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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (4 page)

BOOK: La prueba
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Sonrió satisfecha: era una mujer acostumbrada a obtener lo que quería de los demás, sin malos modos, sin abusar, pero sin echarse atrás; a base de carácter, contactos o fuerza de voluntad. No hubiera podido salir adelante de otra manera.

En cuanto pisó la acera, un golpe de calor le azotó el rostro. De inmediato su cabello se apelmazó y sintió brotar el sudor, echando a perder su peinado y llenando la piel de su cara de brillos que el maquillaje no podría atenuar. Se rió al pensar en cómo le sentaría a Jorge, siempre tan perfecto, tal estropicio. Seguro que daría media vuelta y echaría a correr de nuevo hacia el interior para subir a su despacho y volver a refrescarse. Era tan coqueto que prefería llegar tarde a una cita que hacerlo en mal estado.

Pero no debía burlarse tanto de él, se reconvino. Era un chico estupendo que acababa de prestarle una gran ayuda y al que quería como a un hijo. «Además, tiene motivos para cuidar su físico: es rematadamente guapo, y eso siempre suele suponer una esclavitud».

Los demás alardes eran justificables, como esa manía suya que conservaba desde niño de hablar con propiedad. Antes le hacía parecer un redicho y ahora un pedante, pese a lo cual no habría podido quitársela de encima, probablemente, porque su profesión le exigía un especial dominio de la palabra, reflexionó. Achacó esa artificiosidad que de vez en cuando imprimía en sus diálogos y que le impedía a veces manejar las conversaciones de manera más coloquial y relajada, con naturalidad, a una cierta falta de familiaridad en su trato con las mujeres. Supuso que esto último se debía a la fatalidad de haber tenido que criarse prácticamente sin madre, sólo con la compañía de Thomas, su padre, un hombre de gran corazón, pero algo distante.

Lola conocía a Jorge desde que este tenía seis años. Sus padres, así como los de Roberto y ella misma y su marido, compraron un piso en la misma urbanización y, como los tres niños tenían edades parejas, coincidieron no sólo en la guardería, sino también luego en el colegio y, fuera del ámbito académico, en el parque, la piscina comunitaria, las canchas de tenis… Pronto los tres se convirtieron en una pina, pero sin duda el más beneficiado de esa amistad era Jorge, hijo único, que de modo muy evidente echaba en falta la presencia de hermanos con quienes compartir juegos y correrías.

Siempre fue un chico brillante en casi todo: notas excelentes, bueno en los deportes, exitoso en sus actividades de ocio. Sin embargo, en la preadolescencia, a raíz de la larga enfermedad y posterior muerte de su madre, comenzó a decaer su entusiasmo. Era competitivo y ello le empujaba a mejorar, pero su actitud escondía cierta apatía, falta de ilusión, un descreimiento que no era normal en un chaval de su edad.

El compromiso, recordó Lola, le llegó a partir de los quince. Antes de esa edad, ese hermetismo que nació en él tras la ausencia de Marina le impedía involucrarse en exceso en casi nada, sobre todo si debía demostrar sus sentimientos en temas que le afectaban. Por eso le enternecía ver ahora hasta qué punto estaba volcado en el asunto de los CIÉ y en todo lo que tenía que ver con el mundo de las migraciones.

Se le vino a la mente Thomas, el padre de Jorge, y esas conversaciones en las comidas de fin de curso o en las charlas durante los partidos de fútbol entre escolares en las que él solía mostrarse siempre tan preocupado por la educación de Jorge, huérfano y sin hermanos. Lo cierto es que ambos, Lola y Thomas, tenían mucho en común: los dos debían criar solos a sus hijos y les asustaba no dedicarles el tiempo suficiente, absorbidos por sus trabajos —de cirujano él, de periodista ella—. Al mismo tiempo y de manera inconsciente, posiblemente por ese miedo de los que ya saben lo que es perder a un ser querido, temían sobreprotegerlos por el pánico a perderlos o a que les pudiera suceder algo.

De eso, de sobreprotección, Jorge estuvo sobrado hasta que él mismo se dio cuenta y empezó a liberarse de esas abuelas que se ocupaban de él la mayor parte del tiempo y que involuntariamente lo asfixiaban. Un día, recién cumplidos los quince años, se encaró con su padre y le dijo que ya no podía más con tanto mimo y tantos besitos de señoras mayores, que era perfectamente capaz de cuidarse solo y quería participar en más actividades con chicos de su edad.

Thomas, percatándose entonces de que ese miramiento excesivo no beneficiaba a su hijo, reaccionó y lo animó a volcarse más en el mundo del deporte. Jorge ya jugaba al tenis y al fútbol y lo hacía bien; pero desde ese invierno, junto a Roberto y Aitor, con los que compartía también el mismo equipo de fútbol juvenil, comenzó a practicar asimismo esquí y snowboard. Poco a poco se fue desprendiendo de ese egocentrismo y ese creerse más listo que nadie y, por fin, al cumplir dieciséis años, se atrevió a pedirle a su padre el regalo que ansiaba desde hacía tanto tiempo: quería viajar solo, conocer mundo, probar a defenderse por su cuenta.

