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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (50 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—Gracias, Majestad —susurró Kitiara inclinándose en una reverencia—. Antes de que concluya nuestro asunto deseo suplicaros dos favores —añadió, y extendió la mano para posarla con firmeza en el hombro de Tanis—. En primer lugar, voy a someter a vuestra aprobación a alguien que solicita alistarse al servicio de este glorioso ejército.

La dignataria presionó su mano sobre el omóplato del semielfo en una señal inequívoca de que debía arrodillarse. Incapaz de desechar de su pensamiento la última mirada de Laurana, Tanis titubeó. Aún podía volver la espalda a las tinieblas, no tenía más que acercarse a la Princesa cautiva y enfrentarse a la muerte junto a ella.

Rechazó tal idea. «¿Tan egoísta soy —se reprendió a sí mismo— que podría sacrificar a Laurana en un anhelo de cubrir mi propia necedad? No, pagaré yo solo por mis culpas. Aunque no realice otra buena acción en este mundo, al menos la salvaré y el conocimiento de esta pequeña hazaña iluminará como una pequeña llama mi camino hasta que me consuma la negrura.»

Kitiara cerró los dedos en torno a su hombro, infligiéndole un punzante dolor incluso a través de la armadura. Sus ojos pardos comenzaron a arder de impaciencia detrás de su máscara metálica.

Despacio, inclinada la cabeza, Tanis hincó la rodilla frente a Su Oscura Majestad.

—Os presento a vuestro humilde siervo, Tanis el Semielfo —anunció con frialdad la Señora del Dragón, si bien el barbudo soldado captó en sus palabras un timbre de alivio—. Le he nombrado comandante de mis tropas tras la inesperada muerte de mi antiguo oficial, Bakaris.

—Que se acerque nuestro nuevo lacayo —pronunció aquella voz que tan sólo resonaba en las mentes de quienes la escuchaban.

Tanis sintió, mientras se levantaba, que Kitiara lo atraía hacia ella, para murmurar en su oído:

—Recuerda que ahora perteneces por entero a la Reina Oscura. Debes convencerla de tu lealtad o de lo contrario ni yo misma podré salvarte, y en ese caso tampoco tú lograrás rescatar a Laurana.

—Lo sé —se limitó a responder Tanis, desprovisto su rostro de expresión. Se deshizo de la garra de Kitiara y avanzó unos pasos hasta detenerse en el borde mismo de la plataforma, bajo el trono de la soberana.

—Alza la cabeza y mírame —le instó aquella criatura abismal.

El semielfo contrajo sus músculos, en busca de la fuerza que en otro tiempo anidara en sus entrañas y que ahora no estaba seguro de poseer. «Si fracaso, Laurana está perdida. En aras del amor debo olvidar mis sentimientos.»

Alzó los ojos, y al instante quedó atrapado en un invencible magnetismo. No necesitaba fingir sobrecogimiento y devoción, tales emociones lo invadieron de manera espontánea como le ocurría a todo mortal que posaba su mirada en la Reina de la Oscuridad. Pero pese a sentirse obligado a venerarla, comprendió que en el fondo de su alma seguía libre. El poder de aquel ente no era absoluto ni podía consumirle contra su voluntad. Bien podía Takhisis luchar para no revelar su punto flaco, Tanis era consciente de la ardua batalla que libraba en su designio de penetrar en el mundo.

El fantasmal contorno fluctuaba ante el semielfo, mostrándose en sus diversas formas y delatando su imposibilidad de controlarlas todas. Se le apareció primero como el dragón de cinco cabezas que describía la leyenda solámnica, para después metamorfosearse en una tentadora mujer cuya belleza cualquier hombre daría la vida por aprehender. Diluyéndose esta forma en la penumbra resurgió a continuación como el Guerrero Oscuro, un alto y poderoso paladín del Mal que retenía la muerte en su armada mano.

