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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (47 page)

BOOK: La ramera errante
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Muy pronto vieron la poderosa torre de la catedral de Estrasburgo erigirse al fondo de los campos llanos. Al llegar a Robertsau, el barco desanudó las sogas de la sirga, atravesó el Rin y se metió en el 111. Desde allí, impulsado por las pértigas de los marineros, llegó a Estrasburgo en menos de media hora. El puerto quedaba fuera de los muros de la ciudad pero se conectaba con los grandes depósitos y las factorías mercantiles a través de pequeños canales. Los marineros habían cargado mercancías para uno de los grandes mercaderes y siguieron viaje después de subir a bordo a sus dependientes. Marie y Hiltrud se despidieron de ellos y saltaron por la borda a la orilla con el barco andando. Un par de marineros las atajó en tierra con gritos de júbilo. Uno de ellos quiso llevarse a Marie inmediatamente a los arbustos. Pero su deseo era más grande que su bolsillo, y Marie se alejó de él, riendo.

Las dos mujeres comenzaron a caminar por el puerto, contemplando los cargueros, las gabarras de cubiertas altas y las incontables balsas que habían sido amarradas en el muelle o empujadas hasta las márgenes enfangadas. Allí llegaban mercancías provenientes de todas partes del mundo. Marie vio holandeses vestidos con pantalones anchos y camisas rayadas, con los cabellos revueltos metidos debajo de los gorros oscuros, mercaderes de la zona del Rin con calzas ajustadas que les marcaban impúdicamente su virilidad, hombres de la Selva Negra con delantales oscuros y sombreros de ala ancha sobre la cabeza, pero también gente enfundada en los trajes típicos del alto Rin y del lago Constanza. No se veían muchas mujeres respetables, las pocas que había eran viajeras de clase alta. El resto eran prostitutas, que recibieron la competencia de las recién llegadas con cara de pocos amigos.

Hiltrud no se molestó por esa actitud de rechazo. Estaba acostumbrada a ello, y además sabía que en unos días serían aceptadas dentro del círculo de las prostitutas del puerto. Después serían ellas las que recibirían a las cortesanas extrañas con miradas de recelo. De una estancia anterior conocía un albergue que las personas respetables evitaban, pero que ofrecía alojamiento a todo el que pudiese pagar por adelantado.

Estaba un poco alejado del puerto, a orillas de un canal pantanoso lleno de basura, que despedía un hedor insoportable. Al pasar por allí, Marie se tapó la boca con un pañuelo mientras que Hiltrud se burlaba de ella, llamándola remilgada. Cuando por fin llegaron al edificio ladeado, Marie lamentó enormemente ser tan sensible para esas cosas, y deseó poseer la sangre fría de Berta. Seguramente a ella no le habría importado tener que alojarse en una casa más sucia que una cuadra. Pero aquel lugar repugnante era el único de los alrededores que no les negaba alojamiento a las prostitutas errantes.

Hiltrud abrió la pesada puerta de madera de roble, que podía atrancarse desde dentro con varias barras transversales. Quien quisiera entrar allí contra la voluntad del posadero, necesitaría un martinete. Desde dentro, los muros parecían muy macizos, y las pocas ventanas eran tan pequeñas que un niño apenas podría pasar la cabeza por allí. Esto daba un aspecto tan lúgubre a la galería que uno apenas podía verse las manos delante de los ojos. Marie notó que el suelo era de placas de piedra por culpa del frío que sentía debajo de las suelas de sus zapatos.

Apenas entraron se abrió una puerta de golpe. Un hombre asomó primero una lámpara y luego su cabeza. Por un momento las observó como si quisiera desvestirlas con la mirada. Luego sonrió y pareció estar contando en su mente el dinero que podría sacarles.

—Necesitamos alojamiento por unos días, pero queremos una habitación para nosotras dos solas —explicó Marie al hombre, que parecía no haberse cambiado la camisa ni el pantalón desde el otoño anterior.

—Claro —se burló el posadero—. ¿Y con qué piensas pagarme? No empieces a levantarte la falda. Mis habitaciones valen más que dos rajas de prostitutas. Si quisiera, podría tener tantas que necesitaría un garrote de roble para poder hacerlo con todas.

Hiltrud echó la cabeza hacia atrás riendo.

—Querido Martin, no pensarás que yo dejaría que alguien como tú me la metiera, ¿o sí? Preferiría dormir fuera, junto al canal. Pero nuestro último pretendiente ha sido muy generoso.

Al decir esto, le mostró el florín renano que brillaba en su mano.

Al contemplar la moneda de plata, los ojos del posadero adquirieron una expresión codiciosa.

—Realmente debéis de haber sido muy bien recompensadas para poder gastar una moneda tan valiosa en alojaros por un par de noches.

—Por un par de semanas, Martin —lo corrigió Hiltrud, sonriendo.

—Una semana, más no.

Hiltrud llevó el labio inferior hacia adelante.

—Pongámonos catorce días, Martin. De esa manera, tú podrás obtener tus ganancias y nosotras no sufriremos pérdidas.

El hombre aceptó vacilante.

