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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (4 page)

BOOK: La quinta montaña
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—¿Quién eres tú? —preguntó el cuervo.

—Soy un hombre que descubrió la paz —respondió Elías—. Puedo vivir en el desierto, cuidar de mí mismo y contemplar la infinita belleza de la creación de Dios. He descubierto que mi alma es mejor de lo que pensaba.

Los dos continuaron cazando juntos durante otra luna. Entonces, una noche en que su alma estaba poseída por la tristeza, resolvió preguntarse nuevamente:

—¿Quién eres tú?

—No sé.

Otra luna murió y renació en el cielo. Elías sentía que su cuerpo estaba más fuerte y su mente más clara. Esa noche se dirigió al cuervo, que estaba posado en la misma rama de siempre, y respondió a la pregunta que hiciera algún tiempo atrás:

—Soy un profeta. Vi un ángel mientras trabajaba, y no puedo tener dudas de que soy capaz, aunque todos los hombres del mundo digan lo contrario. Provoqué una masacre en mi país porque desafié a la bienamada de mi rey. Estoy en el desierto, como estuve antes en una carpintería, porque mi propia alma me dijo que un hombre debe pasar por diversas etapas antes de poder cumplir su destino.

—Sí, ahora ya sabes quién eres —comentó el cuervo.

Aquella noche, cuando Elías volvió de la caza, quiso beber un poco de agua y vio que el Querite se había secado. Pero estaba tan cansado que decidió dormir.

En su sueño, el ángel de la guarda —que no venía desde hacía tiempo— apareció.

—El ángel del Señor habló con tu alma —dijo el ángel de la guarda—. Y ordenó:

Retírate de aquí, ve hacia el oriente y escóndete junto al torrente del Querite, en la frontera del Jordán. Beberás del torrente; y ordené a los cuervos que allí mismo te sustenten.

—Mi alma te ha escuchado —dijo Elías en el sueño.

—Entonces despierta, porque el ángel del Señor me pide que me aleje y quiere hablar contigo.

Elías se levantó de un salto, asustado. ¿Qué había pasado?

Aunque era de noche, el lugar se llenó de luz, y el ángel del Señor apareció.

—¿Qué te trajo aquí? —preguntó el ángel.

—Tú me trajiste aquí.

—No. Jezabel y sus soldados te hicieron escapar. Nunca lo olvides, porque tu misión es vengar al Señor tu Dios.

—Soy un profeta, porque tú estás en mi presencia y escucho tu voz—dijo Elías—. Cambié varias veces de rumbo, porque todos los hombres lo hacen. Pero estoy listo para ir a Samaria y destruir a Jezabel.

—Encontraste tu camino, pero no puedes destruir sin aprender a reconstruir. Yo te ordeno:

Levántate y ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y quédate allí, donde ordené a una mujer viuda que te mantenga.

A la mañana siguiente, Elías buscó al cuervo para despedirse. El pájaro, por primera vez desde que llegara a las márgenes del Querite, no apareció.

Elías viajó durante días hasta llegar al valle donde quedaba la ciudad de Sarepta, que sus habitantes conocían como Akbar. Cuando estaba ya casi sin fuerzas, vio a una mujer vestida de negro que recogía leña. La vegetación del valle era rastrera, de modo que ella tenía que contentarse con pequeñas ramitas secas.

—¿Quién eres? —pregunto.

La mujer miró al extranjero sin entender bien lo que le decía.

—Tráeme una vasija de agua para beber —dijo Elías—. Tráeme también un poco de pan.

La mujer dejó la leña a un lado, pero continuó sin decir nada.

—No tengas miedo —insistió Elías—. Estoy solo, con hambre y sed, y no tengo siquiera fuerzas para amenazar a nadie.

—Tú no eres de aquí —dijo ella finalmente—. Por la manera de hablar debes de ser del reino de Israel. Si me conocieras mejor, sabrías que nada tengo.