Pasó todo ese verano trabajando como cooperante voluntario en el campamento argelino de Tinduf promovido por una ONG de ayuda a África, y eso le permitió participar de otra realidad: una vida en la que no sólo se desconocía la opulencia, sino que incluso se carecía de lo más básico para sobrevivir.

El niño mimado, el ojito derecho de sus abuelas, el consentido de papá, tuvo que soportar temperaturas de cincuenta grados sin ventilador ni aire acondicionado y beber agua sin esterilizar y convivir con cientos, miles de moscas por todas partes: sobre la carne, el pan o los platos mugrientos llenos de arroz y bichos que devoraba sin pensar. Conoció la esencia misma de la pobreza y tomó consciencia de que era un privilegiado por haber venido al mundo donde le tocó nacer porque la pena por nacer en un país pobre en una familia pobre no entiende de igualdad de oportunidades.

Al final de aquel verano volvió a España habiendo creado un lazo sentimental con esa gente que jamás desaparecería, y Lola era consciente de la incalculable influencia que esta experiencia ejerció en la decisión de Jorge, años después, de especializarse en temas migratorios.

Pensó en el orgullo que sentiría Marina, la pobre Marina, al ver ahora a su hijo. Incluso le gustaría reconocer que algunos de los principales rasgos de su galanura provenían directamente de la legendaria belleza materna. Porque Jorge, eso no podía negarlo, era muy atractivo. Al menos para la mayoría de las mujeres. Rubio, de constitución atlética y ojos verde claro, estaba dotado de unas galantes maneras y de un sentido estético, sobre todo en lo que se refería a su propio vestuario, rematadamente acertado.

Sí, era un hecho constatado, aunque a ella nunca le hubieran gustado especialmente los hombres de ese tipo, tan bellos que parecían muñecos o príncipes azules. Y, pese a todo, Jorge era apuesto, el condenado.

Lástima que estropeara sus probablemente muchas oportunidades de ligar coqueteando a destiempo con mujeres demasiado mayores para él, pensó, y, divertida por el recuerdo de sus ojitos de cordero degollado, de su nerviosismo al mirarla, de ese tragar saliva antes de hablarle, accionó el mando a distancia de la puerta del coche procurando meterse en él tan rápido como le fue posible. Ya tenía ganas de poner el aire acondicionado y dejar de pasar calor, a ver si conseguía quitarse el sofoco antes de recoger a los niños y terminar la tarde con ellos, sin prisas ni agobios, disfrutando del regalo de ser abuela y sentirse todavía atractiva; del alivio que suponía tomarse un refresco con ellos, sin prisas al fin, mientras observaban cómo el sol se ponía desde su terraza.

S
IETE

La eterna tarde terminaba al fin, de una bendita vez llegaba el ocaso, y Camila, exultante en su caftán nuevo y semitransparente, relajada tras el masaje y perfectamente maquillada y peinada, contemplaba la puesta de sol desde el borde de su piscina tenuemente iluminada saboreando el frescor recién llegado y el mojito, casi helado. Sentía bullir en su interior una mezcla de emociones contradictorias: por una parte, estaba tranquila y segura porque se sabía impecable, pero por otra, no podía dejar de sentir un cierto cosquilleo provocado por los nervios o la excitación. Y es que siempre le ocurría lo mismo; para ella era casi más placentera la anticipación por la pasión que habría de venir que el momento del goce en sí. Definitivamente, era una de esas mujeres románticas que, por más que su Negro no pudiera entenderlo, disfrutaban más con el amor imaginado que con el real.

Se estiró sobre la
chaise longue
de mimbre esmerándose por no arrugar la seda de su atuendo. Sabía que a su amante le gustaba especialmente el tacto de ese tejido sobre la piel de su cuerpo moldeado a golpe de gimnasio y liposucciones, y más tarde, al desnudarla, admirar cómo caían las prendas al suelo tras deslizarse, llevadas por su propio peso, o en ocasiones rasgadas y rotas por la fuerza de sus manos varoniles tan excitantemente brutales.

A veces, se reconoció, no podía dejar de pensar que los gustos amatorios de su negrito eran un tanto teatreros y horteras, pero desde luego ese era un inconveniente que fácilmente podía obviar. Las delicias que le regalaba eran tantas que bien podía pasar por alto esos desmanes canallescos similares a los de un magnate hecho a sí mismo forjados a base de putas, películas pornográficas y dinero.

Oyó pasos a su espalda y volvió la cabeza sorprendida: no le esperaba todavía, hacía apenas unos minutos que acababa de telefonear para advertirla de que aún seguía en el trabajo.

Al notar que no era él, recompuso rápidamente su rostro borrando la sonrisa esplendorosa de bienvenida y sustituyéndola por la acostumbrada seriedad distante que prefería usar con el servicio.

—¿Ocurre algo, Julián? —preguntó al mayordomo.