Aunque las encarnaciones se sucedían, los sombríos ojos permanecían constantes en su observación del alma de Tanis, idénticos en las cuencas del dragón, la bella tentadora y el temible guerrero. El semielfo se estremeció frente a tan despiadado examen, no conseguía asumir la fuerza que le permitiría soportarlo. Hincó de nuevo las rodillas en actitud sumisa, despreciándose a sí mismo al oír a su espalda un ahogado alarido de angustia.

9

Los clarines de la muerte.

Mientras avanzaba a trompicones por el pasillo septentrional en busca de Berem, Caramon tuvo que ignorar los sobresaltados alaridos de los prisioneros y las manos suplicantes que éstos extendían a través de los barrotes de las celdas. En ningún momento vio al Hombre Eterno, ni tampoco huellas de su paso. Preguntó a algunos de los cautivos si podían darle alguna pista, pero la mayoría estaban tan depauperados a causa de las torturas sufridas que no atinaban a hablar con coherencia y al fin, lleno de horror y compasión, el guerrero optó por dejarles tranquilos.

Siguió recorriendo el inclinado corredor que parecía conducir a las entrañas de la tierra sin dejar de pensar, desalentado, que quizá nunca hallaría a aquel demente. Su único consuelo era que no partía ninguna ramificación de la galería central en la que se hallaba y, por lo tanto, Berem tenía que haber seguido el mismo trayecto. Pero entonces ¿dónde estaba?

Obsesionado en su empeño, atisbando el interior de los calabozos y doblando recodos en su ciega carrera, apenas vio a un fornido centinela goblin antes de que se abalanzase sobre él. Disgustado por esta interrupción en su marcha, el guerrero decapitó a su rival mediante un certero sesgo de su espada y se alejó a toda prisa sin que el inerte cuerpo se desplomara en el pétreo suelo.

Emitió un suspiro de alivio. Al precipitarse por una escalera a punto estuvo de tropezar contra el cadáver de otro goblin, estrangulado por unas fuertes manos. Era evidente que Berem había estado allí hacía tan sólo unos momentos, pues la carcasa del caído aún no se había enfriado.

Convencido de hallarse en el buen camino, Caramon aceleró tanto el ritmo que los prisioneros se le aparecían como meras sombras borrosas. Sus gritos mendigando la libertad resonaban en sus oídos.

«Si les suelto puedo reunir un ejército», pensó de pronto. Sopesó la idea de detenerse para abrir las puertas pero cuando casi había resuelto hacerlo oyó un terrible alarido un poco más adelante, al que sucedió una retahíla de gritos.

Reconociendo la voz de Berem en el extraño rugido, Caramon echó de nuevo a correr. Las celdas se terminaban en el mismo lugar donde el pasillo se estrechaba hasta convertirse en un túnel que trazaba una espiral en aquel universo subterráneo. Inició el recorrido del pasadizo, alumbrado por las tenues y espaciadas antorchas que se proyectaban en los muros, mientras los bramidos crecían en intensidad a medida que se aproximaba a su origen. Trató de apresurarse pero el enmohecido suelo resbalaba de un modo alarmante y el aire saturado de humedad se viciaba conforme se internaba en las profundidades del subsuelo. Temeroso de perder el equilibrio, el guerrero se vio obligado a aminorar la marcha pese a que el griterío estaba ahora muy cercano. Aumentó la claridad, debía estar llegando a la otra boca del túnel.

De repente, vio a Berem. Dos draconianos lo amenazaban, refulgiendo sus espadas bajo la luz de las antorchas. El Hombre Eterno los mantenía a raya con las manos desnudas y al hacerlo la joya verde inundaba la pequeña cámara de etericos destellos.