—Tú eres viuda, así me lo dijo el Señor. Y yo tengo menos que tú. Si no me das ahora de comer y de beber, moriré.

La mujer se asustó. ¿Cómo aquel extranjero Podía saber algo de su vida?

—Un hombre debe avergonzarse de pedir sustento a una mujer—dijo, recuperándose.

—Haz lo que te pido, por favor —insistió Elías, sabiendo que sus fuerzas comenzaban a faltarle—. En cuanto mejore, trabajaré para ti.

La mujer se rió:

—Hace un momento dijiste una verdad: soy una viuda, que perdió a su marido en uno de los barcos de mi país. Jamás vi el océano, pero sé cómo es el desierto: mata a quien lo desafía... —y continuó—... y ahora, me dices algo falso. Tan cierto como que Baal vive en la Quinta Montaña, es que yo no tengo nada cocido; sólo tengo un puñado de harina en una olla y un poco de aceite en una botija.

Elías sintió que el horizonte giraba y comprendió que se iba a desmayar. Reuniendo la poca energía que aún le quedaba, imploró por última vez:

—No sé si crees en los sueños, ni siquiera sé si yo creo. Sin embargo, el Señor me dijo que yo llegaría hasta aquí y te encontraría. Él ya me ha hecho cosas que me han llevado a dudar de Su sabiduría, pero jamás de Su existencia. Y así el Dios de Israel me pidió que yo dijese a la mujer que encontraría en Sarepta:

... la harina de tu olla no se acabará y el aceite de tu botija no faltará, hasta el día que el Señor haga llover otra vez sobre la tierra.

Sin explicar cómo tal milagro podría acontecer, Elías se desmayó.

La mujer se quedó contemplando al hombre caído a sus pies. Sabía que el Dios de Israel era apenas una superstición; los dioses fenicios eran más poderosos y habían transformado a su país en una de las naciones más respetadas del mundo. Pero estaba contenta; generalmente vivía pidiendo limosnas a los otros y hoy —por primera vez en mucho tiempo— un hombre la necesitaba. Esto hizo que se sintiera más fuerte; a fin de cuentas, existían personas en peor situación.

«Si alguien me pide un favor, es porque aún tengo algún valor en esta tierra —reflexiono—. Haré lo que me está pidiendo, sólo para aliviar su sufrimiento. Yo también conocí el hambre, y sé cómo destruye el alma.»

Fue hasta su casa y volvió con un pedazo de pan y una vasija de agua. Se arrodilló, colocó la cabeza del extranjero en su regazo y comenzó a mojar sus labios. Minutos después, él había recuperado el sentido.

Ella le ofreció el pan y Elías lo comió en silencio, mirando el valle, los desfiladeros, las montañas que apuntaban silenciosamente hacia el cielo. Dominando el paisaje por el valle, Elías podía ver las murallas rojizas de la ciudad de Sarepta.

—Hospédame contigo, porque soy perseguido en mi país —dijo Elías.

—¿Qué crimen cometiste? —preguntó ella.

—Soy un profeta del Señor. Jezabel mandó matar a todos los que rehusaran adorar a los dioses fenicios.

—¿Qué edad tienes?

—Veintitrés años —respondió Elías.

Ella contempló con piedad al joven. Tenía los cabellos largos y sucios; llevaba una barba aún rala, como si desease parecer mayor. ¿Cómo un pobre desgraciado como aquél podía desafiar a la princesa más poderosa del mundo?

—Si eres enemigo de Jezabel, también eres mi enemigo. Ella es una princesa de Sidón, cuya misión, al casarse con tu rey, fue convertir a tu pueblo a la verdadera fe, así dicen los que la conocieron.

Y prosiguió señalando a uno de los picos que enmarcaban el valle:

—Nuestros dioses habitan en lo alto de la Quinta Montaña desde hace muchas generaciones, y consiguen mantener la paz en nuestro país. Israel, en cambio, vive en la guerra y el sufrimiento. ¿Cómo podéis seguir creyendo en el Dios Único? Dadle tiempo a Jezabel para realizar su trabajo y veréis que la paz reinará también en vuestras ciudades.

