Yo no sé si este triunfo de la juventud será un fenómeno pasajero o una actitud profunda que la vida humana ha tomado y que llegará a calificar toda una época. Es preciso que pase algún tiempo para poder aventurar este pronóstico. El fenómeno es demasiado reciente y aún no se ha podido ver si esta nueva vida
in modo juventutis
será capaz de lo que luego diré, sin lo cual no es posible la perduración de su triunfo. Pero si fuésemos a atender sólo el aspecto del momento actual, nos veremos forzados a decir: ha habido en la historia otras épocas en que han predominado los jóvenes, pero nunca, entre las bien conocidas, el predominio ha sido tan extremado y exclusivo. En los siglos clásicos de Grecia la vida toda se organiza en torno al efebo, pero junto a él, y como potencia compensatoria, está el hombre maduro que le educa y dirige. La pareja Sócrates-Alcibíades simboliza muy bien la ecuación dinámica de juventud y madurez desde el siglo V al tiempo de Alejandro. El joven Alcibíades triunfa sobre la sociedad, pero es a condición de servir al espíritu que Sócrates representa. De este modo, la gracia y el vigor juveniles son puestos al servicio de algo más allá de ellos que les sirve de norma, de incitación y de freno. Roma, en cambio, prefiere el viejo al joven y se somete a la figura del senador, del padre de familia. El "hijo", sin embargo, el joven, actúa siempre frente al senador en forma de oposición. Los dos nombres que enuncian los partidos de la lucha multisecular aluden a esta dualidad de potencias: patricios y proletarios. Ambos significan "hijos", pero los unos son hijos de padre ciudadano, casado según ley de Estado, y por ello heredero de bienes, al paso que el proletario es hijo en el sentido de la carne, no es hijo de "alguien" reconocido, es mero descendiente y no heredero, prole. (Como se ve, la traducción exacta de patricio sería hidalgo.)
Para hallar otra época de juventud como la nuestra, fuera preciso descender hasta el Renacimiento. Repase el lector raudamente la serie de sazones europeas. El romanticismo, que con una u otra intensidad impregna todo el siglo XIX, puede parecer en su iniciación un tiempo de jóvenes. Hay en él, efectivamente, una subversión contra el pasado y es un ensayo de afirmarse a sí misma la juventud. La Revolución había hecho tabla rasa de la generación precedente y permitió durante quince años que ocupasen todas las eminencias sociales hombres muy motes. El jacobino y el general de Bonaparte son muchachos. Sin embargo, ofrece este tiempo el ejemplo de un falso triunfo juvenil, y el romanticismo pondrá de manifiesto su carencia de autenticidad. El joven revolucionario es sólo el ejecutor de las viejas ideas confeccionadas en los dos siglos anteriores. Lo que el joven afirma entonces no es su juventud, sino principios recibidos: nada tan representativo como Robespierre, el viejo de nacimiento. Cuando en el romanticismo se reacciona contra el siglo XVIII es para volver a un pasado más antiguo, y los jóvenes, al mirar dentro de sí, sólo hallan desgana vital. Es la época de los
blasés,
de los suicidios, del aire prematuramente caduco en el andar y en el sentir. El joven imita en sí al viejo, prefiere sus actitudes fatigadas y se apresura a abandonar su mocedad. Todas las generaciones del siglo XIX han aspirado a ser maduras lo antes posible y sentían una extraña vergüenza de su propia juventud. Compárese con los jóvenes actuales —varones y hembras— que tienden a prolongar ilimitadamente su muchachez y se instalan en ella como definitivamente.
Si damos un paso atrás, caemos en el siglo
vieillot
por excelencia, el XVIII, que abomina de toda calidad juvenil, detesta el sentimiento y la pasión, el cuerpo elástico y nudo. Es el siglo de entusiasmo por los decrépitos, que se estremece al paso de Voltaire, cadáver viviente que pasa sonriendo a sí mismo en la sonrisa innumerable de sus arrugas. Para extremar tal estilo de vida se finge en la cabeza la nieve de la edad, y la peluca empolvada cubre toda frente primaveral —hombre o mujer— con una suposición de sesenta años.
Al llegar al siglo XVII en este virtual retroceso tenemos que preguntarnos, ingenuamente sorprendidos: ¿Dónde se han marchado los jóvenes? Cuanto vale en esta edad parece tener cuarenta años: el traje, el uso, los modales, son sólo adecuados a gentes de esta edad. De Ninón se estima la madurez, no la confusa juventud. Domina la centuria Descartes, vestido a la española, de negro. Se busca doquiera la
raison
e interesa más que nada la teología: jesuitas contra Jansenio. Pascal, el niño genial, es genial porque anticipa la ancianidad de los geómetras.
El Sol
, 9 de junio de 1927.
Todo gesto vital, o es un gesto de dominio, o un gesto de servidumbre.
