Authors: Leopoldo Alas Clarin
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadie al visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya tenía bastante; salía corriendo a decir pestes del
otro
, del Provisor: así creía servir a la buena causa del progreso y de la
humanidad solidaria
.
La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen grado le hubieran socorrido.
Y solamente las
Paulinas
fueron osadas a acercarse al lecho del vejete para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales de la Iglesia.
Fue en vano. «Afortunadamente decía don Pompeyo Guimarán al referir el lance, afortunadamente estaba yo allí para evitar una indignidad».
Don Santos había dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para rechazar en su nombre
toda sugestión del fanatismo
.
Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella
misión delicada
e importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadas convicciones por su parte».
En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacía aquella víctima del alcoholismo crónico los enviados de
San Vicente de Paúl
, que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió abajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja; don Custodio decía las palabras, llenas de silbidos suaves—imitación del Magistral—al oído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar. Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el enemigo.
—¿Con que está arriba don Pompeyo?—preguntó en la escalera don Custodio.
—Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y clama por ese hereje chocho....
Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un libre-pensador convencido y prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina sucia de percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo.
—¿Quién está ahí?—preguntó don Santos con voz débil, sin más energía que la de una ira impotente.
—Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:
—Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico... vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales....
—¿Cómo condicionales?...—preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
—No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad....
—Hombre, me parece que yo no he dicho....
—Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta....
—Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad....
—Condicional...—¡Qué condicional, ni qué calabazas!—gritó doña Petronila, que no comprendía por qué se había de tener tantos miramientos con un ateo loco—. Usted no tiene—añadió—autoridad alguna en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente los auxilios que nuestra sociedad presta....
—A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada....
Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato contemplando su brazo estirado y su energía.
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido....
—Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de comunión.
—Nosotros tampoco pedimos cédula....
—Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía... ¡esto es indigno!
—¡Pero, caballero!...—Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las medicinas que necesita?
—Pero, señor mío...—¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted como a mí la escolástica no me confunde?
—Todo eso y mucho más—dijo el Gran Constantino—queremos tratarlo con el interesado.
—Pues no será....—Pues sí será....—Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su procaz atentado....
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre.
—¿Quién va? ¿quién va?—gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
—Son las Paulinas—respondió Guimarán.
—¡Rayos y truenos! fuera de mi casa.... ¿No tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...
—Sí, señor, anda...—¡Será el Magistral, el ladrón, el
rapavelas
, el que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!... ¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa.... La justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?
—Tranquilícese usted, que no es el Magistral.
—Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos....
—Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con buenos modos a estos señores.
—No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo.... ¿Quién llora ahí?
—Es su hija de usted.—¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala, la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si me levanto!
—Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese usted.... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote....
—Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
—¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí—gritó doña Petronila buscando la escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos.
«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».
Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban partículas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no pensaba más que en asegurar
el triunfo de sus ideas
, para lo que era necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y así evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente «el elemento clerical».
Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi siempre hasta la hora de cenar, y esta
necesidad material
la despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las niñas.
—Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....
Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
—¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del
Alerta
y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía a dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo». Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.
Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa; Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.
—Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!...—gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel año noviembre.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó: todo fue inútil.
—Hable usted con su papá—decía Guimarán por toda contestación—. Yo no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
—¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino de ti y de tu clerigalla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tienda, que no me dejarán un copón... ni una patena.... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso... eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquí!...
—¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos sacramentos!...
—Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres cómplice.... ¡A la cárcel!
—Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome usted... tome usted....
—No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda.... El Provisor les prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen.... ¡Infame! ¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silencio.
Y repetía de tarde en tarde:—¡Infelices!... Celestina salió de la alcoba sollozando.
«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios».
—Ni puede, ni quiere, ni debe—exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.
El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabía. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacía volver la atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina que quería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a la cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, a quien en otro tiempo había pedido dinero prestado don Santos, tenía alguna autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacía, pero se estimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo había traído. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no era ordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista y sincero creyente D. Francisco Carraspique.
—«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia.... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que esto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... con aguardiente.... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos... y sólidos....