—Yo ya escuché la voz del Señor —respondió Elías—. Vosotros, en cambio, nunca subisteis a la cima de la Quinta Montaña para saber que existe allí.

—Quien suba allí morirá abrasado por el fuego de los cielos. A los dioses no les gustan los extraños.

La mujer cesó de hablar. Se acordó de que aquella noche había soñado con una luz muy fuerte. Del centro de aquella luz salía una voz diciendo «recibe al extranjero que te busque».

—Hospédame contigo porque no tengo dónde dormir —insistió Elías.

—Ya te dije que soy pobre. Apenas me llega para mí misma y mi hijo.

—El Señor pidió que dejaras que me quede. Él nunca abandona a quien ama. Haz lo que te pido. Yo seré tu empleado. Soy carpintero, sé trabajar el cedro, y no me faltará quehacer. Así, el Señor usará mis manos para mantener Su promesa: «la harina de tu olla no se acabará y el aceite de tu botija no faltará hasta el día en que el Señor haga llover otra vez sobre la tierra».

—Aunque quisiera, no tendría con qué pagarte.

—No es necesario. El Señor proveerá. Confusa por el sueño de aquella noche, y a pesar de saber que el extranjero era enemigo de una princesa de Sidón, la mujer decidió obedecer.

La presencia de Elías fue pronto notada por los vecinos. Empezaron los comentarios: la viuda había dado cobijo a un extranjero en su casa sin respetar la memoria de su marido, un héroe que había muerto mientras procuraba ampliar las rutas comerciales de su país.

Cuando se enteró de las murmuraciones, la viuda explicó que se trataba de un profeta israelita, muerto de hambre y de sed. Y corrió la noticia de que un profeta israelita, huyendo de Jezabel, estaba escondido en la ciudad. Una comisión fue a buscar al sacerdote.

—¡Traed el extranjero a mi presencia! —ordenó. Y así se hizo. Aquella tarde, Elías fue conducido ante el hombre que, junto con el gobernador y el jefe militar, controlaba todo lo que sucedía en Akbar.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —preguntó—. ¿No te das cuenta de que eres enemigo de nuestro país?

—Durante años negocié con el Líbano, y respeto a su pueblo y sus costumbres. Estoy aquí porque soy perseguido en Israel.

—Conozco la razón —dijo el sacerdote—. ¿Fue una mujer quien te hizo huir?

—Esa mujer es la criatura más bella que conocí en mi vida, aunque haya estado apenas unos minutos ante ella. Pero su corazón es de piedra y detrás de sus ojos verdes se esconde el enemigo que quiere destruir a mi país. No he huido; sólo espero el momento adecuado para volver.

El sacerdote rió:

—Si esperas el momento adecuado para volver, entonces prepárate para quedarte en Akbar el resto de tu vida. No estamos en guerra con tu país; todo lo que deseamos es que la verdadera fe se difunda, por medios pacíficos, en todo el mundo. No queremos repetir las atrocidades que vosotros cometisteis cuando os instalasteis en Canaán.

—¿Asesinar a los profetas es un medio pacifico?

—Cortándole la cabeza al monstruo, deja de existir. Morirán unos cuantos, pero las guerras religiosas serán erradicadas para siempre. Y, según me contaron los comerciantes, fue un profeta llamado Elías quien empezó todo esto, y después huyó.

El sacerdote lo miró fijamente antes de continuar:

—Un hombre que se parecía a ti.

—Soy yo —respondió Elías.

—Muy bien, bienvenido a la ciudad de Akbar; cuando necesitemos alguna cosa de Jezabel, pagaremos con tu cabeza, la moneda más importante que tenemos. Hasta entonces, busca un trabajo y aprende a mantenerte por ti mismo, porque aquí no hay sitio para profetas.

