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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (15 page)

BOOK: La princesa prometida
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No.

Iba a Madrid, porque allí era donde vivía el famoso Yeste, y si ese alguien tenía dinero y tiempo, conseguía el arma. Yeste era obeso y jovial, y uno de los hombres más ricos y más respetados de la ciudad. Y era muy justo que lo fuese. Hacía unas espadas maravillosas, y los nobles se jactaban de poseer una Yeste original.

Pero a veces —no a menudo, cuidado, tal vez una vez al año o quizá menos— aparecía alguien que encargaba un arma que superaba incluso las habilidades de Yeste. Cuando algo así ocurría, ¿acaso Yeste decía: «Ay, lo siento, no puedo hacerla»?

No.

Lo que decía era: «Será un placer, cobraré la mitad por adelantado y el resto al momento de la entrega; regresad dentro de un año, muchísimas gracias».

Al día siguiente partía hacia las colinas que se alzan detrás de Toledo.

—¡Hola, Domingo! —gritaba Yeste cuando se acercaba a la cabaña del padre de Íñigo.

—¡Hola, Yeste! —le respondía Domingo Montoya desde la puerta de la cabaña.

Entonces, los dos hombres se abrazaban e Íñigo se acercaba corriendo y Yeste le alborotaba el pelo. Después Íñigo preparaba el té mientras los dos hombres conversaban.

—Te necesito —solía decir Yeste al inicio de la conversación.

Domingo gruñía.

—Esta misma semana he aceptado el encargo de un miembro de la nobleza italiana que quiere una espada. Ha de tener una empuñadura incrustada de piedras preciosas con el nombre de su amante de turno y…

—No.

Esa única palabra y ninguna otra. Pero era suficiente. Cuando Domingo Montoya decía que no, no significaba otra cosa más que eso: no.

Íñigo, que se encontraba preparando el té, sabía lo que ocurriría después: Yeste emplearía su encanto.

—No.

Yeste emplearía su riqueza.

—No.

Su ingenio, su maravilloso don de persuasión.

—No.

Recurriría a los ruegos, las súplicas, las promesas, los votos.

—No.

A los insultos. A las amenazas.

—No.

Y, por último, a las genuinas lágrimas.

—No. ¿Quieres más té, Yeste?

—Otra tacita, quizá. Gracias… —Y después, en voz muy alta—: ¿Por qué no?

Íñigo se apresuraba entonces a llenarle las tazas para no perderse una sola palabra. Sabía que se habían criado juntos, que se conocían desde hacía sesenta años, que siempre se habían querido mucho, y se entusiasmaba cuando podía oírlos discutir. Eso era lo extraño: no hacían otra cosa más que discutir.

—¿Por qué? ¿El gordo de mi amigo me pregunta por qué? ¿Se queda ahí sentado, sobre su ancho culo, y tiene el coraje de preguntarme por qué? Yeste, ven algún día con un reto. Una vez, una sola vez, ven hasta aquí y dime: «Domingo, necesito una espada para un hombre de ochenta años que ha de batirse en duelo», y entonces te abrazaría y, llorando, aceptaría tu petición. Porque hacer una espada para que un hombre de ochenta años sobreviva a un duelo, eso sí que es un reto. Pues la espada debería ser lo bastante resistente como para permitir que ganara, y, a la vez, lo bastante ligera como para no cansar su débil brazo. Tendría que emplearme a fondo para buscar quizá un metal desconocido, resistente pero muy ligero, o pergeñar una fórmula distinta con algún elemento conocido, mezclar un poco de bronce con un poco de hierro y un poco de aire en formas desconocidas en miles de años. Te besaría tus olorosos pies si me dieras una oportunidad así, mi gordo Yeste. Pero hacer una estúpida espada con unas estúpidas joyas que forman unas estúpidas iniciales para que un italiano estúpido pueda agasajar a su estúpida amante, no. No lo haré.

