Para acercarnos a este propósito sublime es preciso ir creando, como si dijéramos, el tejido celular que ha de servir de carne y sostén a la nueva aparición biológica. Y a fin de crear ese tejido proteico, maleable, profundo, etéreo y esencial, será menester que la raza iberoamericana se penetre de su misión y la abrace como un misticismo.
Quizá no haya nada inútil en los procesos de la Historia; nuestro mismo aislamiento material y el error de crear naciones nos ha servido, junto con la mezcla original de la sangre, para no caer en la limitación sajona de constituir castas de raza pura. La Historia demuestra que estas selecciones prolongadas y rigurosas dan tipos de refinamiento físico, curiosos, pero sin vigor; bellos con una extraña belleza, como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la postre decadentes. Jamás se ha visto que aventajen a los otros hombres ni en talento, ni en bondad, ni en vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es mucho más atrevido, rompe los prejuicios antiguos, y casi no se explicaría, si no se fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es la del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del porvenir.
Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos rivales acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley natural de los choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la lucha, particularmente cuando ellas se trasladan al campo del espíritu, sirven para definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación.
La misión del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más inmediata y ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir el ejemplo de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa, en la región del continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al cenit. He ahí por qué la historia de Norteamérica es como un ininterrumpido y vigoroso
allegro
de marcha triunfal.
¡Cuán distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan el profundo
scherzo
de una sinfonía infinita y honda: voces que traen acentos de la Atlántida; abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos miles de años, y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve esta quietud de infinito con la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el mogol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana desde los días de la cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y aunque es el último en venir parece el más próximo pariente. Tantos que han venido y otros más que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de vigor, impone leyes nuevas al mundo. Y presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos, para cumplir el prodigio de superar a la esfera.
Después de examinar las potencialidades remotas y próximas de la raza mixta que habita el continente iberoamericano y el destino que la lleva a convertirse en la primera raza síntesis del globo, se hace necesario investigar si el medio físico en que se desarrolla dicha estirpe corresponde a los fines que le marca su biótica. La extensión de que ya dispone es enorme; no hay, desde luego, problema de superficie. La circunstancia de que sus costas no tienen muchos puertos de primera clase, casi no tiene importancia, dados los adelantos crecientes de la ingeniería. En cambio, lo que es fundamental abunda en cantidad superior, sin duda, a cualquiera otra región de la tierra; recursos naturales, superficie cultivable y fértil, agua y clima. Sobre este último factor se adelantará, desde luego, una objeción: el clima, se dirá, es adverso a la nueva raza, porque la mayor parte de las tierras disponibles está situada en la región más cálida del globo. Sin embargo, tal es, precisamente, la ventaja y el secreto de su futuro. Las grandes civilizaciones se iniciaron entre trópicos y la civilización final volverá al trópico. La nueva raza comenzará a cumplir su destino a medida que se inventen los nuevos medios de combatir el calor en lo que tiene de hostil para el hombre, pero dejándole todo su poderío benéfico para la producción de la vida. El triunfo del blanco se inició con la conquista de la nieve y del frío. La base de la civilización blanca es el combustible. Sirvió primeramente de protección en los largos inviernos; después se advirtió que tenía una fuerza capaz de ser utilizada no sólo en el abrigo sino también en el trabajo; entonces nació el motor, y de esta suerte, del fogón y de la estufa precede todo el maquinismo que está transformando al mundo. Una invención semejante hubiera sido imposible en el cálido Egipto, y en efecto no ocurrió allá, a pesar de que aquella raza superaba infinitamente en capacidad intelectual a la raza inglesa. Para comprobar esta última afirmación basta comparar la metafísica sublime del Libro de los Muertos de los sacerdotes egipcios, con las chabacanerías del darwinismo spenceriano. El abismo que separa a Spencer de Hermes Trimegisto no lo franquea el dolicocéfalo rubio ni en otros mil años de adiestramiento y selección.
