La Reina del Sur (32 page)

Read La Reina del Sur Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
8.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La ropa —prosiguió Pati, sin cambiar de expresión— debe adaptarse a cada momento. Siempre choca si estás comiendo y llega alguien con chal, o cenando y con minifalda. Eso sólo demuestra falta de criterio, o de educación: no saben lo adecuado, así que se ponen lo que parece más elegante o más caro. Es lo que delata a la advenediza.

Y es inteligente, se dijo Teresa. Lo es mucho más que yo, y tengo que plantearme por qué entonces las cosas son como son, en su caso. Lo ha tenido todo. Incluso tuvo un sueño. Pero eso fue cuando estaba tras unas rejas: la mantenía viva. Sería bueno averiguar qué la mantiene ahora. Aparte de tomar como toma, y esas noviecitas que se echa a veces, y ponerse hasta la madre de pericazos, y contarme todo lo que vamos a hacer cuando seamos requetemillonarias. Me pregunto. Y mejor no sigo preguntándome demasiado.

—Yo soy una advenediza —dijo.

Sonó casi a interrogación. Nunca había utilizado esa palabra, ni la había oído ni leído en los libros; pero intuía su sentido. La otra se echó a reír.

—Ja. Claro que lo eres. En cierto modo, sí. Pero no hace falta que todos lo sepan. Ya dejarás de serlo.

Se encerraba algo oscuro en su gesto, decidió Teresa. Algo que parecía dolerle y divertirla al mismo tiempo. A lo mejor, pensó de pronto, estaba dándole vueltas a algo que no era más que la vida.

—De cualquier modo —añadió Pati—, si te equivocas, la última norma es llevarlo todo con la mayor dignidad posible. A fin de cuentas, todas nos equivocamos alguna vez —seguía mirándola—… Me refiero a la ropa.

Hubo más Teresas que afloraron por aquel tiempo: mujeres desconocidas que habían estado allí siempre, sin que ella lo sospechara, y otras nuevas que se incorporaban a los espejos y a los amaneceres grises y a los silencios, y que descubría con interés, y a veces con sorpresa. Aquel abogado gibraltareño, Eddie Álvarez, el que estuvo manejando el dinero de Santiago Fisterra y luego apenas se ocupó de la defensa legal de Teresa, tuvo ocasión de enfrentarse a alguna de esas mujeres. Eddie no era un hombre osado. Su trato con los aspectos broncos del negocio era más bien periférico: prefería no ver y no saber ciertas cosas. La ignorancia —había dicho durante nuestra conversación del hotel Rock— es madre de mucha ciencia y de no poca salud. Por eso se le cayeron al suelo todos los papeles que llevaba bajo el brazo cuando, al encender la luz de la escalera de su casa, encontró sentada en los peldaños a Teresa Mendoza.

—Hostia puta —dijo.

Luego estuvo un rato mudo, sin decir nada, apoyado en la pared con los papeles a los pies, sin intención de recogerlos y sin intención de nada que no fuera recuperar un ritmo cardíaco normal; mientras Teresa, que seguía sentada, lo informaba despacio y con detalle del motivo de su visita. Lo hizo con su suave acento mejicano y aquel aire de chica tímida que parecía estar en todo por casualidad. Nada de reproches, ni preguntas por las inversiones en cuadros o el dinero desaparecido. Ni una sola mención al año y medio pasado en la cárcel, ni a cómo el gibraltareño se lavó las manos en la defensa. De noche parece todo más serio, se limitó a decir al principio. Impresiona, supongo. Por eso estoy aquí, Eddie. Para impresionarte. De vez en cuando la luz automática se apagaba; Teresa, desde el escalón, alzaba una mano hasta el interruptor, y el rostro del abogado se veía amarillento, los ojos asustados tras las gafas que la piel húmeda, grasienta, deslizaba por el puente de la nariz. Quiero impresionarte, repitió, segura de que el abogado ya lo estaba desde hacía una semana, cuando los diarios publicaron que al sargento Iván Velasco le habían pegado seis navajazos en el aparcamiento de una discoteca, a las cuatro de la madrugada, al dirigirse, ebrio por cierto, a recoger su Mercedes nuevo. Un drogadicto, o alguien que merodeaba entre los coches. Robo común, como tantos. Reloj, cartera y demás. Pero lo que de veras afectaba a Eddie Álvarez era que la defunción del sargento Velasco se registró exactamente tres días después de que otro conocido suyo, el hombre de confianza Antonio Martínez Romero, alias Antonio Cañabota, o Cañabota a secas, apareciese boca abajo y desnudo excepto los calcetines, las manos atadas a la espalda, estrangulado en una pensión de Torremolinos, al parecer por un chapero que se le acercó en la calle una hora antes del óbito. Lo que atando cabos era, en efecto, para impresionar a cualquiera, si ese cualquiera tenía memoria suficiente —y Eddie Álvarez tenía de sobra— para recordar el papel que aquellos dos habían jugado en el asunto de Punta Castor.

