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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (18 page)

BOOK: La reina suprema
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Ginebra, viendo que tenía lágrimas en los ojos, dijo con suavidad:

—Si lo supiera habría venido, querida madre.

—No estoy tan segura. La alejé de mí al entregarla a Viviana. Aun sabiendo lo implacable que ella podía ser, aun sabiendo que utilizaría a Morgana tal como me usó a mí, por el bienestar de esta tierra y por su ambición de poder —susurró Igraine—. La alejé de mí porque, puesta a elegir entre dos males, me pareció preferible que estuviera en Avalón y en manos de la Diosa, y no que los negros curas la convencieran de que era mala por el solo hecho de ser mujer.

Ginebra quedó profundamente consternada. Frotó entre sus manos aquellos dedos helados y renovó los ladrillos calientes de la cama; le friccionó los pies, pero Igraine dijo que no los sentía. Ginebra consideró que tenía que insistir.

—Ahora que se aproxima vuestro fin, ¿no queréis hablar con un sacerdote de Cristo, querida madre?

—Te dije que no —aseveró la enferma—. Después de callar por tantos años para tener paz en mi hogar, podría decirles lo que realmente pienso de ellos. Porque amaba a Morgana la dejé ir con Viviana: para que al menos ella se les escapara. —Volvía a jadear—. Arturo nunca fue hijo mío: era de Uther.

Sólo una esperanza de sucesión. Amé mucho a Uther y le di hijos porque necesitaba un heredero. Dime, Ginebra: ¿te ha reprochado mi hijo que aún no le hayas dado un heredero?

La joven inclinó la cabeza, sintiendo en los ojos el escozor de las lágrimas.

—No, ha sido muy bueno, no me lo ha reprochado ni una sola vez. En una ocasión me dijo que había conocido a muchas mujeres sin engendrar nunca un hijo, por lo que quizá la culpa no era mía.

—Si te ama por ti misma es una joya inapreciable entre los hombres —dijo Igraine—; se merece que le hagas feliz. A Morgana la amé porque no tenía a nadie. Era joven y me sentía desdichada, sola, lejos de mi hogar, aún una niña. Temí que resultara un monstruo por el odio que sentía mientras la gestaba, pero era encantadora: sabia y solemne como las niñas hada. Sólo he amado a Uther y a ella…

»¿Dónde está, que no acude junto a su madre moribunda? Durante la coronación de Arturo vi que tenía graves problemas, pero no dije nada; me necesitaba y no dije nada, no quise saber… ¡Dime la verdad, Ginebra! ¿Tuvo un hijo, sola y lejos de quienes la amaban? ¿Te ha hablado de eso? ¿Tanto me odia que no viene cuando agonizo? ¿Sólo porque no le expresé mi temor por ella durante la coronación de Arturo? Ah, Diosa… Renuncié a la videncia para tener paz en mi hogar, porque Uther era seguidor del Cristo… Muéstrame dónde mora mi hija, Ginebra…

La joven la retuvo para que no se moviera, diciendo:

—Tenéis que estaros quieta, madre. Ha de ser la voluntad de Dios. Aquí no podéis convocar a la Diosa de los infieles.

Igraine irguió la espalda; a pesar de la cara hinchada y los labios azules, miró a su nuera de tal modo que ésta recordó de súbito: «También es gran reina de este país.»

—No sabes lo que dices —le espetó la enferma, con orgullo, piedad y desprecio—. La Diosa está por encima de cualquier otro dios. Las religiones van y vienen, tal como descubrieron los romanos y, sin duda, también descubrirán los cristianos, pero Ella está por encima de todos.

