La radio de Darwin (57 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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—Van a retenerme durante un par de semanas más. Van a volver a operarme la mano. Me gustaría salir del campus durante un tiempo, ver cómo van las cosas en el mundo.

—Vayamos a tu habitación para hablar —le propuso Augustine.

—Sois mis invitados —le respondió Dicken.

Una vez dentro, Augustine le pidió a Newcomb que cerrase la puerta.

—Me gustaría que Kelly pasase unos días hablando contigo. Para ponerse al día. Vamos a pasar a una nueva fase. El presidente nos ha puesto bajo su presupuesto personal.

—Genial —dijo Dicken con voz poco clara. Tragó e intentó producir algo de saliva para humedecerse la lengua. La medicación para el dolor y los antibióticos estaban fastidiando su química corporal.

—No vamos a hacer nada demasiado radical —dijo Augustine—. Todo el mundo está de acuerdo en que la situación es extremadamente delicada.

—Situación con S mayúscula —dijo Dicken.

—Así es, sin duda, por el momento —dijo Augustine lentamente—. Yo no lo he pedido, Christopher.

—Lo sé —respondió Dicken.

—Pero si un niño SHEVA naciese con vida tendríamos que actuar con rapidez. Dispongo de informes de siete laboratorios que demuestran que el SHEVA puede movilizar antiguos retrovirus del genoma.

—Activa todo tipo de HERV y retrotransposones —comentó Dicken. Había intentado seguir los estudios con un lector especial que tenía en la habitación—. No estoy seguro de que sean realmente virus. Podrían ser...

—No importa cómo los llames, tienen los genes virales exigidos —le interrumpió Augustine—. No nos hemos enfrentado a ellos desde hace millones de años, así que es probable que sean patógenos. Lo que ahora me preocupa es cualquier iniciativa que podría animar a las mujeres a llevar a término los embarazos de esos niños. No hay problemas en la Europa oriental y Asia. Japón ya ha iniciado un programa preventivo. Pero aquí somos más tercos.

Por decirlo con suavidad.

—No vuelvas a cruzar esa línea, Mark —le aconsejó Dicken.

Augustine no estaba de humor para recibir consejos sabios.

—Christopher, podríamos perder algo más que una generación de niños. Kelly está de acuerdo.

—Los informes parecen de fiar —confirmó Newcomb.

Dicken tosió, controló el espasmo, pero sintió como el rostro se le enrojecía de frustración.

—¿Qué propones? ¿Campos de internamiento? ¿Paritorios de concentración?

—Estimamos que nacerán entre un millar y dos millares de niños SHEVA en Norteamérica para finales de año, como mucho. Puede que no haya ninguno, cero, Christopher. El presidente ya ha firmado una orden de emergencia cediéndonos la custodia si alguno nace vivo. Ahora estamos perfilando los detalles civiles. Sólo Dios sabe qué va a hacer la Unión Europea. Asia sigue un procedimiento muy práctico. Aborto y cuarentena. Me gustaría que pudiésemos atrevernos a tanto.

—A mí no me suena como una crisis sanitaria tan importante, Mark —dijo Dicken. Volvió a toser. Con la visión dañada, no podía apreciar la expresión de Augustine tras los vendajes.

—Son contenedores, Christopher —dijo Augustine—. Si los bebés se mueven por entre la población, serán vectores. Para el sida bastaron unos pocos.

—Admitimos que es desagradable —dijo Newcomb, mirando de reojo a Augustine—. Así es como lo siento por dentro. Pero hemos realizado análisis por ordenador de algunos de los HERV activados. Si se produce la expresión de genes
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y
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viables, podríamos tener entre las manos algo mucho peor que el VIH. El ordenador apunta a una enfermedad como ninguna que hayamos conocido nunca. Podría destruir a la especie humana, doctor Dicken. Podríamos quedar reducidos a polvo.

Dicken se alzó de la silla y se sentó en el borde de la cama.

—¿Quién tiene otra opinión? —preguntó.

—El doctor Mahy y el CCE —dijo Augustine—. Bishop y Thorne. Y, claro, James Mondavi. Pero la gente de Princeton está de acuerdo, y cuentan con la confianza del presidente. Quieren trabajar junto con nosotros en este asunto.

—¿Qué dice la oposición? —le preguntó Dicken a Newcomb.

—Mahy cree que cualquier partícula liberada será un retrovirus totalmente adaptado, pero no patógeno, y que como mucho veremos algunos casos de cánceres raros —dijo Augustine—. Mondavi tampoco ve la patogénesis. Pero no estamos aquí por eso, Christopher.

—¿Por qué, entonces?

—Necesitamos tu colaboración personal. Kaye Lang se ha quedado embarazada. Conoces al padre. Es un SHEVA de primera fase. Tendrá un aborto cualquier día de estos.

Dicken apartó la cara.

—Está preparando una conferencia en el estado de Washington. Intentamos que la Oficina de Emergencia la impidiese...

—¿Una conferencia científica?