Tertium non datur
. El gesto de combate que parece interpolarse entre ambos pertenece, en rigor, a uno u otro estilo. La guerra ofensiva va inspirada por la seguridad en la victoria y anticipa el dominio. La guerra defensiva suele emplear tácticas viles, porque en el fondo de su alma el atacado estima más que a sí mismo al ofensor. Esta es la causa que decide uno u otro estilo de actitud.
El gesto servil lo es porque el ser no gravita sobre sí mismo, no está seguro de su propio valer y en todo instante vive comparándose con otros. Necesita de ellos en una u otra forma; necesita de su aprobación para tranquilizarle, cuando no de su benevolencia y su perdón. Por eso el gesto lleva siempre una referencia al prójimo. Servir es llenar nuestra vida de actos que tienen valor sólo porque otro ser los aprueba o aprovecha. Tienen sentido mirados desde la vida de este otro ser, no desde la vida nuestra. Y esta es, en principio, la servidumbre: vivir desde otro, no desde sí mismo.
El estilo de dominio, en cambio, no implica la victoria. Por eso aparece con más pureza que nunca en ciertos casos de guerra defensiva que concluyeron con la completa derrota del defensor. El caso de Numancia es ejemplar. Los numantinos poseen una fe inquebrantable en sí mismos. Su larga campana frente a Roma comenzó por ser de ofensiva. Despreciaban al enemigo y, en efecto, lo derrotaban una vez y otra. Cuando más tarde, recogiendo y organizando mejor sus fuerzas superiores, Roma aprieta a Numancia, ésta, se dirá, toma la defensiva, pero propiamente no se defiende, sino que más bien se aniquila, se suprime. El hecho material de la superioridad de fuerzas en el enemigo invita al pueblo del alma dominante a preferir su propia anulación. Porque sólo sabe vivir desde sí mismo, y la nueva forma de existencia que el destino le propone —servidumbre— le es inconcebible, le sabe a negación del vivir mismo; por lo tanto, es la muerte.
En las generaciones anteriores la juventud vivía preocupada de la madurez. Admiraba a los mayores, recibía de ellos las normas —en arte, ciencia, política, usos y régimen de vida— esperaba su aprobación y temía su enojo. Sólo se entregaba a sí misma, a lo que es peculiar de tal edad, subrepticiamente y como al margen. Los jóvenes sentían su propia juventud como una transgresión de lo que es debido. Objetivamente se manifestaba esto en el hecho de que la vida social no estaba organizada en vista de ellos. Las costumbres, los placeres públicos, habían sido ajustados al tipo de vida propio para las personas maduras, y ellos tenían que contentarse con las zurrapas que éstas les dejaban o lanzarse a la calaverada. Hasta en el vestir se veían forzados a imitar a los viejos: las modas estaban inspiradas en la conveniencia de la gente mayor, las muchachas soñaban con el momento en que se pondrían "de largo", es decir, en que adoptarían el traje de sus madres. En suma, la juventud vivía en servidumbre de la madurez.
El cambio acaecido en este punto es fantástico. Hoy la juventud parece dueña indiscutible de la situación, y todos sus movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente que no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal abandono y seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin cuidado lo que piense de ella la madurez; es más: ésta tiene a sus ojos un valor próximo a lo cómico.
Se han mudado las formas. Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi azorados, con la vaga impresión de que casi no tienen derecho a existir. Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan a hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. (Muchas veces he sostenido que las modas no eran un hecho frívolo, sino un fenómeno de gran trascendencia histórica, obediente a causas profundas. El ejemplo presente aclara con sobrada evidencia esa afirmación.)
Las modas actuales están pensadas para cuerpos juveniles, y es tragicómica la situación de padres y madres que se ven obligados a imitar a sus hijos e hijas en lo indumentario. Los que ya estamos muy en la cima de la vida nos encontramos con la inaudita necesidad de tener que desandar un poco el camino hecho, como si lo hubiésemos errado, y hacernos —de grado o no— más jóvenes de lo que somos. No se trata de fingir una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como con el vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos.
Es curioso, formidable, el fenómeno, e invita a esa humildad y devoción ante el poder, a la vez creador e irracional, de la vida que yo fervorosamente he recomendado durante toda la mía. Nótese que en toda Europa la existencia social está hoy organizada para que puedan vivir a gusto sólo los jóvenes de las clases medias. Los mayores y las aristocracias se han quedado fuera de la circulación vital, síntoma en que se anudan dos factores distintos —juventud y masa— dominantes en la dinámica de este tiempo. El régimen de vida media se ha perfeccionado —por ejemplo, los placeres— y, en cambio, las aristocracias no han sabido crearse nuevos refinamientos que las distancien de la masa. Sólo queda para ellas la compra de objetos más caros, pero del mismo tipo general que los usados por el hombre medio. Las aristocracias, desde 1800 en lo político y desde 1900 en lo social, han sido arrolladas, y es ley de la historia que las aristocracias no pueden ser arrolladas sino cuando previamente han caído en irremediable degeneración.