Dejó que Ginebra la recostara en las almohadas, gimiendo:

—Ojalá se me calentaran los pies… Sí, ya sé que me has puesto ladrillos calientes, pero no los siento. Cierta vez leí sobre un sabio al que obligaron a beber cicuta. Taliesin dice que los pueblos siempre han matado a los sabios. Al morir dijo que el frío le trepaba desde los pies. No he bebido cicuta, pero así es… y ahora el frío me está llegando al corazón…

Se estremeció y quedó inmóvil. Por un momento Ginebra creyó que ya no respiraba. No: el corazón aún latía débilmente. Pero Igraine no volvió a hablar. Poco antes del amanecer cesaron finalmente los dificultosos jadeos.

11

I
graine fue sepultada a mediodía, después de un solemne oficio de difuntos. Ginebra, junto a la fosa abierta, vio bajar el cuerpo amortajado; las lágrimas se le deslizaban por el rostro, pero no podía llorar decorosamente a su suegra. «Su vida aquí fue una mentira; no fue una verdadera cristiana.» Si lo que creían era cierto, en aquel momento Igraine estaría ardiendo en el infierno. Y al pensar en lo buena que había sido con ella, la idea se le hacía insoportable.

Los ojos le ardían por el insomnio y las lágrimas. El cielo encapotado era un eco de su vago temor, como si en cualquier momento fuera a derramar la lluvia sobre ellos. Allí, entre los muros del convento, estaba a salvo, pero pronto tendría que abandonar la seguridad de aquel sitio y pasar varios días cruzando los altos páramos, con la lúgubre amenaza del cielo abierto por doquier. Ginebra, estremecida, cruzó las manos sobre el vientre, como en un inútil intento de proteger contra aquella amenaza a quien allí habitaba.

Terminado el himno, las monjas se alejaron de la tumba. Ginebra volvió a estremecerse y se ciñó el manto. Ahora tenía que cuidarse mucho, comer bien, descansar y asegurarse de que nada saliera mal. Contó secretamente con los dedos. Si, había sido aquella última vez, antes de su partida… Pero no: su ciclo llevaba más de diez domingos interrumpido; simplemente, no estaba segura. Lo único seguro era que su hijo nacería cerca de la Pascua de resurrección. La alegró que no fuera en pleno invierno, aunque con tal de tener al hijo tan deseado habría estado dispuesta a alumbrarlo en la más oscura de las noches invernales.

Sonó una campana. La abadesa se acercó a ella, inclinando la cabeza con gran cortesía:

—¿Os quedaréis con nosotras, mi señora? Sería un gran honor albergaros todo el tiempo que deseéis.

«Oh, si pudiera quedarme en este lugar tan apacible»… Ginebra respondió, con visible pena:

—No me es posible. Tengo que regresar a Caerleon. —No podía demorar el momento de dar la buena noticia a Arturo, la noticia del hijo—. Tengo que informar al gran rey… sobre la muerte de su madre. Tened la seguridad de que le contaré lo bien que la habéis tratado. En los últimos días de su vida tuvo aquí todo lo que podía desear.

—Para nosotras fue un placer. Todas amábamos a la señora Igraine —dijo la anciana monja—. Avisaremos a vuestra escolta para que se prepare a partir a primera hora de la mañana. Si Dios quiere, hará buen tiempo.

«¿Mañana? ¿Por qué no hoy?» Pero Ginebra comprendió que tanta prisa era insultante. Sólo ahora caía en la cuenta de lo impaciente que estaba por dar la noticia a Arturo. Apoyó una mano en el brazo de la abadesa.

—Ahora tenéis que rezar mucho por mí y para que el hijo del gran rey nazca sano y salvo.

La cara arrugada de la abadesa se arrugó aún más de placer al recibir la confidencia de la reina.

—Rezaremos por vos, ciertamente. Todas las hermanas se alegrarán de saber que somos las primeras en rezar por nuestro nuevo príncipe.

En el cuarto contiguo a la alcoba de Igraine, donde había pasado aquellas últimas noches, la criada estaba llenando las alforjas.

—No conviene a la dignidad de la gran reina, señora, viajar con una sola criada, como la esposa de un caballero cualquiera —gruñó—. Tendríais que hacerlo con una criada más y con una dama de compañía.

