La radio de Darwin (29 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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Merton estaba de pie sobre la parte menos firme de la pendiente, intentando no resbalar, y pasaba la mirada con rapidez de uno a otro.

—¿Cuáles fueron las pruebas que fabricaste? —preguntó Mitch, quitándole importancia.

—No bromees de esa forma. —Pero la expresión de Ripper se suavizó y sujetó la mano de Mitch entre las suyas—. Tomamos muestras de colágeno de los huesos y lo enviamos a Portland. Hicieron análisis de ADN. Nuestros huesos son de una población diferente, que no está relacionada en absoluto con los indios modernos, y sólo remotamente emparentada con la momia de Spirit Cave. Caucásicos, si podemos utilizar un término tan impreciso. Pero probablemente no del tipo nórdico. Más bien ainu, creo.

—Es un descubrimiento histórico, Eileen —dijo Mitch—. Es excelente. Enhorabuena.

Una vez que había empezado, Ripper parecía incapaz de parar. Descendieron hasta las tiendas.

—Ni siquiera podemos empezar a hacer comparaciones raciales modernas. ¡Eso es lo que más me enfurece! Dejamos que nuestras estrafalarias nociones de raza e identidad empañen la verdad. Las poblaciones eran muy diferentes entonces. Pero los indios modernos no proceden de la gente a la que pertenecían nuestros esqueletos. Probablemente eran competidores de los ancestros de los indios actuales, y perdieron.

—¿Y ganaron los indios? Debería gustarles oír tal cosa.

—Piensan que intento dividir su unidad política. No les importa lo que sucedió realmente. ¡Quieren su mundo de fantasía y a la mierda la verdad!

—¿Me lo cuentas a mí? —preguntó Mitch.

Ripper sonrió a través de las lágrimas de desánimo y agotamiento.

—Las Cinco Tribus han interpuesto una demanda ante el Tribunal Federal de Seattle para llevarse los esqueletos.

—¿Dónde están los huesos ahora?

—En Portland. Los embalamos in situ y los enviamos ayer.

—¿Cruzando la frontera estatal? —preguntó Mitch—. Eso es secuestro.

—Es mejor que quedarse esperando a un puñado de abogados. —Sacudió la cabeza y Mitch le pasó un brazo por los hombros—. Intenté hacerlo bien, Mitch. —Se secó las mejillas con una mano llena de polvo, dejándose manchas de tierra, y se obligó a reír—. Ahora incluso he conseguido que los Vikingos estén molestos con nosotros.

Los Vikingos, un pequeño grupo compuesto en su mayoría por hombres de mediana edad que se apodaban a ellos mismos los adoradores nórdicos de Odín en el nuevo mundo, también se habían presentado ante Mitch, años antes, con sus ceremonias. Esperaban que Mitch pudiese demostrar sus reivindicaciones de que los exploradores nórdicos habían poblado gran parte de Norteamérica miles de años atrás. Mitch, siempre filosófico, les había dejado llevar a cabo un ritual sobre los huesos del Hombre de Pasco, todavía enterrado, pero finalmente había tenido que decepcionarles. El Hombre de Pasco era de hecho completamente indio, emparentado con los Na-Dene del sur.

Después de los análisis realizados por Ripper a sus esqueletos, los adoradores de Odín habían vuelto a marcharse decepcionados. En un mundo de frágiles autojustificaciones, la verdad no hacía feliz a nadie.

Mientras la luz del día se iba apagando, Merton sacó una botella de champaña, envases de salmón ahumado, pan fresco y queso. Algunos de los estudiantes de Ripper encendieron una gran hoguera, que crepitaba y chisporroteaba en la orilla del río, mientras Eileen y Mitch brindaban por su mutua locura.

—¿Dónde has conseguido todo esto? —le preguntó Ripper a Merton, que estaba colocando los abollados platos del campamento sobre la desnuda mesa de pino que se encontraba bajo el toldo más amplio.

