La radio de Darwin (63 page)

Read La radio de Darwin Online

Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
2.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Es la migraña! ¡Tiene una migraña!

—¿Quiénes son? —preguntó Mitch. Estuvo a punto de caerse. Kaye se acercó a él y le ayudó a permanecer en pie—. No veo muy bien —murmuró.

Clark y Jurgenson se consultaron en susurros.

—Por favor, sáquelo al porche, señora Lang —dijo Jurgenson con voz tensa. Kaye vio una pistola en la mano del ayudante.

—¿Qué es esto?

—Son del Equipo Especial —dijo Kaye—. Quieren que vayamos con ellos.

—¿Por qué?

—Algo relativo a ser infecciosos.

—No —dijo Mitch, resistiéndose entre sus brazos.

—Eso les he dicho. Pero, Mitch, no podemos hacer nada.

—¡No! —gritó Mitch agitando un brazo—. ¡Vuelvan cuando pueda verles, cuando podamos hablar! Dejen a mi mujer en paz, por amor de Dios.

—Por favor, salga al porche, señora —dijo el ayudante. Kaye sabía que la situación se estaba poniendo peligrosa. Mitch no estaba en condiciones de comportarse racionalmente. No sabía lo que podría hacer por protegerla. Los hombres del exterior tenían miedo. Eran tiempos terribles y podían pasar cosas terribles, y nadie sería castigado; podrían dispararles y quemar la casa hasta los cimientos, como si tuviesen la plaga.

—Mi mujer está embarazada —dijo Mitch—. Por favor, déjenla en paz. —Intentó acercase a la puerta. Kaye permaneció a su lado, guiándole.

El ayudante siguió apuntando con la pistola, pero la sostenía con ambas manos, con los brazos extendidos. Jurgenson le dijo que guardase el arma. Movió la cabeza.

—No quiero que hagan nada estúpido —dijo en voz baja.

—Vamos a salir —dijo Kaye—. No sean estúpidos. No estamos enfermos y no somos infecciosos.

Jurgenson les indicó que atravesasen la puerta y bajasen del porche.

—Tenemos una ambulancia. Les llevaremos a donde puedan cuidar de su marido.

Kaye ayudó a Mitch a salir y bajar. Mitch sudaba mucho y tenía las manos húmedas y frías.

—Sigo sin ver muy bien —le dijo a Kaye al oído—. Dime qué hacen.

—Quieren llevarnos.

Ahora estaban en el césped. Jurgenson le indicó a Clark que abriese la puerta trasera de la ambulancia. Kaye vio que había una joven tras el volante. La conductora miraba fijamente a través de la ventanilla subida.

—No hagas ninguna tontería —le dijo Kaye a Mitch—. Camina recto. ¿Te hicieron efecto las pastillas?

Mitch negó con la cabeza.

—Es fuerte. Me siento tan estúpido... dejándote sola. Vulnerable. —Le costaba hablar y tenía los ojos casi completamente cerrados. No podía soportar el resplandor de los faros. Los ayudantes encendieron las linternas y las dirigieron hacia Kaye y Mitch. Éste se tapó los ojos con una mano e intentó apartarse.

—¡No se muevan! —ordenó el ayudante de la pistola—. ¡Mantengan las manos donde las veamos!

Kaye oyó más motores. El segundo ayudante se volvió.

—Se acercan —dijo—. Camiones. Muchos.

Kaye contó cuatro pares de faros que venían por la carretera hacia la casa. Tres camionetas y un coche llegaron al jardín, salpicando gravilla y con los frenos chillando. Las camionetas llevaban personas detrás... hombres de pelo negro vestidos con camisas a cuadros, chaquetas de piel, cazadoras, hombres con coletas y luego vio a Jack, el marido de Sue.

Jack abrió la portezuela del conductor de su camioneta y bajó, frunciendo el ceño. Levantó la mano y los hombres permanecieron en la parte de atrás.

—Buenas noches —dijo Jack, relajando la frente y con un rostro que era de pronto neutral—. Hola, Kaye, Mitch. El teléfono no os funciona.