—Te lo pido por última vez. Por favor.

—Por última vez te digo que lo siento. Pero no.

—He dado mi palabra de que haría la espada —decía Yeste—. Y no puedo hacerla. En todo el mundo el único que puede hacerla eres tú, y vas y me dices que no. Eso querrá decir que no habré podido cumplir con un pedido. Y eso significará que habré perdido el honor. Y como el honor es lo único que me importa en este mundo, y como no puedo vivir sin él, debo morirme. Y como eres mi amigo más querido, ya que estoy aquí, puedo morirme ahora mismo, contigo, amparado por el calor de tu afecto.

Llegado este punto, Yeste sacaba un puñal. Era algo magnífico: Domingo se lo había regalado a Yeste el día de su boda.

—Adiós, pequeño Íñigo —decía entonces Yeste—. Que Dios te dé tu porción de sonrisas.

A Íñigo le estaba prohibido interrumpir.

—Adiós, pequeño Domingo —decía entonces Yeste—. Aunque muero en tu cabaña y aunque sea tu tozudez la que cause mi muerte, en otras palabras, aunque seas tú quien me mate, ni se te ocurra pensar en ello. Te quiero como siempre lo he hecho, y que Dios no permita que el remordimiento te quite el sueño. —Se descubría el pecho y acercaba el puñal más y más—. ¡El dolor es peor de lo que imaginaba! —gritaba Yeste.

—¿Cómo puede dolerte si la punta del puñal está todavía a dos centímetros de tu vientre? —preguntaba Domingo.

—Me anticipo al dolor; no me molestes, déjame morir en paz.

Acercaba la punta a la piel y empujaba.

Domingo le aferraba la mano y apartaba el puñal.

—Algún día no te lo impediré —le decía—. Íñigo, pon otro plato más para la cena.

—Estaba dispuesto a matarme. De verdad.

—Ya basta de dramatismos.

—¿Qué tenemos esta noche en el menú?

—Las gachas de siempre.

—Íñigo, vete a ver si por casualidad llevo algo en el carruaje.

En el carruaje siempre esperaba un festín.

Y después de la comida y de las anécdotas venía la despedida, y siempre, antes de la despedida, venía la petición.

—Deberíamos asociarnos —decía Yeste—. En Madrid. En el cartel, mi nombre precedería al tuyo, claro, pero iríamos siempre a partes iguales.

—No.

—Está bien. Pondremos tu nombre delante del mío. Eres el espadero más grande del mundo, mereces ocupar el primer puesto.

—Que tengas buen viaje.

—¿Por qué no?

—Yeste, amigo mío, porque eres muy famoso y muy rico, y está bien que sea así, pues fabricas unas armas maravillosas. Pero también has de fabricarlas para cualquier tonto que se te presente. Yo soy pobre, y en todo el mundo los únicos que me conocéis sois tú e Íñigo, pero no tengo que aguantar a los tontos.

—Eres un artista —le decía Yeste.

—No. Todavía no. Sólo un artesano. Pero sueño con llegar a ser un artista. Ruego porque algún día, si trabajo con el esmero suficiente, si tengo mucha, mucha suerte, logre fabricar un arma que sea una obra de arte. Entonces, podrás llamarme artista y yo te contestaré.

Yeste se subía a su carruaje. Domingo se acercaba a la ventanilla y le susurraba:

—Sólo te recuerdo una cosa: cuando tengas esa espada con las iniciales incrustadas de joyas, di que es tuya. No le cuentes a nadie que la he hecho yo.

—No te preocupes, que de esta boca no saldrá.

Abrazos, saludos. El carruaje se marchaba. Y así transcurría la vida antes de la espada con empuñadura para seis dedos.

Íñigo recordaba exactamente el momento en que había comenzado. Estaba preparando el almuerzo para los dos —porque desde que él cumpliera seis años, su padre le había dejado cocinar—, cuando alguien llamó a la puerta con fuerza inusitada.

