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Authors: Magda Szabó

La puerta (28 page)

BOOK: La puerta
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La implacable luz, que ya me había parecido irritante aquella primera vez, reveló una escena de horror en esa habitación que antaño relucía siempre inmaculada: me hallé rodeada de todo tipo de inmundicias, humanas y animales, de restos de alimentos hediondos en estado de putrefacción desperdigados por el suelo o envueltos en hojas de periódico. Los manjares que habían llevado los vecinos —un pescado al horno, un pato asado…— también cubrían el pavimento de la estancia, infestados de gusanos. Solo Dios sabía desde cuándo aquello no había sido limpiado ni fregado. Podían verse cucarachas, también muertas. Aquel panorama de espanto que se presentaba ante mis ojos aparecía cubierto de una espesa capa de polvo blanco: era una imagen medieval, como una macabra danza de la muerte, en la que una mandíbula carcomida por los insectos había sido grotescamente espolvoreada con azúcar. Emerenc ya no estaba, los gatos tampoco; un olor irrespirable a desinfectantes invadía la habitación, más agresivo aún que el cloro habitual u otro ambientador. Los marcos de las ventanas habían sido desmontados, las persianas y los cristales sacados de su lugar. No solo el médico o la ambulancia debían de haber pasado por allí, también el servicio de desinfección: ese tipo de polvo, en esas cantidades, no solía guardarse en comercios ni viviendas particulares.

Cuando llegué a mi casa, aturdida por el miedo y la mala conciencia, notaba mis manos tan entumecidas, casi paralizadas, que fui incapaz de darle una sencilla vuelta a la llave en la cerradura y tuve que llamar al timbre para que mi marido me abriera la puerta. El nunca me recriminaba, y tampoco lo hizo esa vez; se limitó a ladear la cabeza, con el gesto de quien no tenía palabras para lo que acababa de suceder. Fue a la cocina para prepararme un té. Viola, arrastrándose por el suelo, vino a mi encuentro. Mientras bebía el té a pequeños sorbos, mis dientes tintineaban al chocar con la taza. Evité hacer preguntas; las llaves de Emerenc estaban sobre la mesa. Mi marido ni siquiera me preguntó por la entrevista; esperó a que terminara a duras penas de tomar el té, llamó un taxi y salimos hacia el hospital. Solo después de hablar con el médico que nos dio el número de la habitación de Emerenc, y descubrir que no estaba allí, recuperamos el habla. ¿Cómo que no había llegado? ¿Acaso la habían llevado a otra sala?

—No, la traerán aquí —nos dijo una enfermera—, pero antes ha tenido que pasar por el servicio de desinfección, porque en el estado en la que la encontraron no podía ocupar una cama de hospital.