Los ayudantes miraron a Jurgenson y Clark en busca de guía. La pistola seguía apuntada a la grava. Wendell Packer y Maria Konig bajaron del coche y se acercaron a Mitch y Kaye.

—Todo va bien —les dijo Packer a los cuatro hombres que ahora formaban un cuadrado defensivo. Levantó las manos para mostrar que estaban vacías—. Hemos traído unos amigos para ayudarles a trasladarse. ¿Vale?

—Mitch tiene una migraña —gritó Kaye. Mitch intentó apartarla, para sostenerse por sí mismo, pero las piernas no le respondieron.

—Pobrecito —dijo Maria, dando media vuelta a los ayudantes—. No hay problema —les dijo—. Somos de la Universidad de Washington.

—Somos de las Cinco Tribus —dijo Jack—. Son amigos nuestros. Les vamos a ayudar a trasladarse. —Los hombres en las camionetas mantenían las manos bien visibles, pero sonreían como lobos, como bandidos.

Clark tocó a Jurgenson en el hombro.

—Que no haya titulares —dijo. Jurgenson asintió para estar de acuerdo. Clark subió a la ambulancia y Jurgenson se unió a los ayudantes en el Caprice. Sin más palabras, los dos vehículos retrocedieron y se perdieron en la noche recorriendo el camino de gravilla.

Jack se adelantó con las manos en los bolsillos del vaquero y una enorme sonrisa llena de energía.

—Ha sido divertido —dijo.

Wendell y Kaye ayudaron a Mitch a sentarse en el suelo.

—Estaré bien —dijo Mitch con la cabeza entre las manos—. No pude hacer nada. Dios, no pude hacer nada.

—Todo va bien —dijo Maria.

Kaye se arrodilló a su lado, tocándole la frente con la mejilla.

—Vamos adentro. —Ella y Maria le ayudaron a ponerse en pie y le llevaron hasta la casa.

—Tuvimos noticias de Oliver desde Nueva York —dijo Wendell—. Christopher Dicken lo llamó y dijo que pronto iba a pasar algo desagradable. Comentó que no contestabais al teléfono.

—Eso fue esta tarde —dijo Maria.

—Maria llamó a Sue —dijo Wendell—. Sue llamó a Jack. Jack estaba de visita en Seattle. Nadie tenía noticias vuestras.

—Estaba en una reunión en el casino Lummi —dijo Jack. Hizo un gesto en dirección a los hombres de las camionetas—. Hablábamos sobre nuevos juegos y máquinas. Se ofrecieron voluntarios para venir. Supongo que fue para bien. Creo que ahora deberíamos ir a Kumash.

—Estoy listo —dijo Mitch. Subió los escalones por sí mismo, se volvió y levantó los brazos mirándoles—. Puedo hacerlo. Estaré bien.

—Allí no podrán llegar hasta vosotros —dijo Jack. Miró a la carretera con los ojos relucientes—. Van a convertir a todo el mundo en indios. Malditos cabrones.

84. Condado de Kumash, este de Washington

MAYO

Mitch se encontraba en la cresta de un promontorio calcáreo que miraba al Wild Eagle Casino and Resort. Se echó el sombrero atrás y miró al sol brillante. A las nueve de la mañana, el aire estaba quieto y muy caliente. En circunstancias normales, el casino, un llamativo botón rojo, oro y blanco en los tonos apagados del sudeste de Washington, daba empleo a cuatrocientas personas, trescientas de ellas de las Cinco Tribus.

La reserva estaba sometida a cuarentena por no cooperar con Mark Augustine. Tres camiones de la patrulla del sheriff del condado de Kumash habían sido aparcados en la carretera principal que venía de la autopista. Ofrecían refuerzos a los agentes federales que hacían cumplir una orden de restricción del Equipo Especial, que se aplicaba a toda la reserva de las Cinco Tribus.

El casino no hacía negocios desde hacía más de tres semanas. El aparcamiento estaba casi vacío y habían apagado las señales luminosas.

Mitch arañó la tierra con la bota. Había dejado la caravana con aire acondicionado y había subido a la colina para estar solo y pensar durante un rato, y por tanto, cuando vio como Jack recorría el mismo sendero, sintió un poco de resentimiento. Pero no se fue...