—En el aeropuerto —dijo Merton—. El único lugar en el que me dio tiempo a parar. Pan, queso, pescado, vino... ¿qué más se puede pedir? Aunque no me vendría mal una cerveza.

—Tengo unas latas en el coche —dijo un chico robusto y medio calvo, de los de prácticas.

—El desayuno de los excavadores —dijo Mitch, aprobador.

—A mí no me incluyas —dijo Merton—. Y perdonad si os pido a todos que escarbéis a fondo. Todo el mundo tiene una historia que contar. —Aceptó el vaso de plástico lleno de champaña que le ofrecía Ripper—. Sobre razas, tiempo, emigración y lo que significa ser un ser humano. ¿Quién quiere empezar?

Mitch sabía que sólo tenía que quedarse callado un par de segundos y Ripper empezaría a hablar. Merton tomaba notas mientras ella hablaba de los tres esqueletos y de la política local. Hora y media después, empezaba a hacer mucho frío y se acercaron más al fuego.

—A las tribus altái les molestó que los del grupo étnico ruso desenterrasen a sus muertos —dijo Merton—. Hay revueltas indígenas por todas partes. Un tirón de orejas a los opresores coloniales. ¿Creéis que los neandertales tendrán portavoces manifestándose en Innsbruck en este momento?

—Nadie quiere ser un neandertal —contestó Mitch con sequedad—. Excepto yo. —Se volvió hacia Eileen—. He estado soñando con ellos. Mi pequeña familia nuclear.

—¿De verdad? —Eileen se inclinó hacia él, intrigada.

—Soñé que su gente vivía sobre grandes balsas en un lago.

—¿Hace quince mil años? —preguntó Merton, alzando una ceja.

Mitch percibió algo extraño en el tono del periodista y le miró con sospecha.

—¿Es una suposición, o han dado una fecha?

—Nada que hayan comentado públicamente —dijo Merton con desdén—. Sin embargo, tengo un contacto en la universidad... y me ha dicho que han determinado la antigüedad en quince mil años, sin lugar a dudas. A no ser —sonrió a Ripper— que comiesen mucho pescado.

—¿Qué más te ha dicho?

Merton dio puñetazos al aire dramáticamente.

—Pugilismo —dijo—. Violentas peleas en los cuartos de atrás. Tus momias violan todos lo principios conocidos de antropología y arqueología. No son estrictamente neandertales, es lo que alegan algunos miembros del equipo principal de investigación; son una nueva subespecie,
Homo sapiens alpinensis
, según uno de los científicos. Otro afirma que son neandertales esbeltos de la última etapa, que vivían en grandes comunidades y se volvieron menos fuertes y robustos, más parecidos a ti y a mí. Esperan poder justificar lo del niño.

Mitch bajó la cabeza. «No lo perciben de la misma forma que yo. No saben lo que yo sé.» Después volvió a alzarla y ocultó esas emociones. Tenía que mantener una cierta objetividad.

Merton se volvió hacia Mitch.

—¿Viste al bebé?

Eso hizo que Mitch diese un respingo en la silla. Merton le observó fijamente.

—No con claridad —dijo Mitch—. Sólo supuse, cuando dijeron que se trataba de un niño moderno...

—¿Podrían los rasgos infantiles enmarcar las características neandertales?

—No —dijo Mitch, y añadió, apartando la mirada—: Creo que no.

—Yo tampoco lo creo —coincidió Ripper. Los estudiantes se habían acercado para oír la conversación. El fuego crepitaba, silbaba y lanzaba a lo alto largos brazos anaranjados que abrazaban el frío y el silencio de la noche. El río mojaba la grava de la orilla con un sonido como el de un perro mecánico lamiendo una mano. Mitch sentía cómo el champaña le relajaba después de un largo y agotador día de viaje.

—Bueno, por poco probable que pueda ser, es más fácil que defender la ausencia de vínculo genético —dijo Merton—. La gente de Innsbruck tiene que admitir que la hembra y el bebé están relacionados. Pero hay importantes anomalías que nadie puede explicar. Esperaba que Mitchell pudiese aclararme algunas cosas.

