda del otro hasta que llegaran a su destino.

Cam quería decir «te quiero», pero no era cierto. «Te necesito» era una frase mucho más sincera. A veces cuidar de Erin era lo único que le hacía seguir adelante.

De todos modos, pronunció aquellas palabras, como una oración.

—Te quiero.

—Sí. —La sonrisa de Erin hizo que se le arrugaran las comisuras de los ojos. Una auténtica sonrisa—. Yo también te quiero.

Entonces fue hacia Sawyer. Giró la cabeza hacia atrás. Su sonrisa se había convertido en aquella mueca torcida de nuevo, y Cam fingió mirar a otra parte. Observó que Erin hacía un gesto con los labios, en silencio. Vio que Sawyer se descubría la cara, se subía las gafas, se bajaba la bufanda. Su amigo había dejado de afeitarse el día después de la llegada de Hollywood, y ahora parecía otra persona debido a aquella barba irregular que le enmarcaba su rostro alargado.

Cam deseaba que Erin le hubiera dado a él el último beso. ¿Acaso no se daba el último a quien más querías?

Se volvió hacia lo alto de la montaña, pensaba que los que se habían quedado habrían ido a la parte superior de la zanja para verles descender, pero no vio nada, ni un movimiento, excepto un fugaz remolino de polvo y el vuelo rápido de un pájaro.

La rabia, y no la pena, se apoderó de él. Faulk y Pendergraff deberían haber bajado para buscar las primeras bayas de enebro y vegetales, los lagartos e insectos entumecidos por el frío. Sabía que no estaban ocupados comprobando los desagües ni sacando todos los recipientes que quedaran porque él y Manny ya lo habían hecho por ellos... Suponía que se habían ido a su cabaña, avanzando a trompicones debido al impacto emocional, rodeados de un nuevo mar, de aislamiento total, pero igual de peligroso.

Sin saber por qué, Cam estaba seguro de que sus caras lo perseguirían durante mucho más tiempo que cualquiera de las personas que se había comido.

7

El piloto de la lanzadera, Derek Mills, giraba el cuerpo o se agarraba a un nuevo asidero cada vez que Ruth se colocaba en su vertical, una reacción que para ella hablaba por sí sola. Y no era porque el desdén en su voz no fuera lo bastante claro.

—No sabes de lo que hablas —farfulló entre dientes—. No es como hacer aterrizar un avión.

Ruth se tragó la primera respuesta que le vino a la cabeza. «Si realmente piensas quedarte aquí arriba para siempre, será mejor que aprendas a vivir en esta atmósfera, tío.» Se volvió hacia los demás, recorrió el módulo de vivienda con la mirada y exageró al levantar las cejas y encogerse de hombros alzando una mano. La nueva Ruth era elegante, y nada histérica.

Lástima que al girar después de Mills quedara en un ángulo incómodo en comparación con los demás. Todos se habían acostumbrado a entrar en una nueva sección de la EEI y encontrar a alguien de pie en lo que parecía el techo o una pared, pero sólo Gustavo estaba dispuesto a conversar con la gente sin estar frente a frente. La mente era reacia a interpretar expresiones faciales de lado o del revés.

Nadie reconoció la validez de sus argumentos, y sintió una leve frustración al verlos tan indiferentes como las paredes. La habitación, pálida y alargada, era más o menos del tamaño de una pista de frontón, lo bastante grande para que Mills y Gus dejaran metro y medio entre ellos y los demás, Gus se hallaba al fondo, y Mills estaba suspendido junto a la única salida.

Ruth habría preferido reunirse dentro de la
Endeavour
, su poder de sugestión podría haber jugado a favor de su argumento, pero Mills rechazó la idea de reunirse en la lanzadera, que consideraba sus aposentos privados. Ruth lo entendía. Ella sentía el mismo recelo obsesivo hacia su laboratorio y decidió no arriesgarse a aumentar la incomodidad del piloto. De esa forma, jamás lo convencería de que hiciera su último vuelo.

Miró a Ulinov. Su ceño fruncido era un aviso. Ruth decidió no hacerle caso y dijo:

—Sé que no será pan comido sin el apoyo desde tierra. Aun así, podemos bajar.