—Tiene una llamada, señora. —Y le ofreció el teléfono inalámbrico, pulcramente tendido sobre una impoluta bandeja de plata.

Lo tomó enfurruñada: si no era su Negro, ¿quién se atrevía a llamarla ahora?.

En cuanto se acercó el auricular a su oído y percibió al otro lado del hilo el marcado acento andaluz de un interlocutor masculino que preguntaba con respeto si era ella, en efecto, la señora doña Camila Blasco de la Merced, frunció más aún el ceño y, al instante, se arrepintió de haber dado al traste con ese gesto a toda una tarde de masajes y mascarillas. Se trataba, sin duda, del funcionario del ayuntamiento de Cádiz que el alcalde y los concejales de Cultura y Urbanismo habían designado como mediador para tratar con ella todo lo relativo a la expropiación del caserón.

Menudo pesado. Ahora seguro que la entretendría con mil y una preguntas y recordatorios sobre los plazos y el modo acordado para llevar a cabo ese procedimiento de la manera más civilizada posible. Como si pudiera negarse. Como si le quedara otra alternativa. Le enrabietaba no ser tan avezada en los negocios y, sobre todo, tan experta en sacar partido a su extensísima herencia, pero de entre todas las ideas más descabelladas que podrían haberle ofrecido, la de convertir el viejo caserón familiar en museo, como los políticos de turno pretendían, era la que más le hería su amor propio.

Se trataba de una casona enorme, oscura e incluso con eco. Recordó que sus hijos, de pequeños, solían esconderse en el hueco de la impresionante escalera de madera que desembocaba en el recibidor, donde jugaban a un entretenimiento de su invención consistente en hacer que las palabras retumbaran desde allí hasta llegar a otro niño apostado al final del pasillo que debía intentar adivinar qué le estaban diciendo. Casi nunca lo conseguían, y no era de extrañar, pues los pasillos estaban repletos de armaduras, arcones, cuadros, tapices, libros y medallas entre los que el sonido siempre se perdía, enredado en las esquinas, los adornos y los recovecos.

Ahora, tantos años después, el caserón ya no les daba ningún servicio, es cierto, pero era parte de su patrimonio y no quería deshacerse de él. También es verdad que a su familia poco le importaba que ofreciera una nítida imagen del pasado militar de su estirpe. Una vez que había dejado de servir para que los niños —bien creciditos ahora, convertidos en ricos herederos juerguistas y algo vagos, asumió con un suspiro— pasaran tardes enteras enredando y correteando entre los antiquísimos elementos decorativos, todo el mundo pensaba que lo mejor que podía hacer era desembarazarse del edificio. Era tan antiguo que resultaba carísimo de mantener, pero Camila era una enamorada de toda su carga histórica, artística y bibliográfica, y no hubiera permitido, ni por un segundo, dejarles derribarlo y construir apartamentos de lujo en su lugar.

Con todo, reflexionó, mientras el hombrecillo —no sabía por qué, pero decidió que precisamente eso era su interlocutor: un hombrecillo— seguía hablando de leyes y ordenanzas, había cosas de valor en la casa a las que no pensaba renunciar. Sobre todo en la biblioteca, la auténtica joya, el grandísimo tesoro del caserón, repleta de primeras ediciones de todo tipo de libros, novelas manuscritas y hasta un ejemplar con tapas bañadas en oro y escrito en chino de
El arte de la guerra,
de Sun Tzu. Al fondo de la habitación, recordó de pronto, cerca del ventanal más grande de la casa, el que permitía entrar más luz en una construcción oscura de por sí, se encontraba el escritorio; una valiosa pieza en madera de nogal que en su parte derecha disponía de cuatro cajones. Bajo el doble fondo del último de ellos se escondían las cartas, escritos personales pertenecientes a su padre, a su abuelo y a su bisabuelo que nunca había llegado a leer, pero que, según decidió en ese instante, no incumbían a nadie que no llevara sus apellidos.

Al fin y al cabo, se trataba de documentos privados de sus seres queridos y, por lo que pudiera pasar, no deseaba que quedaran fuera de la familia y mucho menos que pudieran llegar a hacerse públicos en algún momento indefinido a manos de Dios sabe qué oscuro funcionario desaprensivo.

Justo en ese instante el hombrecillo le hablaba de fijar una fecha límite para retirar todo aquello que deseara conservar de la casa antes de que el plazo acordado de entrega se hiciera efectivo. Se refería, aclaró, a objetos personales que estaba en su derecho a conservar. Si, además, pretendía retirar algún mueble u otro objeto artístico o decorativo especialmente valioso o con una considerable carga histórica, como las acuarelas, escudos o retratos, tendría que negociarlo a través de sus abogados. Esta llamada, le reiteró, y de pronto la firmeza de su voz hizo que a Camila dejara de parecerle un hombrecillo para convertirse en un hombretón, era un acto de cortesía dirigido a ella, y específicamente motivado por la importancia que su apellido tenía en la ciudad y el respeto que siempre les había merecido su familia a las instituciones del lugar.

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