—Te juro, Teresa, que no tuve nada que ver.

—¿Con qué?

—Ya sabes. Con nada.

Teresa inclinó un poco la cabeza —seguía sentada en la escalera—, considerando la cuestión. Ella, en efecto, lo sabía muy bien. Por eso estaba allí, en vez de haber hecho que un amigo de un amigo enviase a otro amigo, como en los casos del guardia civil y del hombre de confianza. Hacía tiempo que Oleg Yasikov y ella se prestaban pequeños favores, hoy por ti, mañana por mí, y el ruso tenía gente especializada en pintorescas habilidades. Drogadictos y chaperos anónimos incluidos.

—Necesito tus servicios, Eddie.

Las gafas resbalaron de nuevo.

—¿Mis servicios?

—Papeles, bancos, sociedades. Todo eso.

Luego Teresa se lo explicó. Y cuando lo hacía —facilísimo, Eddie, sólo unas cuantas sociedades y cuentas bancarias, y tú dando la cara— pensó que la vida da muchas vueltas, y que el propio Santiago se habría reído mucho con todo aquello. También pensaba en sí misma mientras hablaba, como si fuera capaz de desdoblarse en dos mujeres: una práctica, que estaba contándole a Eddie Álvarez el motivo de su visita —y también el motivo de que siguiera vivo—, y otra que lo consideraba todo con singular ausencia de pasión, desde fuera o desde lejos, a través de la mirada extraña que sorprendía fija en sí misma, y que no sentía rencor, ni deseos de venganza. La misma que encargó pasar factura a Velasco y a Cañabota, no por ajustar cuentas, sino —como habría dicho y en realidad dijo luego Eddie Álvarez— por sentido de la simetría. Las cosas debían ser lo que eran, las cuentas estar cuadradas y los armarios en orden. Y Pati O'Farrell estaba equivocada: a los hombres no siempre se les impresiona con vestidos de Yves Saint-Laurent.

Tendrás que matar, había dicho Oleg Yasikov. Tarde o temprano. Se lo comentó un día que paseaban por la playa de Marbella, bajo el paseo marítimo, delante de un restaurante de su propiedad llamado Zarevich —en el fondo Yasikov era un nostálgico—, cerca del chiringuito donde Teresa había estado trabajando al salir de prisión. No al principio, claro. Eso dijo el ruso. Ni con tus propias manos. Niet de niet. Salvo que seas muy apasionada o muy estúpida. No si te quedas fuera, limitándote a mirar. Pero tendrás que hacerlo si vas a la esencia de las cosas. Si eres consecuente y tienes suerte y duras. Decisiones. Poco a poco. Te adentrarás en un terreno oscuro. Sí. Yasikov decía todo eso con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, mirando la arena ante sus zapatos caros —Pati los habría aprobado, supuso Teresa—; y junto a su metro noventa de estatura y los anchos hombros que se marcaban bajo una camisa de seda menos sobria que los zapatos, Teresa parecía más pequeña y frágil de lo que era, el vestido corto sobre las piernas morenas y los pies descalzos, el viento agitándole el pelo en la cara, atenta a las palabras del otro. Tomar tus decisiones, decía Yasikov con sus pausas y sus palabras puestas una detrás de la otra. Aciertos. Errores. El trabajo incluirá tarde o temprano quitar la vida. Si eres lista, hacer que la quiten. En este negocio, Tesa —siempre la llamaba Tesa, incapaz de pronunciar su nombre completo—, no es posible estar bien con todos. No. Los amigos son buenos hasta que se vuelven malos. Entonces hay que actuar rápido. Pero existe un problema. Descubrir el momento exacto. Cuándo dejan de ser amigos.