—Más tonterías sobre la evolución. Y, sin duda, animaría a más madres. Podría ser un desastre desde el punto de vista de las relaciones públicas, algo fatal para la moral. No controlamos la prensa, Christopher. ¿Crees que tendrá opiniones extremas sobre el tema?

—No —dijo Dicken—. Creo que será muy razonable.

—Eso podría ser incluso peor —dijo Augustine—. Pero podría ser un elemento a usar en su contra si dice contar con el apoyo de la Ciencia con mayúsculas. La reputación de Mitch Rafelson es puro barro.

—Es un tipo decente —dijo Dicken.

—Es un desastre, Christopher —replicó Augustine—. Por suerte, es un desastre para ella, no para nosotros.

76. Seattle

10 DE AGOSTO

Kaye llevó el bloc de notas desde el dormitorio a la cocina. Mitch llevaba en la Universidad de Washington desde las nueve de la mañana. La primera reacción ante su visita al Museo Hayer había sido negativa; no les interesaban las controversias, sin que importase el apoyo que tuviese de Brock o de cualquier otro científico. El mismo Brock, le habían comentado, era un hombre controvertido, y según sus fuentes anónimas se «había distanciado» e incluso le «habían echado» de los estudios neandertales en la Universidad de Innsbruck.

A Kaye siempre la había disgustado el politiqueo académico. Dejó el bloc y el vaso de zumo de naranja sobre una mesita situada junto a la gastada silla de Mitch, y se sentó con un ligero gemido. Sin nada específico que hacer esa mañana y sin saber qué dirección dar a partir de ese punto al libro, había empezado un pequeño ensayo general que podría usar en la conferencia dentro de dos semanas...

Pero el ensayo también se había quedado paralizado de pronto. La inspiración no podía competir con las peculiares sensaciones en el interior de su abdomen, así de simple.

Habían pasado casi noventa días. La noche anterior, en el diario, había escrito: «Ya casi tiene el tamaño de un ratón.» Y nada más.

Usó el control remoto para encender el viejo televisor. El gobernador Harris daba una conferencia de prensa más. Salía en antena cada día para informar sobre la Ley de Emergencia, para explicar cómo el estado de Washington cooperaba con Washington, D.C., a qué medidas se resistía —daba mucha importancia a la resistencia, jugando a ser el duro individualista de más allá de las Cascadas— y explicar con mucho cuidado dónde consideraba que la cooperación era beneficiosa y esencial. Una vez más les ofreció una triste letanía de estadísticas.

«En el noroeste, desde Oregón hasta Idaho, los agentes de la ley me dicen que se han producido al menos treinta sacrificios humanos. Una vez sumados a los veintidós mil casos estimados de violencia contra las mujeres en todo el país, la Ley de Emergencia parece una necesidad evidente. Somos una comunidad, un estado, una región, una nación, descontrolada, triste, asustada ante un incomprensible acto de Dios.»

Kaye se acarició el estómago con suavidad. El trabajo de Harris era imposible de realizar. Los orgullosos ciudadanos de Estados Unidos, pensó, estaban adoptando una actitud muy china. Una vez que se hizo evidente que el favor del Cielo había desaparecido, el apoyo a un gobierno o a todos los gobiernos había descendido de forma dramática.

A la conferencia del gobernador siguió una mesa redonda con dos científicos y un representante del estado. La charla acabó refiriéndose a los niños SHEVA como portadores de enfermedad; se trataba de una completa tontería y era algo que no quería ni necesitaba oír. Apagó el televisor.

Sonó el teléfono móvil. Kaye lo abrió.

—¿Hola?

—Oh, hermosura... Tengo a Wendell Packer, Maria Konig, Oliver Merton, y al profesor Brock, todos sentados en la misma habitación.

Kaye sintió calor en las mejillas y también relajación al oír la voz de Mitch.

—Les gustaría reunirse contigo.

—Sólo si quieren hacer de comadronas —le respondió Kaye.

—Dios mío... ¿sientes algo?

—El estómago revuelto —le comentó Kaye—. Me siento infeliz y se me ha secado la inspiración. Pero no, no creo que vaya a ser hoy.

—Bien, inspírate con esto —dijo Mitch—. Van a hacer público el análisis de las muestras de tejido de Innsbruck. Y van a presentar artículos en el congreso. Packer y Konig dicen que nos apoyarán.

Kaye cerró los ojos durante un momento. Quería saborear aquella sensación.

—¿Y sus departamentos?

—De ninguna forma. La situación política es demasiado complicada para que se impliquen los responsables de los departamentos. Pero Maria y Wendell van a trabajarse a sus colegas. Vamos a cenar juntos. ¿Te sientes con fuerzas?

El estómago se le había calmado. Kaye tuvo la impresión de que en una hora o dos tendría hambre de verdad. Había seguido los trabajos de Maria Konig durante años y la admiraba profundamente. Pero en aquel grupo masculino, quizá la mayor aportación de Konig era ser una mujer.

—¿Dónde vamos a comer?

—A cinco minutos del hospital Marine Pacific —le dijo Mitch—. Aparte de eso, no sé más.