En cambio, el barco inglés, esa máquina maravillosa que procede de los tiriteos del Norte, no la soñaron siquiera los egipcios. La lucha ruda contra el medio obligó al blanco a dedicar sus actitudes a la conquista de la naturaleza temporal, y esto precisamente constituye el aporte del blanco a la civilización del futuro. El blanco enseñó el dominio de lo material. La ciencia de los blancos invertirá alguna vez los métodos que empleó para alcanzar el dominio del fuego y aprovechará nieves condensadas o corrientes de electroquimia, o gases casi de magia sutil, para destruir moscas y alimañas, para disipar el bochorno y la fiebre. Entonces la Humanidad entera se derramará sobre el trópico, y en la inmensidad solemne de sus paisajes, las almas conquistarán la plenitud.
Los blancos intentarán, al principio, aprovechar sus inventos en beneficio propio, pero como la ciencia ya no es esotérica, no será fácil que lo logren; los absorberá la avalancha de todos los demás pueblos, y finalmente, deponiendo su orgullo, entrarán con los demás a componer la nueva raza síntesis, la quinta raza futura.
La conquista del trópico transformará todos los aspectos de la vida; la arquitectura abandonará la ojiva, la bóveda, y en general, la techumbre, que responde a la necesidad de buscar abrigo; se desarrollará otra vez la pirámide; se levantarán columnatas en inútiles alardes de belleza, y quizá construcciones en caracol, porque la nueva estética tratará de amoldarse a la curva sin fin de la espiral, que representa el anhelo libre; el triunfo del ser en la conquista del infinito. El paisaje pleno de colores y ritmos comunicará su riqueza a la emoción; la realidad será como la fantasía. La estética de los nublados y de los grises se verá como un arte enfermizo del pasado. Una civilización refinada e intensa responderá a los esplendores de una Naturaleza henchida de potencias, generosa de hábito, luciente de claridades. El panorama de Río de Janeiro actual o de Santos con la ciudad y su bahía nos pueden dar una idea de lo que será ese emporio futuro de la raza cabal, que está por venir.
Supuesta, pues, la conquista del trópico por medio de los recursos científicos, resulta que vendrá un período en el cual la humanidad entera se establecerá en las regiones cálidas del planeta. La tierra de promisión estará entonces en la zona que hoy comprende el Brasil entero, más Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de Perú, parte de Bolivia y la región superior de la Argentina.
Existe el peligro de que la ciencia se adelante al proceso étnico, de suerte que la invasión del trópico ocurra antes que la quinta raza acabe de formarse. Si así sucede, por la posesión del Amazonas se librarán batallas que decidirán el destino del mundo y la suerte de la raza definitiva. Si el Amazonas lo dominan los ingleses de las islas o del continente, que son ambos campeones del blanco puro, la aparición de la quinta raza quedará vencida. Pero tal desenlace resultaría absurdo; la Historia no tuerce sus caminos; los mismos ingleses, en el nuevo clima, se tornarían maleables, se volverían mestizos, pero con ellos el proceso de integración y de superación sería más lento. Conviene, pues, que el Amazonas sea brasileño, sea ibérico, junto con el Orinoco y el Magdalena. Con los recursos de semejante zona, la más rica del globo en tesoros de todo género, la raza síntesis podrá consolidar su cultura. El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica. Cerca del gran río se levantará Universópolis y de allí saldrán las predicaciones, las escuadras y los aviones de propaganda de buenas nuevas. Si el Amazonas se hiciese inglés, la metrópoli del mundo ya no se llamaría Universópolis, sino Anglotown, y las armadas guerreras saldrían de allí para imponer en los otros continentes la ley severa del predominio del blanco de cabellos rubios y el exterminio de sus rivales oscuros. En cambio, si la quinta raza se adueña del eje del mundo futuro, entonces aviones y ejércitos irán por todo el planeta, educando a las gentes para su ingreso a la sabiduría. La vida fundada en el amor llegará a expresarse en formas de belleza.
