La Regenta (50 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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El Magistral, Ripamilán, don Víctor, don Álvaro, el Marqués y el médico llevaban el peso de la conversación general; Vegallana y el Magistral tendían a los asuntos serios, pero Ripamilán y don Víctor daban a todo debate un sesgo festivo y todos acababan por tomarlo a broma. El Marqués en cuanto se sintió fuerte, merced al sabio equilibrio gástrico de líquidos y sólidos que él establecía con gran tino, insistió en su espíritu de reformista de cal y canto. «¡Ea! que quería derribar a San Pedro; y que no se le hablase de sus ideas; aparte de que él no era un fanático, ni el partido conservador debía confundirse con ciertas doctrinas ultramontanas, aparte de esto, una cosa era la religión y otra los intereses locales; el mercado cubierto para las hortalizas era una necesidad. ¿Emplazamiento? uno solo, no admitía discusión en esto, la plaza de San Pedro; ¿pero cómo? ¿dónde? Mediante el derribo de la ruinosa iglesia».

Doña Petronila protestaba invocando la autoridad del Magistral. El Magistral votaba con doña Petronila, pero no esforzaba sus argumentos. Ripamilán, que tenía los ojillos como dos abalorios, gritaba:

—¡Fuera ese iconoclasta! ¡Las hortalizas, las hortalizas! ¿Eso quiere decir que a V. E., señor Marqués, la religión, el arte y la historia le importan menos que un rábano?

—¡Bravo, paisano!—gritó don Víctor, en pie, con una copa de Champaña en la mano.

—No hay formalidad, no se puede discutir—decía el Marqués—; este Quintanar aplaude ahora al otro y antes se llamaba liberal.

—¿Pero qué tiene que ver?

—No quiere usted derribar la iglesia, pero quería exclaustrar a las hijas de Carraspique....

—Una sencilla secularización.

—Víctor, Víctor, no disparates...—se atrevió a decir sonriendo la Regenta.

—Son bromas—advirtió el Magistral.

—¿Cómo bromas?—gritó el médico—. A fe de Somoza, que sin don Víctor ataca a mi primo Carraspique en broma, yo empuño la espada, le ataco en serio y las cañas se vuelven lanzas. Señores, aquella niña se pudre....

Se acabó la discusión, sin causa, o por causa de los vapores del vino, mejor dicho. Todos hablaban; Paco quería también secularizar a las monjas; Joaquinito Orgaz comenzó a decir chistes flamencos que hacían mucha gracia a la Marquesa y a Edelmira. Visitación llegó a levantarse de la mesa para azotar con el abanico abierto a los que manifestaban ideas poco ortodoxas. Pepa y Rosa y las demás criadas sonreían discretamente, sin atreverse a tomar parte en el desorden, pero un poco menos disciplinadas que al empezar la comida. Pedro ya no se asomaba a la puerta. Se habían roto dos copas.

Los pájaros de la huerta se posaban en las enredaderas de las ventanas para ver qué era aquello y mezclaban sus gritos gárrulos y agudos al general estrépito.

—¡El café en el cenador!—ordenó la Marquesa.

