La playa de los ahogados (12 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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Tampoco se había conmovido la tarde anterior en la sala de autopsias, cuando Guzmán Barrio descorrió la funda que envolvía el cuerpo desnudo de Justo Castelo; sin embargo, la sonrisa en el rostro cansado de su madre le obligó a tragar saliva. A Leo Caldas no le dolían los muertos, le dolían los vivos.

Además de la puerta de la entrada, otras dos se abrían en la sala. Una de ellas daba a una cocina pequeña, limpia y tan ordenada como el resto de la casa. Por la otra se accedía a un minúsculo distribuidor.

En la habitación, sobre el cabecero de una cama amplia y bien hecha, pendía un Cristo crucificado. A un lado, una silla con el respaldo entretejido de mimbre, y al otro, cerca de la ventana, una mesilla de noche con una lámpara y una radio. El cajón que abrió tirando del pomo parecía un botiquín. Castelo guardaba allí un bote de bicarbonato, varias cajas con comprimidos para la acidez de estómago, calmantes, inhaladores nasales, un termómetro y alguna otra caja de medicamentos que Caldas no reconoció.

La ventana daba a un patio de unos cuarenta metros cuadrados con el pavimento de losetas. Al otro lado, pintado del mismo color verde que la fachada principal, había un cobertizo.

Había visto una puerta de cristal en el distribuidor, junto a las del dormitorio y el baño, y salió por ella al patio. Una pérgola cubría la parte más próxima a la casa resguardándola de la lluvia. Había dos bicheros y otros utensilios apoyados en uno de los muretes laterales, también verde. En el suelo se veían algunas nasas deterioradas y varios cestones negros como los que utilizaban los pescadores para llevar las capturas al puerto, encajados unos dentro de otros. En el interior del último, el Rubio guardaba sedales y algún flotador similar al que el viejo Hermida usaba como llavero.

Junto a los capazos había varios cabos enrollados y una caja de herramientas de plástico transparente. La abrió. En sus compartimentos, plomadas y anzuelos estaban clasificados por tamaños. Dentro también halló carretes y varios señuelos. Algunos anzuelos tenían gusanos de plástico y otros cebos artificiales ensartados en las puntas. Resultaba ridículo imaginar que un pez sin miopía pudiese morder reproducciones tan burdas.

Caldas cruzó el patio hasta la caseta y miró hacia arriba. Los edificios de varios pisos habían encajonado la vivienda del pescador, rodeándolo de persianas bajadas que hasta el año siguiente los veraneantes no abrirían de nuevo.

La portezuela de madera carecía de pomo y estaba cerrada con llave. Se aproximó al ventanuco y colocó sus manos alrededor de los ojos para evitar los reflejos y poder atisbar algo del interior.

—Inspector —le sobresaltó una voz a su espalda.

Al volverse, Caldas se encontró con el guardia que custodiaba la vivienda.

—Está en la puerta la hermana del difunto. Dice que viene a buscar ropa de su hermano. ¿La dejo pasar?

El inspector acompañó al guardia hasta la calle. Alicia Castelo esperaba con los ojos azules hinchados por el llanto y el pelo recogido en una cola de caballo.

—Inspector Caldas —le reconoció ella al instante—. No sabía que estaba usted aquí. Necesito alguna ropa de mi hermano. El cuerpo ya está en la funeraria…

—Claro, pase —dijo Caldas, sin permitir que le explicase nada más, echándose a un lado para dejarla entrar—. Acabo de llegar. Estaba echando un vistazo.

Alicia Castelo se dirigió al dormitorio, abrió una de las hojas del armario, descolgó de su percha un pantalón azul oscuro y lo dejó sobre la cama. Lloraba amargamente cuando sacó una camisa blanca de un cajón, y Caldas volvió a la sala.

En la estantería encontró un recorte de periódico enmarcado, una noticia fechada el mes de noviembre anterior. Recogía cómo un marinero había pescado cerca de Panxón un pez de una especie tropical nunca vista en las costas de Galicia. El periódico achacaba aquel hallazgo insólito a la temperatura del agua, varios grados más elevada de lo normal en esas fechas. En la fotografía que ilustraba la noticia, Justo Castelo sonreía abiertamente sosteniendo en el aire un pez casi esférico colgado del anzuelo.

—Fue su instante de celebridad.

—¿Cómo? —Caldas se volvió y vio a Alicia Castelo con la ropa de su hermano doblada sobre un brazo. En la otra mano sostenía unos zapatos casi tan brillantes como los de Rafael Estévez.

—Esa fotografía la vio todo el mundo. Hasta vinieron de la televisión a hacerle una entrevista. Justo estaba muy nervioso. Casi no fue capaz de hablar —explicó, sonriendo y aspirando por la nariz al mismo tiempo.

Caldas tragó saliva.

—¿Pudieron dormir? —preguntó.

—Poco —respondió la hermana del Rubio—. Esta tarde es el entierro.

—Lo sé. Vi la esquela en la puerta de la lonja hace un momento.

Alicia Castelo cerró unos segundos sus ojos azules.

—¿Pudo averiguar algo, inspector?