—Hay algo necesario. Sí. En este negocio —Yasikov se indicaba los ojos con los dedos índice y corazón—. Mirar a un hombre y saber en seguida dos cosas. Primera, por cuánto se va a vender. Segunda, cuándo lo tienes que matar.

A principios de aquel año Eddie Álvarez se les quedó pequeño. Transer Naga y sus sociedades pantalla —domiciliadas en el despacho que el abogado tenía en Line Wall Road— iban demasiado bien, y las necesidades desbordaban la infraestructura creada por el gibraltareño. Cuatro Phantom con base en Marina Sheppard y dos con la cobertura de embarcación deportiva en Estepona, mantenimiento de material y pago a pilotos y colaboradores —esto último incluía a medía docena de policías y guardias civiles— no eran demasiadas complicaciones; pero la clientela se ampliaba, afluía el dinero, los pagos internacionales eran frecuentes, y Teresa comprendió que era preciso aplicar mecanismos de inversión y lavado más complejos. Necesitaban un especialista para discurrir por los recovecos legales con el máximo beneficio y el mínimo riesgo. Y tengo al hombre, dijo Pati. Tú lo conoces.

Lo conocía de vista. La primera reunión formal tuvo lugar en un discreto apartamento de Sotogrande. Acudieron Teresa, Pati, Eddie Álvarez, y también Teo Aljarafe: treinta y cinco años, español, experto en derecho fiscal e ingeniería financiera. Teresa lo recordó en seguida cuando tres días antes Pati se lo presentó en el bar del hotel Coral Beach. Se había fijado en él durante la fiesta de los O'Farrell en el cortijo de Jerez: delgado, alto, moreno. El cabello negro, abundante, peinado hacia atrás y un poco largo en la nuca, enmarcaba una cara huesuda y una nariz grande y aguileña. Muy clásico de aspecto, decidió Teresa. Como una imaginaba siempre a los españoles antes de conocerlos: flacos y elegantes, con ese aire de hidalgos que luego casi nunca tenían. Ni eran. Ahora conversaban los cuatro en torno a una mesa de madera de secuoya, con cafetera de porcelana antigua y tazas del mismo juego, y bebidas en un carrito junto al ventanal que daba a la terraza y permitía ver una espléndida panorámica que incluía el puerto deportivo, el mar y una buena porción de costa hasta las playas lejanas de La Línea y la mole gris de Gibraltar. Se trataba de un pequeño apartamento sin teléfono ni vecinos al que se llegaba en ascensor desde el garaje, adquirido por Pati a nombre de Transer Naga —se lo había comprado a su propia familia—, y habilitado como lugar de reuniones: buena iluminación, un cuadro moderno y caro en la pared, pizarra de dibujo con rotuladores delebles rojos, negros y azules. Dos veces por semana, y en todo caso la víspera de cada reunión prevista, un técnico en seguridad electrónica recomendado por Oleg Yasikov revisaba el lugar en busca de escuchas clandestinas.

—La parte práctica está resuelta —decía Teo—. Justificar ingresos y nivel de vida: bares, discotecas, restaurantes, lavanderías. Lo que hace Yasikov, lo que hace tanta gente y lo que haremos nosotros. Nadie controla el número de copas o de paellas que sirves. Así que es hora de abrir una línea seria que vaya por ahí. Inversiones y sociedades interconectadas o independientes que justifiquen hasta la gasolina del coche. Muchas facturas. Muchos papeles. La Agencia Tributaria no incordiará si pagamos los impuestos adecuados y todo está en regla en territorio español, salvo que haya actuaciones judiciales en curso.