—¡Bien, bien!—gritaron don Víctor y Edelmira, que cogidos del brazo y a los acordes de la marcha real (decía el ex-regente), que tocaba allá dentro Visitación en un piano desafinado, se dirigieron los primeros a la huerta, seguidos de Paco, empeñado en ceñir las canas de don Víctor con una corona de azahar. La había encontrado en un armario de la alcoba de su hermana Emma. Allí iba a dormir Edelmira. Salieron todos a la huerta, que era grande, rodeada, como el parque de los Ozores, de árboles altos y de espesa copa, que ocultaban al vecindario gran parte del recinto. Don Víctor, Paco y Edelmira corrían por los senderos allá lejos entre los árboles. Don Álvaro daba el brazo a la Marquesa, y delante de ellos, detenida por la conversación de doña Rufina iba Anita, mordiendo hojas del boj de los parterres, con la frente inclinada, los ojos brillantes y las mejillas encendidas. El Magistral se había quedado atrás, en poder de doña Petronila Rianzares que le hablaba de un asunto serio: la casa de las Hermanitas de los Pobres que se construía cerca del Espolón, en terrenos regalados por doña Petronila con admiración y aplauso de toda Vetusta católica. Era la de Rianzares viuda de un antiguo intendente de la Habana, quien la había dejado una fortuna de las más respetables de la provincia; gran parte de sus rentas la empleaba en servicio de la Iglesia, y especialmente en dotar monjas, levantar conventos y proteger la causa de Don Carlos, mientras estuvo en armas el partido. Creíase poco menos que papisa y se hubiera atrevido a excomulgar a cualquiera provisionalmente, segura de que el Papa sancionaría su excomunión; trataba de potencia a potencia al Obispo, y Ripamilán, que no la podía ver porque era un marimacho, según él, la llamaba el Gran Constantino, aludiendo al Emperador que protegió a la Iglesia. «Piensa la buena señora que por haber sabido conservar con decoro las tocas de la viudez y por levantar edificios para obras pías es una santa y poco menos que el Metropolitano». Tenía razón el Arcipreste; doña Petronila no pensaba más que en su protección al culto católico y opinaba que los demás debían pasarse la vida alabando su munificencia y su castidad de viuda.

No reconocía entre todo el clero vetustense más superior que el Magistral, a quien consideraba más que al Obispo; «era todo un gran hombre que por humildad vivía postergado». El Magistral trataba a la de Rianzares como a una reina, según el Arcipreste, o como si fuera el obispo-madre; ella se lo agradecía y se lo pagaba siendo su abogado más elocuente en todas partes. Donde ella estuviera, que no se murmurase; no lo consentía.

Cuando llegaron al cenador donde se empezaba a servir el café, la de Rianzares inclinaba su cabeza de fraile corpulento cerca del hombro del Magistral, diciendo con los ojos en blanco, y llena de miel la boca:

—¡Vamos! ¡amigo mío!... se lo suplico yo... acompáñeme al Vivero... sea amable... por caridad....

El Magistral no menos dulce, suave y pegajoso, recibía con placer aquel incienso, detrás del cual habría tantas talegas.

—Señora... con mil amores... si pudiera... pero... tengo que hacer, a las siete he de estar....

—Oh, no, no valen disculpas.... Ayúdeme usted, Marquesa, ayúdeme usted a convencer a este pícaro.

La Marquesa ayudó, pero fue inútil. Don Fermín se había propuesto no ir al Vivero aquella tarde; comprendía que eran allí todos íntimos de la casa menos él; ya había aceptado el convite porque... no había podido menos, por una debilidad, y no quería más debilidades. ¿Qué iba a hacer él en aquella excursión? Sabía que al Vivero iban todos aquellos locos, Visitación, Obdulia, Paco, Mesía, a divertirse con demasiada libertad, a imitar muy a lo vivo los juegos infantiles. Ripamilán se lo había dicho varias veces. Ripamilán iba sin escrúpulo, pero ya se sabía que el Arcipreste era como era; él, De Pas, no debía presenciar aquellas escenas, que sin ser precisamente escandalosas... no eran para vistas por un canónigo formal. No, no había que prodigarse; siempre había sabido mantenerse en el difícil equilibrio de sacerdote sociable sin degenerar en mundano; sabía conservar su buena fama. La excesiva confianza, el trato sobrado familiar dañaría a su prestigio; no iría al Vivero. Y buenas ganas se le pasaban, eso sí; porque aquel señor Mesía se había vuelto a pegar a las faldas de la Regenta, y ya empezaba don Fermín a sospechar si tendría propósitos
non sanctos
el célebre don Juan de Vetusta.

La Marquesa, sin malicia, como ella hacía las cosas, llamó a su lado a Anita para decirla:

—Ven acá, ven acá, a ver si a ti te hace más caso que a nosotras este señor displicente.