—Es pronto aún —contestó Caldas mientras devolvía el marco con la noticia de la pesca del pez luna al estante—. ¿Esta casa era suya?

—¿Por qué lo pregunta? —respondió la mujer.

—Aquí podrían levantar algunos pisos.

—Pero Justo no quería venderla.

—¿Le hicieron alguna oferta?

Alicia Castelo levantó la vista hacia el techo.

—Muchas, inspector. Pero a mi hermano no se le compraba con dinero. Mi hermano sólo aspiraba a vivir tranquilo. El trabajo en el barco es duro, pero él lo hacía con gusto. Por otra parte, no tenía grandes necesidades. Cuando no estaba en la mar podía pasarse horas en el cobertizo —dijo dirigiendo hacia el patio los zapatos que sostenía en la mano— entretenido con sus chapuzas.

—Quise echar un ojo, pero la puerta está cerrada con llave. ¿No tendrá una copia?

—No, sólo tengo la de la puerta. Pero allí atrás no hay más que trastos, inspector. Motores de barco antiguos y
trapalladas
así. Mi madre dice que Justo sólo arregla las cosas que no sirven para nada.

Caldas sonrió apretando los labios.

—¿Cómo está ella?

—Muy mal —suspiró—. No deja de llorar ni ha probado bocado desde que recibió la noticia. No sé cómo reaccionará cuando sepa que lo encontraron con las manos atadas.

—No se lo diga.

Alicia Castelo le miró como su padre lo hacía cuando no distinguía un racimo de albariño de uno de treixadura.

—En un pueblo es difícil esconder un secreto, inspector.

—Ya —dijo lacónico Caldas, y volvió a los interesados en adquirir aquella vivienda—. ¿Sabe si hubo alguna oferta por la casa recientemente?

La cola de caballo rubia osciló de un lado a otro.

—Es posible, inspector, pero no lo sé con certeza. Justo no hablaba mucho.

—Tal vez a su madre le haya contado algo, o a algún amigo.

Alicia volvió a negar con una mueca. Justo no tenía amigos.

—¿Nunca los tuvo?

—Hace años —comenzó, y le reveló lo que ya sabía—, cuando ya se había curado, estuvo embarcado varias mareas en un pesquero, el
Xurelo
. Solían pasar dos o tres días faenando antes de volver a tierra. Sus compañeros de tripulación fueron los únicos amigos que le recuerdo. Justo era feliz, pero…

Quería que ella se lo relatase.

—¿Pero?

—¿No le han contado nada, inspector?

—No —mintió, arrancando un suspiro a la hermana de Justo Castelo.

—El
Xurelo
se fue al fondo una noche de mal tiempo. El 20 de diciembre de 1996. Nunca olvidaré esa fecha…, ni aquella Navidad. Iban cuatro hombres a bordo. Los tres marineros eran jóvenes y lograron alcanzar la costa, pero el patrón no lo consiguió. Mi hermano Justo es un buen nadador pero no pudo hacer nada por el capitán Sousa. Así le llamaba todo el mundo —aclaró—. Nunca quiso hablar de aquello, pero desde entonces mi hermano fue un hombre distinto.

—¿Distinto? —preguntó Caldas animándola a proseguir.

—El capitán Sousa creyó en él cuando todos lo trataban como a un despojo. Él le ayudó, le dio la oportunidad de sentirse útil. Después de su muerte, mi hermano se volvió más callado todavía y, a su manera, cogió miedo al mar.

Caldas le miró extrañado.

—¿Usted cree? —preguntó, y ella asintió.

—Le gustaba faenar, pero desde entonces nunca perdía de vista la costa, ni siquiera se adentraba con el barco a más distancia de la que pudiese alcanzar nadando.

—¿Y qué pasó con el resto?

—¿El resto?

—Los demás tripulantes del
Xurelo
. ¿Qué fue de ellos?

—Uno estuvo bastante tiempo fuera, en una plataforma petrolífera. Volvió hará dos o tres años a Panxón y ahora es marinero de bajura, como mi hermano. Se llama José Arias. Es un hombre muy grande, casi como su compañero.

Caldas asintió.

—¿Qué relación tenía Arias con su hermano?

—Cuando estaban en el
Xurelo
eran muy amigos, pero dejaron de serlo. Cuando Arias volvió, ya no quedaba nada de aquello. Apenas se dirigían la palabra.

—¿Y el tercero?

—El otro se llamaba Marcos Valverde. Dejó la mar, aunque sigue viviendo en el pueblo. Le fue bien. Hizo dinero con el turismo y la construcción. Mi hermano tampoco lo volvió a tratar, creo. Desde el hundimiento del
Xurelo
cada uno hizo la vida por su lado.

Alicia se quedó callada y Caldas leyó en sus ojos que deseaba confesarle algo más. La mujer miró fugazmente la fotografía en la que posaba junto a su hermano y su madre, buscando las palabras adecuadas. Cuando dio con ellas, dijo:

—Ayer me preguntó si últimamente había notado algún comportamiento extraño en mi hermano —se detuvo un instante y Caldas asintió—. Pues hay algo…, aunque tal vez sea una tontería.