Evidenciaba la locura de Berem el hecho de que hubiera logrado contener tanto rato los ataques de sus agresores más aún cuando la sangre fluía por un surco en su rostro y manaba a borbotones de una honda herida abierta en su costado. Antes de que Caramon acudiera en su ayuda, resbalando continuamente, el enérgico humano aferró la hoja de una espada draconiana en el instante en que su filo le rozaba el pecho. El acero alcanzó su carne, pero no se dejó amedrentar por el dolor e ignoró el líquido purpúreo que bañaba su brazo para concentrarse en despedir de un empellón al enemigo cuya arma había asido. Se bamboleó falto de aire, y el otro draconiano aprovechó su titubeo lanzándole una mortífera arremetida.

Preocupados tan sólo por la captura de su presa, los centinelas no vieron a Caramon. El guerrero abandonó el túnel de un salto, no sin antes recordar que no debía apuñalar a las criaturas si pretendía conservar su espada, y agarró a una de ellas en sus descomunales manos para retorcer su cabeza hasta romperle el cuello. Después de soltar el cuerpo sin vida del primer guardián, recibió la arremetida del otro con un cortante ademán de su diestra apuntando a su garganta. Pillado por sorpresa, el individuo cayó al instante hacia atrás.

—Berem, ¿te encuentras bien? —Caramon dio media vuelta resuelto a incorporar el sangrante cuerpo del Hombre Eterno, cuando un insoportable dolor traspasó su costado.

Casi sin resuello, el guerrero se volteó vacilante y se enfrentó a un draconiano que se erguía orgulloso a su espalda. Al parecer, se había ocultado en las sombras al descubrir la presencia de aquel fornido intruso. Su ataque inesperado debería haber producido la muerte del adversario, pero la premura le había restado precisión y el acero rebotó contra la armadura. Caramon retrocedió con paso inseguro, deseoso de ganar tiempo a fin de desenvainar su espada y contraatacar.

El draconiano, sin embargo, estaba decidido a no concederle la menor ocasión de defenderse. Enarboló su espada y arremetió una vez más.

En medio de un confuso revoltijo de carne y metal, centelleó una luz verde y el draconiano se derrumbó a los pies de Caramon.

—¡Gracias, Berem! ¡exclamó el guerrero llevándose la mano a su herida. ¿Cómo...?

Pero el Hombre Eterno contemplaba a su oponente sin reconocerlo. Esbozó con la cabeza un leve signo de asentimiento y empezó a alejarse.

—¡Espera! —le suplicó Caramon. Aunque le rechinaban los dientes a causa del dolor, salvó de un brinco los cuerpos de los draconianos y se arrojó sobre Berem para, atenazan do su brazo, obligarle a detenerse—. ¡Aguarda, maldita sea! —repitió a la vez que lo sujetaba con firmeza.

Su rápida acción tuvo consecuencias. La estancia bailaba ante sus ojos, obligándole a permanecer inmóvil mientras trataba de desechar su sufrimiento. Cuando se despejó de nuevo su vista miró a su alrededor, en un intento de descubrir su paradero.

—¿Dónde estamos? —indagó convencido de que su pregunta no obtendría respuesta. En realidad sólo quería que Berem oyera el sonido de su voz.

—Debajo del Templo, a considerable profundidad —contestó el Hombre Eterno con cavernoso timbre—. Estoy muy cerca...

—Sí —concedió Caramon sin comprender. Siguió escudriñando el lugar, aunque tomó la precaución de no soltar a su acompañante.

La escalera de piedra por la que había descendido se terminaba en una pequeña cámara circular, una sala de guardia a juzgar por la mesa y las diversas sillas que se ordenaban bajo una antorcha prendida del muro. Tenía sentido, los draconianos aquí apostados debían de ser guardianes y Berem se había tropezado con ellos de forma accidental Pero ¿qué custodiaban?

Un examen más minucioso de la rocosa estancia nada le reveló. Medía unos veinte pasos de diámetro y estaba cavada en la piedra viva. Frente a los peldaños que allí morían se abría un arco sin puerta, el arco al que se dirigía Berem cuando lo atrapó. No se vislumbraba al otro lado más que penumbra y el guerrero tuvo la sensación de asomarse a la Gran Oscuridad que mencionaban tantas leyendas: unas tinieblas que existían en la nada mucho antes de que los dioses crearan la luz.

