—Ahí están.
Un clic-clac sin palabras, tres veces repetido al mínimo volumen en la radio. Una sombra pequeña, dejando una estela de minúsculas fosforescencias en la superficie negra y quieta. Ni siquiera un motor, sino el apagado chapoteo de unos remos. Santiago observaba con los Baigish 6UM de visión nocturna, intensificadores de luz. Rusos. Los rusos habían atiborrado con ellos Gibraltar en plena liquidación soviética. Cualquier barco, submarino o pesquero que tocaba el puerto vendía todo lo que pudiera desatornillarse a bordo.
—Esos hijos de la gran puta llegan con una hora de retraso.
Teresa oía los susurros con la cara otra vez pegada al cono de goma del radar. Todo limpio afuera, dijo igual de bajo. Ni rastro de la mora. La embarcación se balanceó cuando Santiago se puso en pie, yendo a popa con un cabo.
—Salam Aleikum.
La carga venía bien empacada, con fundas herméticas de plástico dotadas de asas para manejarlas con facilidad. Pastillas de aceite de hachís, siete veces más concentrado y valioso que la resina convencional. Veinte kilos por paquete, calculó Teresa a medida que Santiago iba pasándoselos y ella los estibaba repartiendo la carga en las bandas. Santiago le había enseñado a encajar un fardo con otro para que no se movieran en alta mar, subrayando la importancia que tenía una buena estiba en la velocidad de la Phantom; tanta como el paso de la hélice o la altura de la cola del motor. Un paquete bien o mal colocado podía significar un par de nudos de más o de menos. Y en aquel trabajo, dos millas era un trecho nada despreciable. A menudo suponía la distancia entre la cárcel y la libertad.
—¿Qué dice el radar?
—Todo limpio.
Teresa podía distinguir dos siluetas oscuras en el botecito de remos. A veces llegaba hasta ella un comentario en lengua árabe, hecho en voz baja, o una expresión impaciente de Santiago, que seguía metiendo fardos a bordo. Miró la línea sombría de la costa, al acecho de alguna luz. Todo estaba a oscuras salvo algunos puntos distantes en la mole negra del monte Musa y en el perfil escarpado que a intervalos se recortaba hacia poniente, bajo el resplandor del faro de Punta Cires, donde alcanzaban a verse iluminadas algunas casitas de pescadores y contrabandistas. Comprobó de nuevo los barridos de la pantalla pasando de la escala de cuatro millas a la de dos, y ampliándola luego a la de ocho. Había un eco casi en el límite. Observó con los prismáticos de 7x50 sin ver nada, así que recurrió a los binoculares rusos: una luz muy lejana, moviéndose despacio hacia el oeste, seguramente un buque grande camino del Atlántico. Sin dejar de mirar por los binoculares se volvió hacia la costa. Ahora cualquier punto luminoso se apreciaba nítido en la visión verde del paisaje, definiendo las piedras y los arbustos, y hasta las levísimas ondulaciones del agua. Enfocó de cerca para ver a los dos marroquíes de la patera: uno joven, con cazadora de cuero, y otro de más edad, con gorro de lana y chaquetón oscuro. Santiago estaba de rodillas junto a la gran carcasa del motor, estibando a popa los últimos fardos: tejanos —así llamaban allí a los pantalones de mezclilla—, zapatillas, camiseta negra, el perfil obstinado vuelto de vez en cuando a uno y otro lado para echar un cauto vistazo alrededor. A través del dispositivo de visión nocturna, Teresa podía distinguir sus brazos fuertes, los músculos tensos al subir la carga. Hasta en ésas estaba bien chilo el cabrón.