—¿De qué se trata?—De don Fermín que no quiere venir al Vivero.

El don Fermín, que ya tenía las mejillas algo encendidas por culpa de las libaciones más frecuentes que de costumbre, se puso como una cereza cuando vio a la Regenta mirarle cara a cara y decir con verdadera pena:

—Oh, por Dios, no sea usted así, mire que nos da a todos un disgusto; acompáñenos usted, señor Magistral....

En el gesto, en la mirada de la Regenta podía ver cualquiera y lo vieron De Pas y don Álvaro, sincera expresión de disgusto: era una contrariedad para ella la noticia que le daba la Marquesa.

Por el alma de don Álvaro pasó una emoción parecida a una quemadura; él, que conocía la materia, no dudó en calificar de celos aquello que había sentido. Le dio ira el sentirlo. «Quería decirse que aquella mujer le interesaba más de veras de lo que él creyera; y había obstáculos, y ¡de qué género! ¡Un cura! Un cura guapo, había que confesarlo...». Y entonces, los ojos apagados del elegante Mesía brillaron al clavarse en el Magistral que sintió el choque de la mirada y la resistió con la suya, erizando las puntas que tenía en las pupilas entre tanta blandura. A don Fermín le asustó la impresión que le produjo, más que las palabras, el gesto de Ana; sintió un agradecimiento dulcísimo, un calor en las entrañas completamente nuevo; ya no se trataba allí de la vanidad suavemente halagada, sino de unas fibras del corazón que no sabía él cómo sonaban. «¡Qué diablos es esto!» pensó De Pas; y entonces precisamente fue cuando se encontró con los ojos de don Álvaro; fue una mirada que se convirtió, al chocar, en un desafío; una mirada de esas que dan bofetadas; nadie lo notó más que ellos y la Regenta. Estaban ambos en pie, cerca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos; la ceñida levita de Mesía, correcta, severa, ostentaba su gravedad con no menos dignas y elegantes líneas que el manteo ampuloso, hierático del clérigo, que relucía al sol, cayendo hasta la tierra.

«Ambos le parecieron a la Regenta hermosos, interesantes, algo como San Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando era Luzbel todavía; el Diablo Arcángel también; los dos pensaban en ella, era seguro; don Fermín como un amigo protector, el otro como un enemigo de su honra, pero amante de su belleza; ella daría la victoria al que la merecía, al ángel bueno, que era un poco menos alto, que no tenía bigote (que siempre parecía bien), pero que era gallardo, apuesto a su modo, como se puede ser debajo de una sotana. Se tenía que confesar la Regenta, aunque pensando un instante nada más en ello, que la complacía encontrar a su salvador, tan airoso y bizarro; tan distinguido como decía Obdulia, que en esto tenía razón. Y sobre todo, aquellos dos hombres mirándose así por ella, reclamando cada cual con distinto fin la victoria, la conquista de su voluntad, eran algo que rompía la monotonía de la vida vetustense, algo que interesaba, que podía ser dramático, que ya empezaba a serlo. El honor, aquella quisicosa que andaba siempre en los versos que recitaba su marido, estaba a salvo; ya se sabe, no había que pensar en él; pero bueno sería que un hombre de tanta inteligencia como el Magistral la defendiera contra los ataques más o menos temibles del buen mozo, que tampoco era rana, que estaba demostrando mucho tacto, gran prudencia y lo que era peor, un interés verdadero por ella. Eso sí, ya estaba convencida, don Álvaro no quería vencerla por capricho, ni por vanidad, sino por verdadero amor; de fijo aquel hombre hubiera preferido encontrarla soltera. En rigor, don Víctor era un respetable estorbo.

Pero ella le quería, estaba segura de ello, le quería con un cariño filial, mezclado de cierta confianza conyugal, que valía por lo menos tanto, a su modo, como una pasión de otro género. Y además, si no fuera por don Víctor, el Magistral no tendría por qué defenderla, ni aquella lucha entre dos hombres
distinguidos
que comenzaba aquella tarde tendría razón de ser. No había que olvidar que don Fermín no la quería ni la podía querer para sí, sino para don Víctor».