—Que te ayude una de las hermanas laicas —decidió Ginebra—. Si somos pocos, viajaremos más deprisa.

—Oí decir en el patio que los sajones están desembarcando en las costas del sur —rezongó la mujer—. Pronto será imposible viajar sin peligro por este país.

—No seas necia —la regañó su señora—. Los sajones del sur han firmado un tratado que los obliga a mantener la paz en tierras del gran rey. De cualquier manera, pronto estaremos en Caerleon. Y hacia el final del verano trasladaremos la corte a Camelot, en el país del Estío, donde está ahora el señor Cay, construyendo un gran salón para la mesa redonda.

Tal como esperaba, la mujer se distrajo.

—Eso queda cerca de vuestro antiguo hogar, ¿verdad señora?

—En efecto. Desde lo alto de Camelot se pueden ver el agua y la isla donde reina mi padre.

Aquella noche soñó que estaba en Camelot, pero la niebla se cerraba sobre la costa, de modo que la isla parecía nadar en un mar de nubes. Enfrente se divisaba el alto Tozal de Ynis Witrin, coronado por su círculo de piedras, aunque ella sabía perfectamente que aquella construcción había sido derribada por los sacerdotes más de cien años atrás. En el Tozal veía a Morgana, que reía y se burlaba de ella, coronada con una guirnalda de juncos. Y también estaba junto a ella, en Camelot; pero vestía una túnica extraña y una doble corona. Ginebra no llegaba a verla, pero sabía que estaba allí. «Soy Morgana de las Hadas —le dijo—, y haré que seas la gran reina de todos estos territorios si te prosternas para adorarme.»

Ginebra despertó sobresaltada, con la risa burlona de Morgana en los oídos. El cuarto estaba desierto y silencioso, sólo se oían los fuertes ronquidos de su criada, que dormía en un jergón. Después de persignarse, se recostó para seguir durmiendo pero, cuando parecía al borde del sueño, le pareció que estaba mirando dentro de un estanque claro, iluminado por la luna; no era su cara la que se reflejaba allí, sino la de Morgana, coronada de juncos, como los muñecos que algunos campesinos hacían todavía en tiempos de cosecha. Una vez más tuvo que incorporarse para hacer la señal de la cruz.

Cuando la despertaron le pareció muy temprano, pero ella misma había insistido en partir con la primera luz. Mientras se vestía oyó la lluvia que castigaba el tejado, pero si permitían que la lluvia los demorara pasarían todo un año allí. Se sentía aturdida y con náuseas, pero ahora tenía buenos motivos para partir. Aunque no tenía hambre, se obligó a tragar un poco de pan y carne fría. La esperaba un largo viaje. Y si no era grato cabalgar bajo la lluvia, al menos era más probable que los sajones y los maleantes también se quedaran bajo techo.

Cuando entró la abadesa estaba poniéndose la capucha de su capa más abrigada. Después de agradecerle formalmente los ricos presentes que había hecho en su nombre y en el de Igraine, la monja se refirió al motivo de su visita.

—¿Quién reina ahora en Cornualles, señora?

—Bueno…, no estoy segura —respondió Ginebra, tratando de hacer memoria—. El gran rey lo cedió a Igraine; supongo que ahora tendría que ser de su hija, la señora Morgana. No sé siquiera quién es ahora el castellano.

—Tampoco yo —dijo la abadesa—. Por eso he venido a veros, señora. El castillo de Tintagel es un trofeo que tendría que estar ocupado. De lo contrario, habrá guerra también aquí.

Si la señora Morgana está casada y se instala aquí, supongo que todo irá bien. No conozco a la señora, pero si es hija de Igraine ha de ser buena cristiana.

«Supones mal», pensó Ginebra. Y una vez más creyó oír la risa burlona de su sueño.