El problema de trabajar como transportista independiente, fuera de las grandes mafias organizadas, era que alguien podía molestarse y deslizar palabras peligrosas en oídos inoportunos. Como en el mero México. Tal vez eso explicaba la captura de Lalo Veiga —Teresa tenía ideas al respecto, a las que no era ajeno Dris Larbi—, aunque después Santiago. procuró limitar imprevistos, con más dinero oportunamente repartido en Marruecos a través de un intermediario de Ceuta. Eso reducía beneficios pero aseguraba, en principio, mayores garantías en aquellas aguas. De cualquier modo, veterano en esa chamba, escarmentado por lo de Cala Tramontana y gallego receloso como era, Santiago no terminaba por fiarse del todo. Y hacía bien. Sus modestos medios no bastaban para comprar a todo el mundo. Además, siempre podía darse el caso de un patrón de la mora, un mehani o un gendarme disconformes con su parte, un competidor que pagase más de lo que Santiago pagaba y diera el pitazo, un abogado influyente necesitado de clientes a quienes sangrar. O que las autoridades marroquíes organizaran una redada de peces chicos para justificarse en vísperas de una conferencia internacional antinarcos. En todo caso, Teresa había adquirido la experiencia suficiente para saber que el verdadero peligro, el más concreto, se plantearía después, al entrar en aguas españolas, donde el Servicio de Vigilancia Aduanera y las Heineken de la Guardia Civil —las llamaban así porque sus colores recordaban esas latas de cerveza— patrullaban noche y día a la caza de contrabandistas. La ventaja era que, a diferencia de los marroquíes, los españoles nunca tiraban a matar, porque entonces les caían encima los jueces y los tribunales —en Europa se tomaban ciertas cosas más en serio que en México o en la Unión Americana—. Eso daba la oportunidad de escapar forzando motores; aunque no era fácil zafarse de las potentes turbolanchas Hachejota de Aduanas y del helicóptero —el pájaro, decía Santiago— dotado de potentes sistemas de detección, con patrones veteranos y pilotos capaces de volar a pocos palmos del agua, forzándote a llevar el cabezón al límite en peligrosas maniobras evasivas, con riesgo de averías y de ser capturado antes de alcanzar las farolas de Gibraltar. En tal caso, los fardos eran arrojados por la borda: adiós para siempre a la carga, y hola a otra clase de problemas peores que los policiales; pues quienes fletaban el hachís no siempre resultaban ser mafiosos comprensivos, y te arriesgabas a que después de ajustar cuentas sobraran sombreros. Todo eso, descontando la posibilidad de un mal pantocazo en la marejada, una vía de agua, un choque con las lanchas perseguidoras, una varada en la playa, una piedra sumergida que destrozara la Planeadora y a sus tripulantes.
—Ya está. Vámonos.
El último fardo se hallaba estibado. Trescientos kilos justos. Los del bote bogaban ya hacia tierra; y Santiago, tras adujar el cabo, saltó a la bañera y se instaló en el asiento del piloto, junto a la banda de estribor. Teresa fue a un lado para dejarle sitio mientras se ponía, como él, una chaqueta de aguas. Después echó otro vistazo a la pantalla del radar: todo limpio a proa, rumbo al norte y al mar abierto. Fin de las precauciones inmediatas. Santiago encendió el contacto y la débil luz roja de los instrumentos iluminó la consola de mando: compás, tacómetro, cuentarrevoluciones, presión de aceite. Pedal bajo el volante y trimer de cola a la derecha del piloto. Rrrrr. Roar. Las agujas saltaron como si despertaran de golpe. Roaaaaar. La hélice batió una turbonada de espuma a popa, y los siete metros de eslora de la Phantom se pusieron en movimiento, cada vez mas aprisa, cortando el agua oleosa con la limpieza de un cuchillo bien afilado: 2.500 revoluciones, veinte nudos. La trepidación del motor se transmitía al casco, y Teresa sentía toda la fuerza que los empujaba a popa estremecer la estructura de fibra de vidrio, que de pronto parecía volverse ligera como una pluma. 