—Seguro que no lo es —la alentó a continuar el inspector.

—Mi hermano había dejado de silbar.

—¿Cómo?

—¿Sabe cuál es la «Canción de Solveig»? —preguntó ella.

Caldas no tenía ni idea e hizo un gesto con las cejas que podía significar cualquier cosa.

—Es una melodía nórdica, pero parece una canción gallega —explicó la muchacha—. Nos la enseñó cuando éramos niños un hombre de Madrid al que mi madre alquilaba nuestra casa durante los veranos. Nosotros nos trasladábamos a vivir aquí, a esta casa, que entonces era la de mi abuela, y su familia pasaba el verano en la nuestra. Era un incordio. Mi madre y yo teníamos que compartir la cama de la abuela y Justo dormía en el sofá, pero con lo que nos pagaban salíamos adelante el resto del año.

El inspector asintió sin saber adónde le llevaban los recuerdos infantiles de Alicia Castelo.

—El caso es que mi hermano todos los días desde hace años entraba en casa a la misma hora, daba un beso a mi madre, cogía el periódico y se sentaba junto a ella a leer.

Leo Caldas volvió a tragar saliva y Alicia Castelo continuó su relato:

—Todas las tardes hacía lo mismo —repitió—, buscaba el periódico en la mesa y se ponía a leer a su lado. Era como un ritual. Luego, al poco de estar sentado, comenzaba a silbar la «Canción de Solveig». Lo hacía sin darse cuenta, mientras leía. Es una música preciosa, y Justo silbaba como los pájaros. Todos los días la misma canción. Mi madre y yo nos mirábamos y sonreíamos al escucharle.

Caldas atendía en silencio.

—Pero hace un par de meses dejó de hacerlo. Fue de un día para otro. Una tarde mi hermano llegó a casa, besó a mi madre y se sentó con el periódico sobre las piernas, como siempre. Pero aquel día no hubo «Canción de Solveig». Y ya no la volvió a silbar más. ¿Cree que puede significar algo? —preguntó, y sus ojos azules se nublaron.

—No estoy seguro —contestó Leo Caldas reprimiendo el impulso de estrecharla entre sus brazos.

—Perdone —se excusó ella enjugando sus lágrimas con el dorso de la mano sobre la que se doblaba la ropa con la que justo Castelo iba a ser enterrado—. Soy una tonta. No sé por qué le cuento todo esto —gimió, y abandonó la casa.

Caldas volvió al patio y examinó la cerradura de la caseta. Era más pequeña de lo normal. Recordó las dos llaves que habían aparecido en los bolsillos del muerto y lamentó no haberlas traído consigo. Estaba seguro de que la de menor tamaño correspondía a aquella puerta.

—Ya estoy aquí —dijo a su espalda Rafael Estévez.

Caldas logró insertar la llave en la cerradura.

—¿Cómo te fue con los pescadores? —preguntó sin volverse.

—Regular.

—¿Pudiste sacarles algo?

Leo Caldas sacó de un bolsillo sus propias llaves y tomó una de las pequeñas.

—No se lo va a creer, inspector. Esos dos piensan lo mismo que el viejo: que Castelo se suicidó porque ese capitán le indujo a hacerlo.

—¿El capitán Sousa? —preguntó Caldas tratando de insertar la llave en la cerradura.

—El mismo. ¿Qué le parece?

Caldas no contestó. Eligió una segunda llave.

—Me aseguraron que Castelo recibió algunos mensajes de ese capitán —añadió Estévez.

—Mierda —murmuró el inspector. La llave se había deslizado sin dificultad dentro de la cerradura pero no era capaz de hacerla girar—. ¿Te explicaron qué clase de mensajes?

—Dicen que una mañana la chalupa de Castelo amaneció pintada y que el Rubio se descompuso al ver lo que había escrito en ella.

—¿Y qué ponía? —preguntó Caldas.

—Dicen que no lo leyeron.

Caldas se volvió hacia su ayudante.

—No pretenderás que crea que unos pescadores vieron una pintada en una de las chalupas de la rampa y no se acercaron a leerla…

—Yo no pretendo nada, inspector. Lo dicen ellos. Parece ser que el Rubio llevó inmediatamente la chalupa a un carpintero de ribera para borrarla.

Caldas se volvió con las venas del cuello hinchadas por el esfuerzo y la mano blanca alrededor de la llave.

—¿Entonces cómo saben que era un mensaje del capitán Sousa?

Estévez se encogió de hombros.

—Eso mismo les pregunté yo, y aún no sé bien qué me respondieron.

—Ya —dijo Caldas rindiéndose—. A ver si tú eres capaz de abrir esta maldita puerta.

El aragonés retrocedió un paso, echó el cuerpo hacia atrás para tomar impulso y lanzó una patada que desencajó la puerta.

—¡Carallo, Rafa! —protestó el inspector, que apenas había tenido tiempo para echarse a un lado.

—¿No quería abrirla?

La patada del aragonés no sólo la había abierto, sino que había arrancado de cuajo una de las bisagras. El inspector miró la portezuela descoyuntada, dio un suspiro y la apartó como quien retira una cortina.

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