La Regenta (118 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.

«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que la reparación lo sea, y además terrible y rápida».

«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».

«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, me levanto y busco yo mismo otros padrinos».

No hubo más remedio. Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía, buscó sus dos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles. Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó un día.

Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a pistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.

Y pasó otro día. Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar setenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos, angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que le cuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad que sucedió a la calentura vinieron accesos de melancolía, y meditaciones filosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no por amor a la vida propia, que no creía en gran peligro ante don Álvaro, sino por miedo a los remordimientos. Cuando supo lo de las pistolas, resolvió no matar a su contrario. «Le dejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro no era probable que le hiriese a él tirando a veinte pasos; tendría que ser por una casualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral, urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trataba de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa don Víctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en que solían ir de caza.

En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.

En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estaba Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nada más se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero. Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendido entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazón había hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya no quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no se figuraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: la filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estaba decidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y en un claro sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimas condiciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar cinco cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas que habían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca había presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido a muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantes negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía. Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela francesa que le había prestado Bedoya. Lo único original allí era que Fulgosio juraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro de desafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz de mando sin apuntar y entre dos
primerizos
, pues primerizo era también Mesía a pistola, sería la carabina de Ambrosio.

Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a presentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada que decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor don Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!... Todo aquello de matarse era absurdo.... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de honor.

Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temían una
bala perdida
. Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en las enfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón....

Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.

Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había escapado el tiro. «No, no había sido él quien había disparado, había sido la
corazonada
».

Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.

Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.

Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.

—¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo mismo dijo:

—La vejiga llena.... La peritonitis de... no sé quién.... Eso dicen ellos.

—¿La qué, señor?

—Nada... ¡que se muere de fijo!

Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar a solas.

Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el médico.

—¿Y trasladarle a Vetusta?...—decía el militar.

—¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.

Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.

Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le otorgó la bala de don Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!

Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle.

—Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡está el paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, a tomar el fresco, por una carretera.... Por Dios, hija, va usted a enfermar otra vez.

—No, no salgo...—y Ana movía la cabeza como los ciegos—. Por Dios, don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño.... Ya saldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de la calle.... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero en el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecían enfermedades nuevas cada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba herido allá en las marismas de Palomares, que se le había disparado la escopeta y.... Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, había exigido que se la llevase a las marismas de Palomares inmediatamente....

—«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».

—«Pues un coche, un coche.... Se me engaña; si eso fuera cierto, usted estaría al lado de Víctor...».

Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, a correr en busca de su Víctor.... Hubo que decirle una verdad; la muerte de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentido y despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada, atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía la verdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctor se lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis, Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desde Madrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó en vano dos, tres veces.... Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta, supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía con voz ronca:

—¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota! Don Álvaro en aquel papel que olía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de su crimen, de la muerte de Quintanar, de la
ceguera de la pasión
. «Había huido porque...».

—¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde!—se dijo Frígilis.

«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos de
ella
... Pero que el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debía volver? ¿O que debían juntarse en otra parte, en Madrid por ejemplo?». Todo era falso, frío, necio, en aquel papel escrito por un egoísta incapaz de amar de veras a los demás, y no menos inepto para saber ser digno en las circunstancias en que la suerte y sus crímenes le habían puesto.

Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó la Regenta hasta mucho más tarde.

En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatió desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimiento mezclado con los disparates plásticos de la fiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, la horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vez este terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguir las prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento, siempre inteligente.

Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; pero esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió a sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansado de luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen. ¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica, alma.... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».

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