Cuando Ana se perdía en estas y otras reflexiones parecidas, se oyó la voz de Obdulia que daba grandes chillidos pidiendo socorro. Los que tomaban pacíficamente café bajo la glorieta, acudieron al extremo de la huerta.

—¿Dónde están? ¿dónde están?—preguntaba asustada la Marquesa.

—¡En el columpio! ¡en el columpio!—dijo el médico don Robustiano.

Era un columpio de madera, como los que se ofrecen al público madrileño en la romería de San Isidro, aunque más elegante y fabricado con esmero; en uno de los asientos, que imitaban la barquilla de un globo, en cuclillas, sonriente y pálido, don Saturnino Bermúdez, como a una vara del suelo inmóvil, hacía la figura más ridícula del mundo, con plena conciencia de ello, y más ridículo por sus conatos de disimularlo, procurando dar a su situación unos aires de tolerable, que no podía tener. En el otro extremo, en la barquilla opuesta, que se había enganchado en un puntal de una pared, restos del andamiaje de una obra reciente, ostentaba los llamativos colores de su falda y su exuberante persona Obdulia Fandiño agarrada a la nave como un náufrago del aire, muy de veras asustada, y coqueta y aparatosa en medio del susto y de lo que ella creía peligro.

—No se mueva usted, no se mueva usted—gritaba don Víctor, haciendo aspavientos debajo de la barquilla, y probablemente viendo lo que a Obdulia, en aquel trance a lo menos, no le importaba mucho ocultar.

—No te muevas, no te muevas, mira que si te caes te matas...—decía Paco, que buscaba algo para desenganchar el columpio.

—Tres metros y medio—dijo el Marqués que llegó a tiempo de dar la medida exacta del batacazo posible, a ojo, como él hacía siempre los cálculos geométricos.

El caso es que ni don Víctor, ni Paco, ni Orgaz podían por su propia industria arbitrar modo de subir a la altura de aquel madero y librar a Obdulia.

—Tuvo la culpa Paco—decía Visitación, ceñidas con una cuerda las piernas, por encima del vestido—. Empujó demasiado fuerte, para que se cayera Saturno y, ¡zas! subió la barquilla allá arriba y al bajar... se enganchó en ese palo.

Obdulia no se movía, pero gritaba sin cesar.

—No grites, hija—decía la Marquesa, que ya no la miraba por no molestarse con la incómoda postura de la cabeza echada hacia atrás—; ya te bajarán....

Probó el Marqués a encaramarse sobre una escalera de mano de pocos travesaños, que servía al jardinero para recortar la copa de los arbolillos y las columnas de boj. Pero el Marqués, aun subido al palo más alto no llegaba a coger la barquilla del columpio, de modo que pudiera hacer fuerza para descolgarla.

—Que llamen a Diego... a Bautista...—decía la Marquesa.

—¡Sí, sí; que venga Bautista!...—gritaba Obdulia recordando la fuerza del cochero.

—Es inútil—advirtió el Marqués—. Bautista tiene fuerza pero no alcanza; es de mi estatura... no hay más remedio que buscar otra escalera....

—No la hay en el jardín...—Sabe Dios dónde parecerá...

—¡Por Dios! ¡por Dios!... que ya me mareo, que me caigo de miedo.

Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y suplicante, se decidió. Rato hacía que se le había ocurrido que él, gracias a su estatura, podría coger cómodamente la barquilla y arrancarla de sus prisiones... pero ¿qué le importaba a él Obdulia? Podía hacer una figura ridícula, mancharse la levita. La mirada de Ana le hizo saltar a la escalera. Por fortuna era ágil. La Regenta le vio tan airoso, tan pulcro y elegante en aquella situación de farolero como paseando por el Espolón.

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