Naturalmente, la quinta raza no pretenderá excluir a los blancos como no se propone excluir a ninguno de los demás pueblos; precisamente, la norma de su formación es el aprovechamiento de todas las capacidades para mayor integración de poder. No es la guerra contra el blanco nuestra mira, pero sí una guerra contra toda clase de predominio violento, lo mismo el del blanco que en su caso el del amarillo, si el Japón llegare a convertirse en amenaza continental. Por lo que hace al blanco y a su cultura, la quinta raza cuenta ya con ellos y todavía espera beneficios de su genio. La América Latina debe lo que es al europeo blanco y no va a renegar de él; al mismo norteamericano le debe gran parte de sus ferrocarriles, y puentes y empresas, y de igual suerte necesita de todas las otras razas. Sin embargo, aceptamos los ideales superiores del blanco, pero no su arrogancia; queremos brindarle, lo mismo que a todas las gentes, una patria libre, en la que encuentre hogar y refugio, pero no una prolongación de sus conquistas. Los mismos blancos, descontentos del materialismo y de la injusticia social en que ha caído su raza, la cuarta raza, vendrán a nosotros para ayudar en la conquista de la libertad.
Quizás entre todos los caracteres de la quinta raza predominen los caracteres del blanco, pero tal supremacía debe ser fruto de elección libre del gusto y no resultado de la violencia o de la presión económica. Los caracteres superiores de la cultura y de la naturaleza tendrán que triunfar, pero ese triunfo sólo será firme si se funda en la aceptación voluntaria de la conciencia y en la elección libre de la fantasía. Hasta la fecha, la vida ha recibido su carácter de las potencias bajas del hombre; la quinta raza será el fruto de las potencias superiores. La quinta raza no excluye, acapara vida; por eso la exclusión del yanqui como la exclusión de cualquier otro tipo humano equivaldría a una mutilación anticipada, más funesta aun que un corte posterior. Si no queremos excluir ni a las razas que pudieran ser consideradas como inferiores, mucho menos cuerdo seria apartar de nuestra empresa a una raza llena de empuje y de firmes virtudes sociales.
Expuesta ya la teoría de la formación de la raza futura iberoamericana y la manera como podrá aprovechar el medio en que vive, resta sólo considerar el tercer factor de la transformación que se verifica en el nuevo continente; el factor espiritual que ha de dirigir y consumar la extraordinaria empresa. Se pensará, tal vez, que la ilusión de las distintas razas contemporáneas en una nueva que complete y supere a todas, va a ser un proceso repugnante de anárquico hibridismo, delante del cual, la práctica inglesa de celebrar matrimonios sólo dentro de la propia estirpe se verá como un ideal de refinamiento y de pureza. Los arios primitivos del Indostán ensayaran precisamente este sistema inglés, para defenderse de la mezcla con las razas de color, pero como esas razas oscuras poseían una sabiduría necesaria para completar la de los invasores rubios, la verdadera cultura indostánica no se produjo sino después de que los siglos consumaron la mezcla, a pesar de todas las prohibiciones escritas. Y la mezcla fatal fue útil, no sólo por razones de cultura, sino porque el mismo individuo físico necesita renovarse en sus semejantes. Los norteamericanos se sostienen muy firmes en su resolución de mantener pura su estirpe, pero eso depende de que tienen delante al negro, que es como el otro polo, como el contrario de los elementos que pueden mezclarse. En el mundo iberoamericano, el problema no se presenta con caracteres tan crudos; tenemos poquísimos negros y la mayor parte de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas. El indio es buen puente de mestizaje. Además, el clima cálido es propicio al trato y reunión de todas las gentes. Por otra parte, y esto es fundamental, el cruce de las distintas razas no va a obedecer a razones de simple proximidad, como sucedía al principio, cuando el colono blanco tomaba mujer indígena o negra porque no había otra a mano. En lo sucesivo, a medida que las condiciones sociales mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto que no estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en último caso; a la curiosidad. El motivo espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las contingencias de lo físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que la reflexión, el gusto que dirige el misterio de la elección de una persona entre una multitud.
Dicha ley del gusto, como norma de las relaciones humanas, la hemos enunciado en diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales, definidos, no a la manera comtiana, sino con una comprensión más vasta. Los tres estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso que gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad, y poco a poco va sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al encontrarse, combaten o se juntan sin más ley que la violencia y el poderío relativo. Se exterminan unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas. En semejante situación la mezcla de sangres se ha impuesto también por la fuerza material, único elemento de cohesión de un grupo. No puede haber elección donde el fuerte toma o rechaza, conforme a su capricho, la hembra sometida.