Elías se preparaba para salir, cuando el sacerdote dijo:

—Parece que una joven de Sidón es más poderosa que tu Dios Único. Ella consiguió erigir un altar para Baal, y los antiguos sacerdotes ahora se arrodillan ante él.

—Todo sucederá como fue escrito por el Señor —respondió el profeta—. Hay momentos en que las tribulaciones se presentan en nuestras vidas y no podemos evitarlas. Pero están allí por algún motivo.

—¿Qué motivo?

—Es una pregunta que no podemos responder antes ni durante las dificultades. Sólo cuando ya las hemos superado entendemos por qué estaban allí.

En cuanto Elías salió, el sacerdote mandó llamar a la comisión de ciudadanos que lo había visitado aquella mañana.

—No os preocupéis por esto —les dijo—. La tradición nos manda ofrecer abrigo a los extranjeros. Además, aquí está bajo nuestro control y podremos vigilar sus pasos. La mejor manera de conocer y destruir a un enemigo es fingirse su amigo. Cuando llegue el momento lo entregaremos a Jezabel y nuestra ciudad recibirá oro y recompensas. Hasta entonces, aprenderemos cómo destruir sus ideas; por ahora sabemos apenas cómo destruir su cuerpo.

Así, aun cuando Elías fuese un adorador del Dios Único y un potencial enemigo de la princesa, el sacerdote exigió que el derecho de asilo fuese respetado. Todos conocían la antigua tradición: si una ciudad negase conceder refugio a un forastero, los hijos de sus habitantes pasarían por la misma dificultad. Como la mayor parte del pueblo de Akbar tenía a sus descendientes diseminados por la gigantesca flota mercante del país, nadie osó desafiar la ley de la hospitalidad.

Además, no constituía esfuerzo alguno esperar el día en que la cabeza del profeta judío sirviera de moneda de cambio y se obtuvieran por ella grandes cantidades de oro.

Aquella noche, Elías cenó con la viuda y su hijo. Como el profeta israelita era ahora una valiosa mercadería, algunos comerciantes enviaron comida suficiente para que la familia se pudiera alimentar durante una semana.

—Parece que el Señor de Israel está cumpliendo su palabra—dijo la viuda—. Desde que mi marido murió, mi mesa nunca estuvo tan provista como hoy.

Elías fue poco a poco integrándose en la vida de Sarepta. Como todos sus habitantes, pasó a llamarla Akbar. Conoció al gobernador, al comandante de la guarnición, al sacerdote, a los maestros artesanos que hacían trabajos en vidrio y que eran admirados en toda la región. Cuando le preguntaban qué estaba haciendo allí, él respondía la verdad: Jezabel estaba matando a todos los profetas de Israel.

—Eres un traidor en tu país y un enemigo en Fenicia—decían—, pero somos una nación de comerciantes y sabemos que cuanto más peligroso es un hombre más alto es el precio de su cabeza.

Y así pasaron algunos meses.

En la entrada del valle, algunas patrullas asirias habían acampado, y parecían dispuestas a quedarse. Era un pequeño grupo de soldados que no representaba ninguna amenaza. De cualquier manera, el comandante solicitó al gobernador que tomase alguna medida.

—No nos han hecho nada —dijo el gobernador—. Deben de estar en misión comercial, buscando una ruta mejor para sus productos. Si deciden usar nuestros caminos, pagarán impuestos y nos haremos más ricos aún. ¿Para qué provocarlos?

Para agravar la situación, el hijo de la viuda enfermó sin motivo aparente. Los vecinos atribuyeron el hecho a la presencia del extranjero en su casa y la mujer pidió a Elías que se fuera. Pero él se negó: el Señor aún no lo había llamado. Empezaron a circular rumores de que aquel extranjero había desencadenado con su presencia la ira de los dioses de la Quinta Montaña.

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