—Quizá yo pueda tomar un plato de copos de avena —dijo Kaye—. ¿Tendré que tomar el autobús?

—Tonterías. Estaré ahí en cinco minutos. —Mitch le lanzó un beso a través de la línea y luego Oliver Merton le pidió el teléfono.

—Todavía no nos hemos visto para darnos la mano —dijo Merton sin aliento, como si hubiese estado discutiendo en voz alta o hubiese subido corriendo un tramo de escaleras—. Dios, señora Lang, me siento nervioso por hablar con usted.

—Me dio una buena zurra en Baltimore —le dijo Kaye.

—Sí, pero eso fue entonces —le respondió Merton sin el menor atisbo de lamentarlo—. No puedo decirle lo mucho que admiro lo que Mitch y usted están planeando. Soy todo asombro.

—Hacemos lo que nos parece lógico —dijo Kaye.

—Olvidemos el pasado —dijo Merton—. Señora Lang, soy un amigo.

—Ya veremos —fue la respuesta de Kaye.

Merton rió y le pasó el teléfono a Mitch.

—Maria Konig ha sugerido un buen restaurante vietnamita. Ése era su antojo cuando estaba embarazada. ¿Te parece bien?

—Después de tomarme mi avena —dijo Kaye—. ¿Tiene que ir Merton también?

—No si tú no quieres.

—Dile que voy a lanzarle miradas asesinas. Hazle sufrir.

—Lo haré —le dijo Mitch—. Pero se crece ante las críticas.

—Llevo diez años analizando tejidos de muertos —comentó Maria Konig—. Wendell ya sabe cómo es.

—Así es —corroboró Packer.

Konig, sentada frente a ella, era algo más que hermosa... era el modelo perfecto del aspecto que Kaye deseaba tener cuando llegase a los cincuenta. Wendell Packer era muy guapo, en un estilo delgado y compacto... el opuesto a Mitch. Brock vestía un abrigo gris y una camiseta negra, pulcra y simple; parecía perdido en profundas reflexiones.

—Cada día te llega una caja por FedEx, o dos o tres —siguió diciendo Maria—, y al abrirla encuentras en su interior pequeños tubos o botellas de Bosnia, Timor oriental o el Congo, y dentro hay un pequeño pedacito de piel o hueso de una u otra víctima, normalmente inocente, y un sobre con copias de los informes, más tubos, muestras de sangre o células de familiares de las víctimas. Días tras día tras día. No para nunca. Si estos bebes son el siguiente paso, si son mejores que nosotros para vivir en este planeta, no puedo esperar. Necesitamos un cambio rápido.

La pequeña camarera dejó de apuntar el pedido en la libreta y dijo:

—¿Identifica a gente muerta para las Naciones Unidas? —le preguntó a Maria.

Maria levantó la vista, avergonzada.

—A veces.

—Yo vengo de Kampuchea, Camboya, llegué hace quince años —dijo la camarera—. ¿Trabaja con gente de Kampuchea?

—Eso fue antes de que entrase yo, cariño —le respondió Maria.

—Yo sigo muy enfadada —dijo la mujer—. Madre, padre, hermano, tío. Y luego dejaron que los asesinos se librasen sin castigo. Hombres y mujeres muy malos.

Toda la mesa quedó en silencio a medida que los ojos de la mujer se llenaban de recuerdos. Brock se inclinó, agarrándose las manos y tocándose la nariz con el nudillo del pulgar.

—Ahora también malo. Voy a tener el bebé de todas formas —dijo la mujer. Se tocó el estómago y miró a Kaye—. ¿Usted?

—Sí —respondió Kaye.

—Creo en el futuro —dijo la mujer—. Tiene que ser mejor.

Terminó de apuntar los pedidos y se alejó de la mesa. Merton agarró los palillos y los agitó durante unos segundos.

—Me acordaré de esto —dijo—, la próxima vez que me sienta oprimido.

—Guárdatelo para tu libro —le dijo Brock.

—Estoy escribiéndolo —dijo Merton levantando las cejas—. No es ninguna sorpresa. Se trata de la noticia científica más importante de nuestro tiempo.

—Espero que estés teniendo más suerte que yo —le dijo Kaye.

—Estoy bloqueado, completamente paralizado —le respondió Merton, y empujó su vaso con el extremo más grueso del palillo—. Pero no durará demasiado. Nunca lo ha hecho.

La camarera les trajo rollitos de primavera: gambas, brotes y albahaca envueltos en una tortita traslúcida. A Kaye se le habían pasado las ganas de tomar la pastosa y reconfortante avena. Se sentía más aventurera, así que agarró uno de los rollitos con los palillos y lo hundió en el cuenco de salsa dulce. El sabor era extraordinario... Podría haber retrasado el proceso durante minutos para poder absorber cada molécula de sabor. La albahaca y la menta del rollito eran casi demasiado intensas, y la gamba se resistía crujiente, con un sabor rico y oceánico.

Sintió que se le agudizaban los sentidos. El inmenso comedor, aunque a oscuras y frío, le pareció lleno de color y detalles.

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