Pero hay un hecho que subraya más que otro alguno este triunfo de la juventud y revela hasta qué punto es profundo el trastorno de valores en Europa. Me refiero al entusiasmo por el cuerpo. Cuando se piensa en la juventud, se piensa ante todo en el cuerpo. Por varias razones: en primer lugar, el alma tiene un frescor más prolongado, que a veces llega a honrar la vejez de la persona; en segundo lugar, el alma es más perfecta en cierto momento de la madurez que en la juventud; sobre todo, el espíritu —inteligencia y voluntad— es, sin duda, más vigoroso en la plena cima de la vida que en su etapa ascensional. En cambio, el cuerpo tiene su flor
—su
akmé,
decían los griegos— en la estricta juventud, y, viceversa, decae infaliblemente cuando ésta se transpone. Por eso, desde un punto de vista superior a las oscilaciones históricas, por decirlo así,
sub specie aeternitatis,
es indiscutible que la juventud rinde la mayor delicia al ser mirada, y la madurez, al ser escuchada. Lo admirable del mozo es su exterior; lo admirable del hombre hecho es su intimidad.
Pues bien: hoy se refiere el cuerpo al espíritu. No creo que haya síntoma más importante en la existencia europea actual. Tal vez las generaciones anteriores han rendido demasiado culto al espíritu y —salvo Inglaterra— han desdeñado excesivamente a la carne. Era conveniente que el ser humano fuese amonestado y se le recordase que no es sólo alma, sino unión mágica de espíritu y cuerpo.
El cuerpo es por si puerilidad. El entusiasmo que hoy despierta ha inundado de infantilismo la vida continental, ha aflojado la tensión de intelecto y voluntad en que se retorció el siglo XIX, arco demasiado tirante hacia metas demasiado problemáticas. Vamos a descansar un rato en el cuerpo. Europa —cuando tiene ante sí los problemas más pavorosos— se entrega a unas vacaciones. Brinda elástico el músculo del cuerpo desnudo detrás de un balón que declara francamente su desdén a toda trascendencia volando por el aire con aire en su Interior.
Las asociaciones de estudiantes alemanes han solicitado enérgicamente que se reduzca el plan de estudios universitarios. La razón que daban no era hipócrita: urgía disminuir las horas de estudio porque ellos necesitaban el tiempo para sus juegos y diversiones, para "vivir la vida".
Este gesto dominante que hoy hace la juventud me parece magnífico. Sólo me ocurre una reserva mental. Entrega tan completa a su propio momento es justa en cuanto afirma el derecho de la mocedad como tal, frente a su antigua servidumbre. Pero ¿no es exorbitante? La juventud, estadio de la vida, tiene derecho a sí misma; pero a fuer de estadio va afectada inexorablemente de un carácter transitorio. Encerrándose en sí misma, cortando los puentes y quemando las naves que conducen a los estadios subsecuentes, parece declararse en rebeldía y separatismo del resto de la vida. Si es falso que el joven no debe hacer otra cosa que prepararse a ser viejo, tampoco es parvo error eludir por completo esta cautela. Pues es el caso que la vida, objetivamente, necesita de la madurez; por lo tanto, que la juventud también la necesita. Es preciso organizar la existencia: ciencia, técnica, riqueza, saber vital, creaciones de todo orden, son requeridas para que la juventud pueda alojarse y divertirse. La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta. Hoy goza el ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud.
Mi entusiasmo por el cariz juvenil que la vida ha adoptado no se detiene más que ante este temor. ¿Qué van a hacer a los cuarenta años los europeos futbolistas? Porque el mundo es ciertamente un balón, pero con algo más que aire dentro.
El Sol
, 19 de junio de 1927.
No hay duda que nuestro tiempo es tiempo de jóvenes. El péndulo de la historia, siempre inquieto, asciende ahora por el cuadrante "mocedad". El nuevo estilo de vida ha comenzado no hace mucho, y ocurre que la generación próxima ya a los cuarenta años ha sido una de las más infortunadas que han existido. Porque cuando era joven reinaban todavía en Europa los viejos, y ahora que ha entrado en la madurez encuentra que se ha transferido el imperio a la mocedad. Le ha faltado, pues, la hora de triunfo y de dominio, la sazón de grata coincidencia con el orden reinante en la vida. En suma: que ha vivido siempre al revés que el mundo y, como el esturión, ha tenido que nadar sin descanso contra la corriente del tiempo. Los más viejos y los mas jóvenes desconocen este duro destino de no haber flotado nunca; quiero decir de no haberse sentido nunca la persona como llevada por un elemento favorable, sino que un día tras otro y lustre tras lustro tuvo que vivir en vilo, sosteniéndose a pulso sobre el nivel de la existencia. Pero tal vez esta misma imposibilidad de abandonarse un solo instante la ha disciplinado y purificado sobremanera. Es la generación que ha combatido más, que ha ganado en rigor más batallas y ha gozado menos triunfos.