Con la mirada perdida, como atontada, yo no lograba reaccionar. El personal sanitario nos atendió amablemente y, preocupados por mi risible estado de indisposición, no paraban de ofrecerme aspirinas o, al menos, un café. No me apetecía nada. Nos sentamos. Durante la larga espera, se me hizo inevitable preguntarle a mi marido sobre los detalles de lo ocurrido. Me contó lo que había pasado: cuando él llegó a la puerta de Emerenc, el doctor ya había cogido a la mujer, aunque con grandes esfuerzos. La enferma había opuesto una feroz resistencia, a pesar de que, según el posterior diagnóstico conjunto del médico de cabecera y del de urgencias, hacía unos días había sufrido un ataque menor de apoplejía, del cual se había recuperado solo a medias. Aún le quedaban algunas secuelas: tenía la pierna izquierda totalmente paralizada y dificultades para mover el brazo del mismo lado. Ambos doctores llegaron a la conclusión de que la mujer poseía un poder de recuperación casi milagroso. Así y todo, gracias a la potencia que todavía le quedaba en el brazo derecho, se había zafado de las manos que la tenían agarrada y se había encerrado de nuevo en su cuarto con la tranca echada. Para entonces, todos los ociosos que miraban desde la calle se habían metido en su antesala. Durante un buen rato soportó los ruegos sin rechistar, pero cuando el médico empezó a amenazarla con llamar a las autoridades, contestó a voz en grito que, si no la dejaban en paz, recibiría con un buen golpe en la cabeza al primero que se atreviese a entrar. A sus adeptos ni se les ocurría arremeter contra la salvaje portera, a la que apreciaban tanto como temían. Sin embargo, un transeúnte que pasaba casualmente por la calle en medio del alboroto general y se había acercado atraído por la curiosidad, intentó forzar la cerradura; cuando esta empezó a moverse, la reacción de Eme— rene fue asestar un hachazo a la madera y a través de la brecha abierta asomó, como en una película de terror, el hacha, que después empezó a agitar a diestro y siniestro en el aire. Desde ese momento nadie osó forzar su puerta, de la cual salía un hedor insoportable. A consecuencia del derrame cerebral, la vieja había estado una semana sin poder andar; había permanecido en la cama, con la cabeza apoyada sobre el codo; y había asumido que debía subsistir postrada en el lecho. Ante sus reticencias a pedir auxilio, ser asistida por las urgencias y llevada a un hospital, había preferido el mal menor: al igual que sus gatos, ella también haría sus necesidades dentro de la habitación. Si aguantaba sin salir a la antesala, aun queriendo, tendría que haberlo hecho arrastrándose a cuatro patas; la gente no se daría cuenta de su estado, así evitaría que entraran y que su secreto saliera a la luz. Si se curaba, haría una limpieza general como si no hubiera pasado nada; en caso contrario, si moría, ya no le importarían las consecuencias, ni siquiera se enteraría; como había recalcado en público cuantas veces había podido, para Emerenc el más allá no existía, como tantas otras cosas en las que la gente normal creía.

Desde el interior, las pestilentes emanaciones de los excrementos se mezclaban con el tufo de los alimentos putrefactos, impregnando el ambiente con su hedor infecto. Pero finalmente lograron atrapar a Emerenc con la intervención del desconocido; agachado para no ser alcanzado por los mandobles de la mujer y provisto de un hacha que le había traído el manitas, asestó a la cerradura un golpe tan contundente que la puerta entera se desprendió de su marco y se desplomó hacia delante. Emerenc, que había estado lidiando casi pegada a ella, cayó de bruces al suelo de la entrada y allí, con el impacto del aire fresco, se desmayó. El siniestro espectáculo estaba servido, ya no se podía ocultar el desastre: su ropa, siempre inmaculada pero esa vez sin mudar durante quién sabe cuántos días, estaba llena de inmundicias que, con la caída, se desbordaron por debajo de la falda. El señor Brodarics llamó por teléfono a urgencias, que no tardaron en venir. Los dos médicos hicieron un examen rápido y determinaron los pasos que debían seguirse: para empezar, le pusieron una inyección, pero el doctor del hospital consideró que no había peligro de fallecimiento inminente y no quiso que fuera ingresada sin antes desinfectar tanto al paciente como el lugar. En el acto telefoneó a los del servicio de desinfección, que acudieron enseguida y se pusieron en funcionamiento; primero esparcieron un polvo blanco y después fumigaron mediante un líquido. Dijeron que había que llevar a la mujer a una sala de antisepsia, porque en esas condiciones ningún cuerpo podía ser transportado en una ambulancia; tras darle el tratamiento adecuado, sería llevada al hospital. Mientras los operarios ejecutaban la labor de saneamiento vertiendo grandes cantidades de polvo y líquido sobre los montones de comida hedionda, de todos los distintos rincones del cuarto empezaron a salir varios gatos enormes, que escaparon veloces por el hueco de la puerta. Los funcionarios consideraron que las autoridades deberían tomar las medidas pertinentes respecto a la vivienda infectada, porque la situación seguía resultando intolerable para los demás vecinos de la finca. Por último, mi marido me dijo que había sido imposible cerrar el cuarto. Ya daba igual; con todos aquellos despojos asquerosos, a nadie se le ocurriría entrar. De todas formas, antes de marcharse, los operarios habían tapado el vano de la puerta con unos tablones de madera.