El único sonido que oía era un murmullo de agua, acaso un torrente subterráneo que explicaba la humedad del aire. Caramon retrocedió entonces unos pasos para ver mejor el arco. No se había construido aprovechando la roca como la cámara, pese a ser también de piedra, sino que lo habían forjado hábiles manos. Se percibían todavía los vagos contornos de las tallas que un día lo adornaron, pero resultaba imposible distinguir formas concretas. El tiempo y la humedad se habían encargado de borrar la filigrana que en principio debió componerlo.

Mientras contemplaba el arco en busca de una pista susceptible de guiarle, Caramon casi cayó al ser zarandeado por Berem con insólita energía.

—¡Te conozco! —vociferó el enloquecido humano.

—Por supuesto —gruñó el guerrero—. En nombre del Abismo, ¿puede saberse qué haces aquí?

—Jasla me llama —fue la escueta respuesta de Berem, enmarcados sus ojos en una nueva aureola de demencial cuando volvió la vista hacia las tinieblas que se agitaban tras el arco—. Tengo que entrar... los guardias... intentaron detenerme. Acompáñame.

Caramon comprendió en aquel instante que los centinelas debían custodiar la antigua estructura de piedra. ¿Por qué motivo, qué se ocultaba detrás? ¿Habían reconocido a Berem o bien tenían órdenes de atacar a cualquiera que pretendiera traspasarla? Ignoraba la solución a tales enigmas, pero se dijo que no importaba ya que incluso sus preguntas carecían de interés.

—Tienes que entrar ahí —declaró. Era una afirmación, no una pregunta. El Hombre Eterno asintió y dio un vigoroso paso al frente, resuelto a penetrar sin más dilación en la negrura de no impedírselo el guerrero mediante una brusca sacudida.

—Aguarda, necesitaremos luz —propuso el corpulento luchador con un suspiro—. No te muevas.

Dio unas palmadas en el hombro de Berem y, manteniendo la vista fija en su enjuta persona, retrocedió hasta que su mano tanteó una de las antorchas y la arrancó de su pedestal.

—Iré contigo —anunció, a la vez que se preguntaba para sus adentros cuánto tiempo resistiría sin derrumbarse a causa del dolor y la prolongada pérdida de sangre—. Sosténmela un instante —añadió y, pasándole la tea, arrancó un retazo de la harapienta camisa del misterioso individuo a fin de vendarse la herida del costado. Recogió acto seguido el llameante objeto y se apresuró a aventurarse al otro lado del arco.

Al atravesar los pilares de piedra, Caramon sintió que una substancia viscosa se adhería a su rostro. «¡Telarañas! » —refunfuñó, asaltado por una súbita repugnancia. Examinó la entrada con cierta desazón, pues profesaba un temor inconfesable a las arañas, pero no vio nada sospechoso. Encogiéndose de hombros prosiguió la marcha sin pensar más en ello, con Berem a sus talones.

Rasgó el aire un clamor de trompetas.

—¡Una trampa! —exclamó el guerrero desalentado.

—¡Tika, tú plan ha surtido efecto! —la felicitó Tas entre jadeos mientras ambos corrían por el lóbrego pasillo de los calabozos. Incluso se arriesgó a lanzar una rápida mirada atrás para constatarlo— ¡Sí, creo que todos nos siguen!

—Espléndido —murmuró Tika, también sin resuello. Lo cierto era que no había esperado que su plan funcionase. Nunca en su vida tuvieron éxito sus ideas, y empezaba a dudar que existiera una primera vez. Al igual que el kender miró por encima del hombro y comprobó que seis o siete draconianos trataban de darles caza, empuñando en sus ganchudas manos las espadas curvas que siempre portaban.

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