—¡Eh, los de ahí dentro! —resonó la voz—. Daos prisa.

El padre de Íñigo abrió la puerta y dijo:

—Servidor.

—Eras espadero —dijo la voz resonante—. De prestigio. He oído decir que es verdad.

—Si lo fuera —repuso Domingo—. Pero no poseo grandes habilidades. Me dedico principalmente a hacer reparaciones. Quizá si tuvierais una daga desafilada, podría complaceros. Pero si me pedís más que eso, no estaré a la altura de las circunstancias.

Íñigo se acercó y espió, escudándose en su padre. La voz resonante pertenecía a un hombre poderoso, de cabello negro y anchos hombros, que iba montado en un elegante caballo marrón. Era, a todas luces, un noble, pero Íñigo no logró precisar de qué país.

—Quiero que me fabriquen la espada más grandiosa desde Excalibur.

—Espero que podáis hacer realidad vuestros deseos —dijo Domingo—. Y ahora, si me perdonáis, nuestro almuerzo está casi dispuesto y…

—No te he dado permiso para que te muevas. Quédate donde estás o deberás enfrentarte a mis iras. Y te advierto de antemano que son considerables. Soy destructivo por temperamento. Bien, ¿qué me decías de tu almuerzo?

—Os decía que falta mucho para comer; no tengo nada que hacer y jamás soñaría con moverme.

—Corren rumores de que oculto en las colinas que se alzan detrás de Toledo vive un genio —dijo el noble—. El más grande espadero del mundo.

—Suele venir a visitarnos…, de ahí vuestro error. Pero su nombre es Yeste y vive en Madrid.

—Pagaré quinientas monedas de oro por conseguir mis deseos —dijo el noble de anchos hombros.

—Es mucho dinero, más del que todos los hombres de toda esta aldea ganarán en todas sus vidas —dijo Domingo—. En verdad os digo que desearía aceptar vuestra oferta, pero no soy el hombre que buscáis.

—Estos rumores me conducen a creer que Domingo Montoya resolvería mi problema.

—¿Cuál es vuestro problema?

—Soy un gran espadachín. Pero no logro encontrar un arma que se ajuste a mis peculiaridades y, por ello, me veo impedido de alcanzar la perfección. Si pudiera tener un arma que se ajustara a mis necesidades, no habría nadie en el mundo capaz de igualarme.

—¿Y cuáles son esas peculiaridades de las que habláis?

El noble levantó la mano derecha.

Domingo comenzó a entusiasmarse.

El hombre tenía seis dedos.

—¿Las ves? —comenzó a decir el noble.

—Por supuesto —lo interrumpió Domingo—. El equilibro de la espada no es el adecuado para vos, porque todos los equilibrios han sido concebidos para cinco dedos. Aferrar la empuñadura de cualquier espada os producirá calambres, porque ha sido hecha para cinco dedos. A un espadachín, a un maestro, le produciría incomodidades. Y el más grande espadachín del mundo debe encontrarse siempre cómodo. Empuñar el arma ha de ser para él algo tan natural como pestañear, y debería hacerlo mecánicamente, sin pensar.

—Está claro que comprendes las dificultades… —comenzó a decir otra vez el noble.

Pero Domingo se había marchado a un lugar donde no le llegaban las palabras ajenas. Íñigo nunca había visto a su padre presa de semejante frenesí.

—Las medidas…, claro… cada dedo y la circunferencia de la muñeca, y la distancia de la sexta uña a la yema pulgar…, cuántas medidas… y vuestras preferencias… ¿Preferís cortar o rasgar? Si preferís rasgar, ¿lo hacéis de derecha a izquierda o quizá con un movimiento paralelo…? Cuando cortáis, ¿disfrutáis más haciéndolo con un fuerte tirón hacia arriba? ¿Cuánta fuerza queréis que parta del hombro y cuánta de la muñeca…? ¿Deseáis que la punta lleve una cobertura para que entre con más facilidad, o preferís ver cómo vuestro oponente da un respingo…? Cuánto por hacer, cuánto por hacer…

Y así siguió durante un buen rato, hasta que el noble desmontó y casi se vio obligado a aferrarlo por los hombros para calmarlo.