—¿Quieres abandonar la lanzadera?

—¡Abandonar la lanzadera!

Mills y Wallace gritaron esas frases a la vez. Habría sido divertido si los dos no hubieran interpretado sus palabras de la peor manera posible.

Sabía que, si se ponía la estación a velocidades subsónicas, las tripulaciones que se lanzaban en paracaídas desde una lanzadera averiada sufrían imprevistos.

Incluso había un lago enorme sólo a tres kilómetros al oeste de Leadville, Ruth había estado estudiando las películas de la zona y suponía que podían conseguir ir a parar allí para evitar la densa población de refugiados acampados por toda la región. Por supuesto, sus ordenadores y el MMFA podrían no salir tan bien parados.

—De ningún modo —dijo ella— La lanzadera vale demasiado. Podemos utilizar la autopista que hay al norte de la ciudad, hay un tramo recto y casi llano de unos cinco kilómetros.

—No es como aterrizar con un avión —volvió a decir Mills.

—Pero tiene que haber...

—¿Por qué sigues pensando que sabes más de nuestro trabajo que nosotros? —Deborah Reece, médico y doctora en filosofía, se sorbió los mocos alzando la barbilla de una manera que dio a sus palabras un tono altivo e imperial. Aquel aire tan seco había dejado las fosas nasales de la doctora Deb en un estado permanente de irritación, y durante meses había sido una fábrica de mucosidades. Ruth sugirió que los descongestionantes podrían ser el remedio, pero Deb contestó que su cuerpo generaba mocos por una buena razón, para proteger sus tejidos. Así que moqueaba. Sin parar. Era de mal gusto.

—Mira —respondió Ruth, que lo volvió a intentar—, tarde o temprano tendremos que irnos. Tenemos que bajar.

El ceño de Ulinov seguía fruncido.

—El presidente nos lo ha ordenado.

—Las órdenes son acabar con la plaga. Las vuestras son ayudarme como sea. Es lo único importante.

—Entonces deja de perder el tiempo —replicó Deb por detrás.

Al principio, Ruth sintió una discreta alegría porque hubiera otra mujer a bordo. Incluso le pareció divertido que Deb y Gustavo se enrollaran. Entonces Gus cortó la relación poniendo un muro de silencio. Los dos volvieron a liarse, juraron que se había terminado, y volvieron a liarse. Ruth conocía el esquema. Sólo necesitaban algo que hacer.

Tal vez lo que ocurrió a continuación fuera inevitable, dados los estrechos espacios de la estación y su aislamiento absoluto. Deb se había enrollado con Derek Mills. Y de nuevo con Gus.

Ulinov intentó pararlo. Habló con cada uno de los hombres, bromeó sobre las costumbres americanas y amenazó con informar a Colorado. La promiscuidad sexual iba en contra de toda su formación, y con razón. Y los había convertido, a cada uno de ellos, en piezas de una bomba de relojería.

Ruth no era muy tradicional, ni una mojigata. En su tercer año de universidad había sido de las chicas de su residencia que se quedaron en ropa interior durante la mayor parte del semestre de primavera cuando se estropeó el aire acondicionado. Al cabo de unos años, en el balcón de un apartamento sólo tres plantas por encima del tráfico de Miami, le había hecho unos trabajos manuales a su hermanastro con crema solar de coco del factor 45. Cada vez se fijaba más en las espaldas de Ulinov, y en sus anchas manos, en el suave bulto rojizo que era su labio inferior.

Era increíble que seis personas que flotaban alrededor de un planeta moribundo, en una diminuta carcasa metálica, fueran capaces de encontrar nuevas formas de atormentarse. Sin embargo, lo de menos era si Deborah Reece, con su pelo rubio y sus preciosas caderitas, había actuado por aburrimiento o por su instinto médico de aliviar el dolor, lo cierto era que Wallace se había sumido en la pena, y Mills se había vuelto distraído y hostil. El pobre Gus, siempre un torrente de palabras, tartamudeaba en presencia de Deb.

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