Mitch se salvó de tener que fingir ignorancia gracias a una fuerte voz de mujer que llamaba desde lo alto del acantilado.

—¿Eileen? ¿Estás ahí? Soy Sue Champion.

—Demonios —dijo Ripper—. Pensé que a estas alturas ya estaría de vuelta en Kumash. —Colocó las manos formando un embudo y gritó hacia lo alto—. Estamos aquí abajo, Sue. Emborrachándonos. ¿Quieres acompañarnos?

Uno de los estudiantes subió por el camino que llevaba hasta lo alto del acantilado con una linterna. Sue Champion bajó tras él hasta la tienda.

—Un fuego agradable —comentó.

Medía aproximadamente un metro ochenta, era esbelta, incluso delgada, con el pelo largo y oscuro recogido en una trenza que le colgaba sobre el hombro en la parte delantera de la chaqueta de pana marrón. Champion parecía lista, elegante y algo tensa. Sonreía, pero su rostro mostraba las marcas del cansancio. Mitch miró a Ripper y vio determinación en su mirada.

—He venido para deciros que lo siento —dijo Champion.

—Todos lo sentimos —contestó Ripper.

—¿Habéis estado aquí fuera todo el tiempo? Hace frío.

—Somos muy abnegados.

Champion rodeó el toldo para acercarse al fuego.

—Mi despacho recibió vuestra llamada sobre los análisis. El presidente del consejo de las tribus cree que no es cierto.

—Contra eso no puedo hacer nada —dijo Ripper—. ¿Por qué os fuisteis sin más y me lanzasteis a vuestro abogado? Pensé que teníamos un acuerdo, y que si resultaban ser indios, llevaríamos a cabo las investigaciones básicas, con la mínima invasión, y se los entregaríamos a las Cinco Tribus.

—Bajamos la guardia. Estábamos cansados después de todo el follón que hubo con el Hombre de Pasco. Nos equivocamos. —Volvió a mirar a Mitch—. Yo le conozco.

—Soy Mitch Rafelson —dijo Mitch y le ofreció la mano.

Champion no la aceptó.

—Nos hizo correr mucho, Mitch Rafelson.

—Yo me siento igual —dijo Mitch.

Champion se encogió de hombros.

—Nuestra gente cedió en contra de sus más profundos sentimientos. Nos vimos forzados. Necesitamos el apoyo de los tipos de Olympia y la última vez les molestamos. Los representantes del consejo me enviaron porque estudié antropología. No hice un buen trabajo. Ahora todos están enfadados.

—¿Hay algo más que podamos hacer, fuera de los tribunales? —preguntó Ripper.

—El presidente me dijo que el conocimiento no es lo bastante importante como para molestar a los muertos. Deberías haber visto el dolor de los miembros del consejo cuando describí las pruebas.

—Pensé que los procedimientos habían quedado claros —dijo Ripper.

—Ya molestáis a los muertos en todas partes. Sólo os pedimos que dejéis en paz a los nuestros.

Las mujeres se contemplaron mutuamente con tristeza.

—No son vuestros muertos, Sue —dijo Ripper—. No se trata de vuestra gente.

—El consejo piensa que la ARPTNA sigue siendo aplicable.

Ripper alzó la mano. No serviría de nada volver a discutir sobre lo mismo.

—Entonces no nos queda nada que hacer excepto gastar más dinero en abogados.

—No. Esta vez vais a ganar —dijo Champion—. Tenemos otros problemas en estos momentos. Muchas de nuestras madres jóvenes están sufriendo la Herodes. —Champion frotó el borde del toldo de lona con una mano—. Algunos pensamos que no saldría de las ciudades, que sólo afectaría a los blancos, pero nos equivocamos.

Los ojos de Merton brillaron como pequeñas lentes ansiosas al resplandor del fuego.

—Lamento oírlo, Sue —dijo Ripper—. Mi hermana también tiene la Herodes. —Se puso en pie y apoyó la mano en el hombro de Champion—. Quédate un rato, tenemos café y cacao.