—Transmitid mi mensaje al rey Arturo, señora —pidió la abadesa—: alguien tiene que habitar Tintagel. Lo mejor sería que enviara a uno de sus mejores caballeros.

—Se lo diré —prometió Ginebra.

Y se puso en marcha, pensativa. Morgana era reina de Cornualles y tenía que asumir su mando. Luego recordó que Arturo había querido casarla con su mejor amigo. Puesto que Lanzarote no era rico ni tenía tierras, sería conveniente que ambos reinaran juntos en Tintagel.

«Y ahora que voy a dar un hijo a Arturo, sería mejor alejar a Lanzarote de la corte, para no verlo nunca más, para que no me inspire pensamientos indignos de una buena esposa cristiana.» Sin embargo, no soportaba imaginarlo casado con Morgana. ¿Habría mujer más pecadora en toda la faz de este perverso mundo?

Viajaba con la cara escondida en la capa, sin oír los chismorrees de los caballeros que la escoltaban, pero pasado un tiempo se dio cuenta de que estaban cruzando una aldea incendiada. Uno de los hombres le pidió autorización para detener la marcha y se alejó en busca de supervivientes. Regresó ceñudo y lúgubre.

—Sajones —dijo a los otros. Y se mordió los labios al ver que la reina lo estaba oyendo—. No os asustéis, señora. Se han ido. Pero tenemos que apresurar la marcha para informar a Arturo. Si os conseguimos un caballo más veloz, ¿podréis seguirnos el paso?

Ginebra sintió que se sofocaba. Habían salido de un valle profundo; el cielo se arqueaba sobre ellos, muy abierto, lleno de amenazas. Su voz sonó trémula y débil como la de una niña:

—No puedo cabalgar más deprisa; estoy gestando al hijo del gran rey y no me atrevo a arriesgarlo.

Una vez más el caballero Griflet, el esposo de Meleas, su dama de compañía, pareció morderse los labios y apretar los dientes. Por fin dijo, disimulando su impaciencia:

—En ese caso, señora, será mejor que os escoltemos hasta Tintagel o hasta el convento, así podremos apresurar la marcha y llegar a Caerleon antes del próximo amanecer. Si estáis embarazada no podéis cabalgar durante la noche. ¿Permitiréis que uno de nosotros os acompañe con vuestra criada a Tintagel o al convento?

«Si hay sajones en esta zona me gustaría mucho estar nuevamente entre murallas. Pero no puedo ser tan cobarde. Arturo tiene que saber lo de su hijo.»

—¿No es posible que uno de vosotros se adelante hacia Caerleon, mientras el resto viaja a mi paso? ¿O contratar a un mensajero para que lleve la noticia cuanto antes?

Ginebra parecía a punto de decir una palabrota.

—No podría confiar en un mensajero de esta región, señora, y somos muy pocos para protegeros. Bien, sea: sin duda los hombres de Arturo ya habrán recibido la noticia.

Le volvió la espalda con expresión tan furiosa que Ginebra habría querido acceder a cuanto él dijera. Pero no podía ser tan cobarde ahora que gestaba al hijo real; tenía que comportarse como corresponde a una reina.

«Si fuera a Tintagel, con la región llena de sajones, tendría que permanecer allí hasta que terminara la guerra. Y como Arturo no sabe que vamos a tener un hijo, tal vez me dejaría allí para siempre. ¿Para qué quiere a una reina estéril en su nuevo palacio de Camelot? Pero todo saldrá bien cuando Arturo lo sepa…»

El viento helado parecía calarla hasta los huesos. Después de un rato les rogó que hicieran otro alto y sacaran la litera, a fin de viajar en ella; el movimiento del caballo la sacudía demasiado. Por un momento tuvo la sensación de que Griflet olvidaría su cortesía para insultarla, pero dio las órdenes pertinentes. Se acurrucó en el vehículo, agradecida por el ritmo más lento y las cortinas cerradas que ocultaban el terrorífico cielo.

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