Ni Mitch ni Jack sabían si estaban destinados a gustarse. Siempre que se encontraban, Jack hacía ciertas preguntas, como un desafío, y Mitch ofrecía respuestas que nunca eran del todo satisfactorias.

Mitch se agachó y agarró una piedrecilla redonda cubierta de barro seco. Jack recorrió los últimos metros hasta la cima de la colina.

—Hola —dijo.

Mitch asintió.

—Veo que también lo tienes. —Jack se acarició la mejilla con un dedo. La piel de su cara estaba formando una máscara como la del Llanero Solitario, pelándose en los bordes, pero haciéndose más gruesa cerca de los ojos. Los dos hombres tenían aspecto de mirar a través de delgadas capas de barro—. No desaparecerá sin sangre.

—No deberías tocártelo —le dijo Mitch.

—¿Cuándo te empezó?

—Hace tres noches.

Jack se agachó al lado de Mitch.

—En ocasiones me siento furioso. Creo que quizá Sue podría haberlo planificado mejor.

Mitch sonrió.

—¿El qué? ¿Quedarse embarazada?

—Sí —dijo Jack—. El casino está vacío. Nos estamos quedando sin dinero. He dejado salir a la mayoría de nuestra gente, y los otros no pueden entrar a trabajar desde el exterior. Tampoco me siento muy feliz conmigo mismo. —Volvió a tocar la máscara y luego miró el dedo—. Uno de los jóvenes padres intentó arrancársela. Ahora está en la clínica. Le dije que era un estúpido.

—No es fácil, sí —dijo Mitch.

—Deberías venir alguna vez a una reunión del consejo.

—Agradezco el simple hecho de estar aquí, Jack. No quiero enfurecer a nadie.

—Sue opina que quizá no se enfurezcan si te reúnes con ellos. Eres un tío bastante agradable.

—Eso me dijo hace como un año.

—Ella opina que si yo no estoy furioso, los demás tampoco lo estarán. Quizá tenga razón. Aunque hay una vieja mujer cayuse, Becky. La echaron de Colville y vino aquí. Es una abuela agradable, pero cree que su labor consiste en estar en desacuerdo con cualquier cosa que quieran las tribus. Puede que, ya sabes, te mire y se meta un poco contigo. —Jack puso cara de cascarrabias y asestó golpes al aire con un dedo rígido.

Jack no era habitualmente tan locuaz y nunca hablaba de lo que se decía en las reuniones.

Mitch se rió.

—¿Crees que va a haber problemas?

Jack se encogió de hombros.

—Quieren celebrar pronto una reunión de padres. Sólo los padres. No como las clases de parto en la clínica con las mujeres. Avergüenzan a los hombres. ¿Vas a ir esta noche?

Mitch asintió.

—Será la primera vez para mí con esta piel. Va a ser difícil. Algunos de los nuevos padres ven la tele y se preguntan cuándo recuperarán sus trabajos. Culpan a las mujeres.

Mitch sabía que había tres parejas que todavía esperaban bebés SHEVA en la reserva, además de él y Kaye. Entre las tres mil setenta y dos personas que integraban la reserva, que formaban las Cinco Tribus, se habían producido seis nacimientos SHEVA. Todos habían nacido muertos.

Kaye colaboraba con el obstetra de la clínica, un joven doctor blanco llamado Chambers, y ayudaba a llevar las clases de parto. Los hombres eran un poco lentos y quizás estaban mucho menos dispuestos a aceptar la situación.

—Sue lo espera más o menos para la misma fecha que Kaye —dijo Jack. Cruzó las piernas y se sentó directamente en el suelo, algo que a Mitch no le salía muy bien—. He intentado aprender sobre genes y ADN, y qué es un virus. No es mi lenguaje.

—Puede ser difícil —dijo Mitch. No sabía si alargar la mano y ponerla sobre el hombro de Jack. Sabía tan poco de la gente moderna cuyos antepasados había estudiado—. Podríamos ser los primeros en tener bebés sanos —dijo—. Los primeros en saber qué aspecto tendrán.