A esas alturas de mi vida, solo me faltaba eso: la imagen de Emerenc afectada por una parálisis parcial inmersa en sus propias inmundicias y rodeada de carnes podridas y caldos hediondos y ponzoñosos. El hijo de Józsi ya estaba junto a nosotros, sentado en el mismo banco y preocupadísimo por una sospecha bastante fundada: las cartillas estaban allí, dejadas de la mano de Dios, y cualquier ladrón desalmado, sin ningún complejo de tipo higiénico y soslayando el obstáculo de la pestilencia, podría apoderarse de ellas. Le sugerí que se acercara por allí para controlar la situación. Afortunadamente, las malditas libretas seguían allí, intactas: el sobrino las encontró en el
laversit
, en el resquicio formado entre el respaldo y el mugriento forro, el mismo lugar donde su padre, Józsi, solía esconder las cosas de valor. Mi marido, que siempre llevaba un libro consigo, leía mientras esperábamos a Emerenc. Yo, completamente tensa, masajeaba mis dedos entumecidos; tenía la sensación de que se me dormía el brazo izquierdo, como a mi asistenta. Cuando por fin la trajeron, desprovista de su ropaje habitual, apenas la reconocimos: inerte, los ojos cerrados; unas leves vibraciones en torno a la piel de los labios eran las únicas señales de vida, y delataban que aún no había recuperado la conciencia. La acostaron, le pusieron el suero y la taparon con una sábana; al verla así, sentí que mi corazón se partía de vergüenza y de dolor; me notaba tan decaída que me entraron ganas de acostarme junto a ella. El médico nos pidió que la dejáramos sola: no tenía sentido acompañarla, pues se encontraba en estado de shock, y no podía reconocernos. De momento no podía decirnos nada sobre el posible desarrollo de su enfermedad; de hecho, había mejorado considerablemente de la hemiplejía y en las radiografías apenas se habían detectado secuelas de la pulmonía; sin embargo, su corazón estaba tan débil que parecía poco probable que pudiera seguir aguantando. Tras una breve pausa agregó: «… si quiere aguantar más». Sus dolencias podían curarse perfectamente, pero, en su caso, las circunstancias que la habían llevado hasta ese punto habían sido extremadamente denigrantes. La medicina puede hacer milagros, y ahora necesitaríamos uno para que su corazón, tan afectado y desgastado por las faenas de una vida durísima, se recuperara. Añadió que, a lo largo de su carrera de cardiólogo, pocas veces había visto tal grado de deterioro.

Por primera vez desde que nuestras vidas se cruzaran, pude verla sin su pañuelo habitual: yacía allí, su cuerpo recién lavado con jabones perfumados, sus bellos cabellos sueltos, ya encanecidos. Sus facciones me hacían evocar y resucitar a otra mujer: una que hacía mucho tiempo reposaba bajo tierra, su madre. Emerenc, en el umbral que separaba la vida de la muerte, más cerca de esta última, se había transfigurado como por arte de magia en su madre. Si la primera vez que la vi alguien me hubiera dicho que la flor a la que podía compararse Emerenc era una camelia blanca, una adelfa nívea o un jacinto de la resurrección, me habría reído. Pero habían acaecido muchas cosas desde entonces, y contemplarla así, la frente lúcida por fin descubierta, su radiante hermosura de mujer mayor pese a su dignidad ultrajada, ya no podía esconder más su secreto: era una soberana a la que la enfermedad acababa de despojar de los harapos que habían ocultado su auténtica personalidad, y que ahora se mostraba en toda su magnífica dignidad y entereza, como la estrella más brillante de la noche. Solo entonces comprendí la gravedad de mi negligencia: si me hubiera quedado allí, habría podido imponer la autoridad que me daba mi creciente fama y convencer al médico que no avisara a nadie, de modo que habría podido llevármela a casa sin importarme su lamentable estado. Entre Adélka, Sutu y yo la habríamos bañado y arreglado, sin preocuparme de que el programa de televisión se emitiera o no en mi ausencia. Debí haber protegido su hogar; aunque en ese momento reinara en él un desorden espantoso, la única persona que había conocido su imagen real, bajo la expresa autorización de Emerenc, había sido yo. Sin embargo, no hice nada para impedir que esa turba irrumpiera en su sagrado reino en ruinas. Aunque más adelante, en la recepción del Parlamento, todo el mundo pensara con admiración que había llegado a lo más alto, yo nunca lograría despojarme del estigma de fracasada, que no había podido superar el primer examen de verdad que le había puesto la vida. Aún me quedaba la oportunidad de remediar mis errores, aunque fuera en esa última fase de su existencia. Si no lo conseguía, la perdería para siempre. Debía producirse un milagro, sobrepasar todos mis límites, para hacerle creer que lo que había vivido aquella tarde no había sido más que un sueño.