—Está bien, una habitación para ambas por dos semanas. Pero sin comida.

Antes de que Hiltrud pudiera decir algo, Marie aceptó la propuesta del posadero, ya que en aquella pocilga no podría tragar un solo bocado de todas formas. La sola idea de tener que pasar dos semanas allí le causaba suficiente asco. Por eso se alegró cuando, después de una breve excursión al cuarto en el altillo en el que el posadero las alojaría, Hiltrud le propuso volver al puerto.

—Pero no vayáis a traerme ningún hombre a la casa o tendréis que pagarme otro florín de plata —les gritó el posadero mientras se alejaban.

Hiltrud hizo un gesto de desdén y le susurró a Marie que de todos modos no hubieran podido llevar a ninguno de sus pretendientes a esa posada pulgosa.

—Lo primero que haremos es buscar ramas secas para barrer la habitación. Los sacos de paja los arrojaremos a la calle y nos compraremos juncos donde tenderemos nuestras mantas. Así podremos dormir. Luego iremos a la ciudad, buscaremos el mercado de telas y conseguiremos lienzo para hacer dos carpas nuevas y todas las demás cosas que necesitemos. Si le damos un par de peniques, seguro que el guardián de la puerta nos dejará entrar en la ciudad.

Marie aprobaba todo lo que decía Hiltrud con la cabeza, sin decir palabra, ya que se había tapado la nariz con un pañuelo embebido en aquella tintura de aroma penetrante que generalmente usaba para frotarse otra parte de su cuerpo.

Intentó esquivar a un hombre que iba y venía en la puerta del albergue, pero éste se giró y la cogió del brazo.

—¡Marie! ¡Qué contento estoy de haberte encontrado! Cuando te vi en el puerto hace un rato, casi no te reconocí. Sí, no podía dar crédito a mis ojos, ya que jamás me hubiese atrevido siquiera a imaginar que podría volver a encontrarte tan pronto, y menos hoy, que para mí es un día tan importante.

Marie se quedó mirando al hombre sin saber quién era. Por un momento temió que fuese un mercenario de Riedburg que supiera del dinero que ella había robado y viniese a quitárselo. Sin embargo, aquellos ojos celestes ardían en deseos, y no precisamente de dinero. Ese rostro enjuto con la nariz afilada y la boca de labios delgados le resultaba familiar, pero no podía recordar de dónde conocía a ese hombre. Un movimiento de su quijada y el sonido que emitió en ese momento le hicieron dar con la pista correcta.

—¡Jodokus!

Sí, era el escribiente de Arnstein, el monje huido que seguramente había destruido el testamento. Pero su apariencia difería mucho de lo que ella recordaba. Unas calzas ajustadas color verde oscuro le cubrían las piernas, haciéndole resaltar los testículos como si fuera un toro. Jodokus debía de haber rellenado bastante su bombachón, ya que, al menos por lo que Hiltrud le había relatado, el hombre no había sido muy generosamente dotado por la naturaleza que digamos. La impresión general que daba tampoco era la de un hombre pobre, ya que vestía un abrigo corto de lana marrón claro que parecía recién comprado y le llegaba a tapar el trasero, y cuyas mangas acuchilladas tenían un forro colorido. Su cabeza estaba cubierta por un sombrero redondeado con una pluma roja bajo la cual asomaban unos mechones color rubio oscuro matizados con algunos cabellos grises. La diferencia entre el burgués que tenía parado delante de ella y el monje enjuto que había conocido en Arnstein era tan grande que, si algún hombre del caballero Dietmar lo hubiese visto, seguramente habría seguido de largo sin prestarle atención.

Jodokus la atrajo hacia sí, soplándole a Marie su aliento hediondo en la cara, y presionó su pubis contra el de ella.

—Entonces no me has olvidado, mi preciosa, como yo no te he olvidado a ti. Cuántas veces sufrí hasta cólicos pensando en ti. ¡Por fin podré saciar mis ansias de tenerte!

"Este monje repugnante no pensará que yo me iría a la cama con él", se preguntó Marie espantada. Tenía demasiado presente su traición al señor Dietmar y a la señora Mechthild, y estuvo a punto de echarle en cara todo su desprecio. Pero entonces se le ocurrió una idea que en un primer momento le pareció tan retorcida que hubiese querido reírse de ella en voz alta.

Jodokus también debía de ser uno de los secuaces de Ruppert, ya que ¿quiénes sino el maestro y su hermanastro podrían haber tenido interés en destruir el testamento del caballero Otmar que estaba guardado en Arnstein y mandar robar la copia del monasterio de Santa Otilia? Si se insinuaba al antiguo monje y lo dejaba hacer, tal vez de esa manera llegaría hasta su enemigo mortal. Por eso, no rechazó la confianza que se había tomado Jodokus, sino que permitió riendo que los dedos de él rozaran sus pechos.

—No sabes cuánto envidiaba al caballero Dietmar porque él podía deleitarse con tu hermosura y con tu cuerpo, mientras yo en mi cuarto me moría de deseo por ti.