—El viejo principio —apuntó Pati—: donde vives, ya sabes.

Fumaba y fumaba, elegante, distraída, inclinando la cabeza rubia y rapada, mirándolos a todos con el despego aparente de quien se encuentra sólo de paso. Aquello parecía antojársele una aventura divertida. Una más.

—Exacto —confirmó Teo—. Y si tengo carta blanca, yo me encargo de diseñar la estructura y presentárosla hecha, integrando lo que ya tenéis. Entre Málaga y Gibraltar hay sitio y oportunidades de sobra. Y el resto es fácil: una vez cargado el vehículo con todos los bienes en varias sociedades, crearemos otra sociedad holding para el reparto de dividendos y que vosotras sigáis siendo insolventes. Fácil.

Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, el nudo de la corbata ajustado e impecable, y las mangas de la camisa blanca desabrochadas y vueltas sobre las muñecas. Hablaba despacio, claro, con una voz grave que a Teresa le agradaba escuchar. Competente y listo, había resumido Pati: una buena familia jerezana, un matrimonio con una niña de dinero, dos hijas pequeñas. Viaja mucho a Londres y a Nueva York y a Panamá y sitios así. Asesor fiscal de empresas de alto nivel. Mi difunto ex imbécil tenía algún asunto con él, pero Teo siempre fue mucho más inteligente. Asesora, cobra y se queda atrás, en discreto tercer plano. Un mercenario de lujo, para que me entiendas. Y no se pringa nunca, que yo sepa. Lo conozco desde niña. También me lo follé una vez, cuando jovencitos. No fue gran cosa en la cama. Rápido. Egoísta. Pero en aquella época tampoco yo era gran cosa.

—En cuanto a los asuntos serios, el tema resulta más complejo —seguía diciendo Teo—. Hablo de dinero de verdad, el que nunca pasará por suelo español. Y yo aconsejaría olvidar Gibraltar. Es un bebedero de patos. Todo el mundo tiene cuentas ahí.

—Pero funciona —dijo Eddie Álvarez.

Se veía incómodo. Celoso tal vez, pensó Teresa, que observaba con atención a los dos hombres. Eddie había hecho buen trabajo con Transer Naga, pero su capacidad resultaba limitada. Todos sabían eso. El gibraltareño consideraba al jerezano un competidor peligroso. Y tenía razón.

—Funciona de momento —Teo miraba a Eddie con solicitud excesiva: la que se dedica a un minusválido cuya silla de ruedas empujas hacia la escalera más próxima—. No discuto el trabajo hecho. Pero allí sois aficionados a cotillear en el pub de la esquina, y un secreto deja de serlo en seguida… Además, de cada tres llanitos, uno es sobornable. Y eso va en ambas direcciones: igual podemos hacerlo nosotros que la policía… Está bien para trapichear con unos kilos o con tabaco; pero hablamos de negocios de envergadura. Y en ese terreno, Gibraltar no da más de sí.

Eddie se empujó hacia arriba las gafas que le resbalaban sobre la nariz.

—No estoy de acuerdo —protestó.

—Me da igual —el tono del jerezano se había endurecido—. No estoy aquí para discutir tonterías.

—Yo soy… —empezó a decir Eddie.

Apoyaba las manos en la mesa, vuelto primero hacia Teresa y luego a Pati, reclamando su mediación.

—Tú eres un rascapuertas —lo interrumpió Teo.

Lo dijo con suavidad, sin expresión en la cara. Desapasionado. Un doctor contándole a un paciente que su radiografía tiene manchas.

—No te consiento…

—Cállate, Eddie —dijo Teresa.

Other books

Collision by Miller, Stefne
Nighthawk Blues by Peter Guralnick
Swerve by Michelle McGriff
Spirited Ride by Rebecca Avery
1917 Eagles Fall by Griff Hosker
The Real Mrs Miniver by Ysenda Maxtone Graham
Pentecost by J.F. Penn
Immortal Becoming by Wendy S. Hales