Entrega de premios

Esa noche llamé dos veces al hospital, donde me informaron de que el estado de Emerenc se mantenía estable, no se habían registrado cambios ni a peor ni a mejor. Después de regresar a casa, lo primero que hice fue acercarme al lugar de la tragedia, la vivienda abandonada, con una porción de carne fresca troceada en un plato. El médico de cabecera había dicho que los gatos se habían diseminado por allí; yo esperaba que, tras superar el susto mortal, en la oscuridad de la noche, hubieran vuelto al único refugio que tenían en ese mundo. En la habitación, el olor putrefacto casi no me dejaba respirar. Reinaba un silencio total; busqué por todas partes, hasta el último rincón, pero no los hallé por ningún lado. De madrugada hice otra visita relámpago y comprobé que el plato de carne estaba intacto, como lo había dejado. A decir verdad, la huida de los gatos iba a liberarme de un deber, y mientras mi sentido práctico me decía que tenía que alegrarme, mi corazón albergaba una contradictoria esperanza: ojalá reapareciesen, si no todos, al menos un par de gatos, para que cuando la pobre mujer regresara no solo encontrara su casa limpia y en condiciones dignas, sino también a algunos de sus seres queridos. Sin embargo, allí no había ya gato alguno, ni vivo ni muerto; todo parecía indicar que la irrupción de los hombres del servicio de desinfección en su pequeño mundo acabó traumatizando tanto a las pequeñas bestias que nunca más se atreverían a volver: habían preferido incorporarse a un universo lleno de peligros mortales, el mismo del que Emerenc los había salvado. Nunca más se vería otro gato merodeando por las inmediaciones de aquella vivienda, que había quedado marcada para siempre por el estigma de la destrucción. Viola, pese a conocer mejor que nadie el camino que conducía a la mansión, también la evitó después de la muerte de Emerenc. Una vez realizada la limpieza general, la vivienda fue pronto asignada a otros inquilinos, y aunque se seguía viendo la misma luz en la antesala, y todas las primaveras se percibía la fragancia de las violetas que su anterior moradora había plantado, el perro, que durante sus paseos no cesaba de buscar a Emerenc por todas partes, ya no mostraría el menor interés por su antigua casa. De forma misteriosa, el perro parecía identificarla con el lugar de la última batalla perdida, aun cuando él mismo no la hubiese presenciado. Al día siguiente del ingreso de Emerenc en el hospital, el barrio amaneció sumido en un silencio totalmente inusitado, solo comparable con el ambiente de duelo profundo que la gente solía guardar, sin necesidad de decreto oficial, por la enfermedad de un jefe de Estado muy querido por todos. Viola se quedó en su refugio, más que enervado, extinguido, como un carnero al que acaban de cercenar la garganta, paralizado y mudo de repente; cuando lo saqué a pasear caminaba a duras penas, con la cabeza gacha y sin hacer caso a los otros perros del barrio.

BOOK: La puerta
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