El hombre gimió excitado, pero en su rostro jugueteaba una sonrisa maliciosa, como si estuviese pensando en la jugarreta que le había hecho a su antiguo señor.

Esto reforzó las intenciones de Marie de seducir a Jodokus y entregársele hasta haber averiguado todo lo que él sabía acerca de las maquinaciones de Ruppert y sus cómplices, aunque se estremecía sólo de pensar en entregarse a un hombre tan sucio, y se juró hacerle pagar por cada vez que la tocara, aunque más con información que con dinero.

—Estáis tan distinto de la manera en que os recordaba, hermano Jodokus —le respondió Marie con una sonrisa empalagosa, en la que no se advertía nada del esfuerzo sobrehumano que le había costado.

Jodokus levantó la mano en señal de advertencia y le acarició la mejilla.

—Ya no soy monje, abandoné ese nombre junto con los hábitos. Ahora me llamo Ewald von Marburg y soy, como me gusta subrayar, un hombre próspero. Muy pronto seré rico y entonces podré cumplir todos tus deseos, ya sean vestidos, joyas o incluso una casa propia.

Tratándose de cualquier otro cliente, Marie habría interpretado esas palabras como un mero alarde. Pero Jodokus hablaba en serio, lo delataban su actitud y el orgullo desmedido que se dibujaba en su rostro. La traición al caballero Dietmar y algún otro servicio que le habría prestado a Ruppert habían transformado a aquel monje, que antes no poseía un solo penique de Halle, en un próspero burgués. Marie se preguntó si el antiguo monje estaría a punto de llevar a cabo una nueva infamia por encargo de Ruppert. Si era así, ella quería enterarse. Tal vez Ruppert cometiese un error o se excediera en algo, y entonces un par de palabras dichas en el momento indicado bastarían para hacerlo caer.

Mientras, Marie se entregaba a sus nuevas esperanzas y se dejaba manosear por Jodokus, Hiltrud, que se había quedado esperándola cerca, no salía de su asombro ante el comportamiento de su amiga. Marie le había declarado en reiteradas ocasiones cuánto detestaba a ese monje traidor, y ahora se comportaba con descaro, como si se hubiese reencontrado con un viejo amigo muy querido y estuviese ansiosa por desaparecer con él entre los matorrales. Carraspeó varias veces hasta que Marie se acordó de ella. Pero entonces, su amiga le hizo señas para que se fuera. Enfadada, Hiltrud se dio media vuelta y se marchó, pero se propuso hacerle rendir cuentas esa misma noche.

Jodokus rodeó a Marie con el brazo, como apropiándose de ella, e hizo un gesto señalando hacia la ciudad.

—Aún tengo unas horas más de tiempo. Deberíamos aprovecharlas mejor que conversando a orillas de este canal maloliente. La dueña de la posada en la que me alojo no tendrá problemas en que te lleve a mi habitación.

—Yo no me voy con cualquiera, y menos sin recompensa.

Marie se esforzó en darle a sus palabras un tono burlón, que prometiera y exigiera al mismo tiempo. Jodokus reaccionó de inmediato.

—Yo te daré mucho más que el par de chelines que puedes llegar a ganarte a diario, mi adorada preciosa. ¡Mucho más! Si te quedas conmigo, ya no tendrás que abrirte de piernas para ningún otro hombre y podrás ponerte las más hermosas joyas…

—¿En la cama? —comentó Marie con malicia.

La idea pareció gustarle.

—Sí, en la cama también. Pero tendrás que tener un poco de paciencia antes de que los ducados de oro comiencen a rodar por tu regazo. Esta noche tendré una conversación importantísima que me traerá muchísimo dinero.

Jodokus está maquinando una nueva intriga, pensó Marie. Dejó que él la tomara de la mano y la condujera a través de la puerta que daba al puerto. El guardián no la miró ni le exigió el portazgo, y la mujer que los recibió en la pequeña casa que estaba pegada como un nido a la muralla de la ciudad, justo al lado de la puerta, la miró con envidia pero no protestó. El domicilio de Jodokus no era un albergue oficial, sino que pertenecía a la viuda, que, tal como Jodokus le había explicado por el camino, alquilaba sus habitaciones y a veces incluso su cuerpo a los clientes que le pagaran.

Al llegar a la escalera en el interior del edificio, que pasaba directamente por las rocas toscas de la fortaleza de la ciudad, Jodokus volvió a darse vuelta.

—Señora Grete, llevadme a mi recámara una jarra de vino y dos vasos, por favor.

—Y un recipiente con agua —agregó Marie enseguida, ya que a pesar de sus ropas nuevas, el monje seguía oliendo igual que antes.

La posadera asintió malhumorada y desapareció en su cocina. Jodokus subió las escaleras y abrió con gran dificultad una puerta provista de dos cerrojos. Uno de ellos era un cerrojo común, sin embargo Marie no esperaba encontrarse con algo así en una casa pobre como ésa. El otro era un cerrojo con candado cuya cadena había sido unida a las corchetas del pasador y solamente podría abrirse con una llave de aspecto complejo. Marie observó con curiosidad a Jodokus y meneó la cabeza.

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