3.500 revoluciones: treinta nudos y planeando. La sensación de potencia, de libertad, era casi física; y al reencontrarla su corazón empezó al latir como al filo de una suave borrachera. Nada, pensó una vez más, se parecía a aquello. O casi nada. Santiago, atento al gobierno, ligeramente inclinado sobre el volante del timón, rojizo el mentón iluminado desde abajo por el cuadro de instrumentos, pisó un poco más el pedal del gas: 4.000 revoluciones y cuarenta nudos. El deflector ya no bastaba para protegerlos del viento, que venía húmedo y cortante. Teresa se subió hasta el cuello el cierre de la chaqueta de aguas y se puso un gorro de lana, recogiéndose el pelo que le azotaba la cara. Luego echó otro vistazo al radar e hizo un barrido de canales con el indicador de leds de la radio Kenwood atornillada en la consola —los aduaneros y la Guardia Civil hablaban encriptados por secráfonos; pero, aunque no se entendieran sus conversaciones, la intensidad de la señal captada permitía establecer si estaban cerca—. De vez en cuando alzaba el rostro a lo alto, buscando la amenazadora sombra del helicóptero entre las luces frías de las estrellas. El firmamento y el círculo oscuro del mar que los rodeaba parecían correr con ellos, como si la planeadora estuviese en el centro de una esfera que se desplazase veloz a través de la noche. Ahora, en mar abierto, la marejadilla creciente imprimía leves pantocazos a su avance, y a lo lejos empezaban a distinguirse las luces de la costa de España.
Qué iguales y qué distintos eran, pensaba. Cómo se parecían en algunas cosas —ella lo intuyó desde la noche del Yamila—, y qué diferentes formas tenían de encarar la vida y el futuro. Como el Güero, Santiago era listo, bragado y muy frío en el trabajo: de los que nunca pierden la cabeza aunque estén rompiéndoles la madre. También la hacía disfrutar en la cama, donde era generoso y atento, siempre controlándose con mucha calma y pendiente de sus deseos. Menos divertido, tal vez, pero más tierno que el otro. Más dulce, a ratos. Y ahí terminaban las semejanzas. Santiago era callado, poco gastador, tenía escasos amigos y desconfiaba de todo el mundo. Soy celta del Finisterre, decía —en gallego, Fisterra significa fin, extremo lejano de la tierra—. Quiero llegar a viejo y jugar al dominó en un bar de O Grove, y tener un pazo grande con un mirador de peuvecé acristalado desde donde se vea el mar, con un telescopio potente para ver entrar y salir los barcos, y una goleta propia de sesenta pies fondeada en la ría. Pero si me gasto el dinero, tengo demasiados amigos o confío en mucha gente, nunca llegaré a viejo ni tendré nada de eso: cuantos más eslabones, menos puedes fiarte de la cadena. Santiago tampoco fumaba ni tabaco ni hachís ni nada, y apenas tomaba una copa de vez en cuando. Al levantarse corría media hora por la playa, con el agua por los tobillos, y luego fortalecía los músculos haciendo flexiones que —Teresa las había contado, incrédula— llegaban a cincuenta cada vez. Tenía un cuerpo delgado y duro, claro de piel pero muy bronceado en los brazos y en la cara, con su tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho —el Cristo de mi apellido, comentó una vez— y otra pequeña marca en el hombro izquierdo, un círculo con una cruz celta y unas iniciales, I. A., cuyo significado, que ella sospechaba un nombre de mujer, no quiso contarle nunca. También tenía una cicatriz vieja, en diagonal y como de media cuarta, en la espalda, a la altura de los riñones. Una navaja, fue lo que dijo cuando Teresa preguntó. Hace mucho. Cuando vendía rubio de batea por los bares, y los otros chicos temieron que les quitara la clientela. Y mientras decía aquello sonreía un poco, melancólico, como si añorase el tiempo de ese navajazo.