—Eres el hombre del que hablan los rumores.

Domingo asintió.

—Y me harás la espada más grande desde Excalibur.

—Soy capaz de reducir mi cuerpo a las ruinas por vos. Quizá falle. Pero nadie lo intentará con mayor ahínco.

—¿Y la paga?

—Cuando tengáis vuestra espada, me pagaréis. Ahora, permitid que comience a tomar las medidas. Íñigo…, mis instrumentos.

Íñigo salió corriendo y se internó en el rincón más oscuro de la cabaña.

—Insisto en dejar algo a cuenta.

—No es necesario; podría fallar.

—Insisto.

—Está bien. Una pieza de oro. Dejadme una pieza de oro. Pero no me habléis de dinero cuando tengo trabajo que hacer.

El noble sacó una pieza de oro.

Domingo la guardó en un cajón y allí la dejó sin siquiera echarle un vistazo.

—Palpaos los dedos —le ordenó—. Frotaos las manos con fuerza, sacudid los dedos… Cuando os enfrentéis a duelo estaréis entusiasmado, y esta empuñadura ha de ajustarse a las características de vuestra mano cuando sintáis ese entusiasmo; si tomara las medidas cuando estáis relajado, habría una cierta diferencia, una milésima de pulgada quizá, y eso nos alejaría de la perfección, que es justamente lo que pretendo. La perfección. No cejaré hasta alcanzarla.

El noble no pudo menos que sonreír.

—¿Y cuánto tardarás en alcanzarla?

—Volved dentro de un año —repuso Domingo.

Dicho esto, se puso a trabajar.

Y qué año. Domingo dormía únicamente cuando lo vencía el cansancio. Comía sólo cuando Íñigo lo obligaba. Estudiaba, se afanaba, se quejaba. Nunca debería haber aceptado aquel encargo; era imposible. Al día siguiente, con el ánimo por las nubes decía: «Nunca debería haber aceptado el encargo»; era demasiado sencillo y no estaba a la altura de su maestría. De la dicha a la desesperación, de la desesperación a la dicha, día tras día, hora tras hora. En ocasiones, Íñigo se despertaba y lo encontraba llorando:

—¿Qué te ocurre, padre?

—No puedo hacerlo. No puedo hacer la espada. No logro hacer que mis manos me obedezcan. Si no fuera porque ibas a quedarte solo, me mataría.

—Vete a dormir, padre.

—No, no necesito dormir. Los fracasados no necesitan dormir. De todos modos ya dormí ayer.

—Por favor, padre, una cabezadita.

—Está bien, sólo unos minutos, para que dejes de regañarme.

Algunas noches, Íñigo se despertaba y lo encontraba bailando.

—¿Qué te ocurre, padre?

—Pues que he descubierto mis errores y he corregido mis estimaciones equivocadas.

—Padre, entonces, ¿la acabarás pronto?

—La acabaré mañana y será un milagro.

—Eres maravilloso, padre.

—Soy más que maravilloso, ¿cómo te atreves a insultarme?

Pero a la noche siguiente, más lágrimas.

—¿Qué te ocurre ahora, padre?

—La espada, la espada, no puedo hacerla.

—Pero, padre, anoche dijiste que habías descubierto tus errores.

—Me equivoqué; esta noche he descubierto otros mucho peores. Soy el ser más desgraciado. Dime que no te importará que me mate, así podré poner fin a mi existencia.

—Pero me importa, padre. Te quiero y me moriría si tú dejaras de respirar.

—No me quieres de verdad, lo dices de pura lástima.

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