—Creo que es cierto. Puede ser muy... —Jack se detuvo. Dobló los labios al pensar—. Iba a decir que un honor. Pero no es nuestro honor.

—Quizá no —dijo Mitch.

—Para mí, todo permanece vivo por siempre. Toda la Tierra está llena de cosas vivas, algunas vestidas de carne, otras no. Estamos aquí debido a los muchos que vinieron antes. No perdemos nuestra conexión con la carne al renunciar a ella. Nos dispersamos después de morir, pero nos gusta regresar a nuestros huesos y dar un vistazo. Para comprobar cómo les va a los jóvenes.

Mitch sentía cómo se iniciaba de nuevo el viejo debate.

—Tú no lo entiendes así —dijo Jack.

—Ya no estoy seguro de saber cómo entiendo las cosas —dijo Mitch—. Que la naturaleza juegue con tu cuerpo te da que pensar. Las mujeres lo experimentan de forma más directa, pero ésta debe de ser la primera vez para los hombres.

—Ese ADN debe de ser un espíritu en nuestro interior, las palabras que transmitieron nuestros antepasados, palabras del Creador. Puedo verlo.

—Una descripción tan buena como cualquiera —dijo Mitch—. Sólo que no sé quién podría ser el Creador, o siquiera si existe.

Jack lanzó un suspiro.

—Estudias cosas muertas.

Mitch se ruborizó ligeramente, como le pasaba siempre que discutía de esas cosas con Jack.

—Intento comprender cómo eran cuando estaban vivas.

—Los fantasmas podrían decírtelo —dijo Jack.

—¿Te lo cuentan a ti?

—En ocasiones —respondió Jack—. Una o dos.

—¿Qué te dicen?

—Que quieren cosas. No están felices. Un hombre mayor, ya ha muerto, escuchó al espíritu del Hombre de Pasco cuando lo sacaste del lecho fluvial. El hombre dijo que el fantasma se sentía muy infeliz. —Jack agarró una china y la echó rodando colina abajo—. Luego dijo que no hablaba como nuestros fantasmas. Quizá fuese un fantasma diferente. El anciano sólo me lo contó a mí, a nadie más. Opinaba que quizás el fantasma no fuese de nuestra tribu.

—Guau —dijo Mitch.

Jack se rascó la nariz y tiró de una ceja.

—La piel me pica continuamente. ¿A ti también?

—A veces. —Mitch siempre se sentía como si caminase por el borde de un precipicio cuando hablaba sobre los huesos con Jack. Quizá se sintiese culpable—. Nadie es especial. Todos somos humanos. El joven aprende del viejo, vivo o muerto. Te respeto a ti y respeto lo que dices, Jack, pero es posible que nunca estemos de acuerdo.

—Sue me hace pensar las cosas —dijo Jack con algo de mal genio, y miró a Mitch con sus profundos ojos negros—. Me dice que debo hablar contigo, porque escuchas, y luego dices lo que piensas y eres sincero. Los otros padres necesitan un poco de eso.

—Hablaré con ellos, si va a servir de ayuda —dijo Mitch—. Te debemos mucho, Jack.

—No, no es así —dijo Jack—. Probablemente tendríamos problemas de todas formas. Si no fuesen los nuevos, serían las máquinas tragaperras. Nos gusta clavar nuestras lanzas en la burocracia y el gobierno.

—Os está costando mucho dinero —dijo Mitch.

—Vamos a traer de tapadillo los nuevos juegos —comentó Jack—. Los muchachos los traen en las camionetas por las zonas de las colinas que los patrulleros no vigilan. Puede que podamos usarlos durante seis meses e incluso más antes de que el estado los confisque.

Other books

Everran's Bane by Kelso, Sylvia
A Hedonist in the Cellar by Jay McInerney
Bride of the Isle by Maguire, Margo
Surprise Dad by Daly Thompson
7 Days by Deon Meyer
Dangerous Gifts by Mary Jo Putney
A Wartime Nurse by Maggie Hope
The Stronger Sex by Hans Werner Kettenbach