—Gracias, no. Me queda un largo trayecto de vuelta. Durante un tiempo no nos preocuparemos por los muertos. Debemos cuidar de los vivos. —Las facciones de Champion se relajaron ligeramente—. Algunos de los que están dispuestos a escuchar, como mi padre y mi abuela, dicen que lo que habéis descubierto es interesante.

—Benditos sean, Sue —dijo Ripper.

Champion miró hacia Mitch.

—La gente va y viene, todos vamos y venimos. Los antropólogos lo saben.

—Cierto —dijo Mitch.

—Será difícil explicárselo a los otros —añadió Champion—. Os mantendré informados de lo que nuestra gente decida hacer respecto a la enfermedad, si conocemos alguna medicina. Puede que podamos ayudar a tu hermana.

—Gracias —dijo Ripper.

Champion pasó la vista por el pequeño grupo reunido bajo el toldo de lona, saludó con la cabeza lentamente y luego hizo unos cuantos saludos breves adicionales, mostrando que había terminado lo que quería decir y estaba lista para irse. Trepó hasta el borde del acantilado acompañada por el joven robusto para iluminarle el camino.

—Extraordinario —dijo Merton, todavía con los ojos brillantes—. Intuición privilegiada. Puede que sabiduría nativa.

—No dejes que te afecte —dijo Ripper—. Sue es una buena persona, pero sabe tanto de lo que está sucediendo como pueda saber mi hermana. —Ripper se volvió hacia Mitch—. Dios, pareces enfermo —dijo.

Mitch se sintió algo mareado.

—He visto esa mirada en ministros del gobierno —comentó Merton suavemente—. Cuando soportan el peso de demasiados secretos.

37. Baltimore

Kaye recogió el bolso de viaje del asiento trasero del taxi y deslizó su tarjeta de crédito por el lector situado en el lado del conductor. Estiró la cabeza para contemplar el edificio de la más moderna torre de apartamentos de Baltimore, la Uptown Helix, treinta pisos situados sobre dos amplios cuadrángulos de tiendas y salas de cine, a la sombra de la torre Bromo-Seltzer.

Los restos de la nevada de la mañana formaban manchas de aguanieve sobre la acera. Para Kaye era como si aquel invierno no fuese a terminar nunca.

Cross le había dicho que el apartamento del piso veinte estaría completamente amueblado, que trasladarían y colocarían sus pertenencias, que habría comida en la nevera y la despensa, y que tendría cuenta en varios restaurantes de la planta baja: todo lo que deseara y necesitara, un hogar a sólo tres manzanas de las oficinas centrales de Americol.

Kaye se presentó al portero de la entrada para residentes, que le sonrió del modo en que los sirvientes sonríen a los ricos y le dio un sobre con las llaves de su apartamento.

—En realidad, yo no soy la propietaria —le dijo Kaye.

—Eso a mí me da igual —le contestó con la misma amabilidad deferente.

Subió en el lustroso ascensor de acero y cristal, atravesando el atrio de galerías comerciales hasta llegar a los pisos residenciales, tamborileando con los dedos en el pasamanos. Estaba sola en el ascensor. «Me protegen, me cuidan, me mantienen ocupada yendo de reunión en reunión, sin tiempo para pensar. Me pregunto en quién me he convertido.»

Dudaba de que ningún otro científico se hubiese sentido tan apremiado como se sentía ella ahora. Su conversación con Christopher Dicken en el INS la había empujado hacia un desvío que tenía poco que ver con el desarrollo de terapias para el SHEVA. Un centenar de elementos diferentes de su labor de investigación desde sus días de posgraduada habían aflorado repentinamente a la superficie de su mente, desplazándose como bailarines de un ballet acuático y ordenándose en atractivas configuraciones. Esas configuraciones no guardaban ninguna relación con la enfermedad o la muerte, sino con los ciclos de la vida humana... de toda clase de vida, en realidad.

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