Casi habría podido amarlo, reflexionaba Teresa a veces, de no haber pasado todo en el lugar equivocado, en la porción de vida equivocada. Las cosas siempre ocurrían demasiado pronto o demasiado tarde. Sin embargo estaba a gusto con él, como para volarse la barda de puro bien, viendo la tele recostada en su hombro, mirando revistas del corazón, bronceándose al sol con un Bisonte taqueadito de hachís entre los dedos —sabía que Santiago no aprobaba que fumase aquello, pero nunca le oyó una palabra en contra—, o viéndolo trabajar bajo el porche, el torso desnudo y el mar al fondo, en los ratos que dedicaba a sus barquitos de madera. Le gustaba mucho verlo construir barcos porque era de veras paciente y minucioso, requetehábil para reproducir pesqueros como los de verdad, pintados en rojo, azul y blanco, y veleros con cada vela y cada cabito en su sitio. Y era curioso lo de los barcos, y también lo de la lancha; porque, para su sorpresa, había descubierto que Santiago no sabía nadar. Ni siquiera bracear como ella —el Güero la había enseñado en Altata—: con muy poco estilo, pero nadando, a fin de cuentas. Lo confesó una vez, al hilo de otro asunto. Nunca pude tenerme a flote, dijo. Me da raro. Y cuando Teresa le preguntó por qué se arriesgaba entonces en una planeadora, él se limitó a encogerse de hombros, fatalista, con aquella sonrisa suya que parecía salirle después de muchas vueltas y revueltas por los adentros. La mitad de los gallegos no sabemos nadar, dijo al fin. Nos ahogamos resignados, y punto. Y al principio ella no supo si hablaba del todo en broma, o del todo en serio.
Una tarde, tapeando donde Kuki —casa Bernal, una tasca de Campamento— Santiago le presentó a un conocido: un reportero del
Diario de Cádiz
llamado Óscar Lobato. Conversador, moreno, cuarentón, con un rostro lleno de marcas y cicatrices que le daba aspecto del tipo hosco que en realidad no era, Lobato se movía como pez en el agua lo mismo entre contrabandistas que entre aduaneros y guardias civiles. Leía libros y sabía de todo, desde motores a geografía, o música. También conocía a todo el mundo, no revelaba sus fuentes ni con una 45 apoyada en la sien, y frecuentaba el ambiente desde hacía tiempo, con la agenda telefónica repleta de contactos. Siempre echaba una mano cuando podía, sin importarle en qué lado de la ley militase cada cual, en parte por relaciones públicas y en parte porque, pese a los resabios de su oficio, decían, no era mala gente. Además, le gustaba su trabajo. Aquellos días rondaba la Atunara, el antiguo barrio pescador de La Línea, donde el paro había reconvertido a los pescadores en contrabandistas. Las lanchas de Gibraltar alijaban en la playa a plena luz del día, descargadas por mujeres y niños que pintaban sus propios pasos de peatones en la carretera para cruzar cómodamente con los fardos a cuestas. Los críos jugaban a traficantes y guardias civiles en la orilla del mar, persiguiéndose con cajas vacías de Winston encima de la cabeza; sólo los más pequeños querían desempeñar el papel de guardias. Y cada intervención policial terminaba entre gases lacrimógenos y pelotazos de goma, con auténticas batallas campales entre los vecinos y los antidisturbios.
—Imaginad la escena —contaba Lobato—: playa de Puente Mayorga, de noche, una planeadora gibraltareña con dos fulanos descargando tabaco. Pareja de la Guardia Civil: cabo viejo y guardia joven. Alto, quién vive, etcétera. Los de tierra que se largan. El motor que no arranca, el guardia joven que se mete en el agua y sube a la planeadora. Ese motor que por fin arranca, y allá se va la lancha para Gibraltar, un traficante al timón y el otro dándose de hostias con el picoleto… Imaginad ahora esa planeadora que se para en mitad de la bahía. Esa conversación con el guardia. Mira, chaval, le dicen. Si seguimos contigo a Gibraltar nos vamos a buscar la ruina, y a ti te empapelarán por perseguirnos dentro de territorio inglés. Así que vamos a tranquilizarnos, ¿vale?… Desenlace: esa planeadora que vuelve a la orilla, ese guardia que se baja. Adiós, adiós. Buenas noches. Y aquí paz y después gloria.