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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (3 page)

BOOK: La reina suprema
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—Qué bien, tener un amigo —comentó Gareth—. Agravaín se burla de mí y se ríe de mis caballeros de madera.

—Bueno —dijo Morgause—, el hijo de Morgana será tu amigo, cuando haya crecido un poco. Pero tienes que rezar a la Diosa para que dé a tu tía un hijo fuerte y saludable.

De pronto rompió en llanto. Su hijo la miró con estupefacción, mientras Lot preguntaba:

—¿Tan mal están las cosas, tesoro?

Ella asintió con la cabeza. Pero se secó los ojos con la sobreveste, por no asustar al niño. Gareth miró al techo, diciendo:

—Por favor, querida Diosa, trae a mi prima Morgana un hijo fuerte, para que crezcamos juntos y seamos caballeros.

Morgause rió contra su voluntad, acariciando la mejilla de su hijo. Pero al salir sentía los ojos de su marido fijos en ella. El día anterior le había dicho que tal vez fuera mejor para todos si el hijo de Morgana no sobrevivía.

«Me conformaré con que salga con vida de esto», pensó. Y casi por primera vez lamentó haber aprendido tan poco de la gran magia de Avalón. Ahora necesitaba algún hechizo que aliviara el trance a su sobrina.

Las parteras la tenían arrodillada en la paja, para facilitar la salida del niño, pero tenían que sostenerla como a un objeto inanimado. Ahora lanzaba gritos jadeantes y de inmediato se mordía los labios, tratando de ser valiente. Morgause se arrodilló junto a ella, en la paja salpicada de sangre, y le ofreció las manos. La muchacha se aferró a ellas.

—¡Madre! —gritó—. Sabía que vendrías, madre.

Luego contrajo la cara otra vez y echó la cabeza atrás, con la boca abierta en un alarido sin voz.

—Sostenedla, señora —dijo Megania—. No, desde atrás, sostenedla erguida.

Al aferraría por debajo de los brazos, Morgause la sintió temblar y sollozar entre arcadas, forcejando ciegamente por liberarse. Ya no podía ayudarlas, pero tampoco podía permanecer pasiva, y cuando la tocaban gritaba a pleno pulmón. Su tía cerró los ojos para no ver más, sin dejar de sujetar con toda su fuerza el frágil cuerpo convulsionado.

—¡Madre, madre! —gritó otra vez. Pero no sabía si llamaba a Igraine o a la Diosa. Luego cayó hacia atrás, casi inconsciente.

El cuarto se llenó de un fuerte olor a sangre. Megania levantó algo oscuro y arrugado.

—Mirad, señora Morgana —dijo—: tenéis un hermoso hijo varón.

Luego se inclinó sobre él para soplarle en el interior de la boca. Se oyó un chillido agudo e indignado: el grito furioso del recién nacido ante el mundo frío al que llega.

Pero Morgana yacía en brazos de su tía, completamente exhausta, y no pudo siquiera abrir los ojos para mirarlo.

El recién nacido estaba lavado y vestido: Morgana había bebido una taza de leche caliente con miel y algunas hierbas contra las hemorragias. Ahora dormitaba: ni siquiera se movió con el beso leve que Morgause le dio en la frente.

Se repondría, aunque nunca había visto que una mujer luchara tanto y sobreviviera con un niño sano. La partera había dicho que, después de tantas dificultades, era difícil que tuviera otro. «Mejor así», se dijo la reina.

Levantó al niño para observar sus pequeñas facciones. Parecía respirar muy bien, aunque a veces, cuando al nacer no lloraban espontáneamente, más adelante les fallaba la respiración y morían. Pero tenía un saludable color rosa, hasta en las diminutas uñas. El pelo oscuro, completamente lacio, con vello oscuro en las pequeñas extremidades… Sí, era del pueblo de las hadas, como Morgana. Pero también podía ser hijo de Lanzarote y, por lo tanto, doblemente cercano al trono.

Habría que entregarlo de inmediato a una nodriza… Pero Morgause vaciló. Sin duda, después de reposar un poco, Morgana querría amamantarlo, como todas. Y entonces, contra su voluntad, recordó las palabras de Lot. «Si quiero ver a Gawaine en el trono, este niño es un obstáculo.» No había querido escuchar a su esposo, pero ahora no pudo dejar de pensar en el beneficio que obtendría si el niño no tuviera fuerzas para mamar o la nodriza lo aplastara mientras dormían. Y si Morgana nunca lo había tenido en brazos sentiría menos dolor. Si era voluntad de la Diosa que no viviera…

«Sólo quiero ahorrarle un dolor…»

El hijo de Morgana y, probablemente, de Lanzarote, ambos de la estirpe real de Avalón. Si algo le pasaba a Arturo, el pueblo aceptaría a ese niño en el trono. Pero no era seguro que fuera hijo de Lanzarote. Y aunque Morgause tuviera cuatro hijos varones, su sobrina era la niña que había llevado en brazos. ¿Podía hacer algo así contra su recién nacido? Por otra parte, ¿quién le aseguraba que Arturo no tuviera diez o doce hijos varones con su reina, quienquiera que fuese?

Pero el hijo de Lanzarote… Sí, al hijo de Lanzarote podía abandonarlo a la muerte sin ningún reparo. Así como ella siempre había estado a la sombra de Viviana y de Igraine, la gran reina, así también el fiel Gawaine quedaría a la sombra del más brillante Lanzarote. Y si éste había jugado sucio con Morgana y la había deshonrado, razón de más para odiarlo.

Sin embargo, no había motivos para que un hijo bastardo de Lanzarote naciera con pesar y en secreto. ¿Acaso Viviana pensaba que su precioso hijo era demasiado para Morgana? Sin duda la muchacha había llorado a escondidas durante esos largos meses. ¿Estaba enferma de amor y abandono?

«Esa maldita Viviana usa las vidas como dados para jugar. Arrojó a Igraine en brazos de Uther sin pensar en Gorlois; reclamó a Morgana para Avalón. ¿Será capaz también de destrozarle la vida?»

¡Si pudiera estar segura de que el niño era de Lanzarote!

Volvió a arrepentirse de saber tan poco de magia. Durante sus años en Avalón no había tenido interés ni voluntad para estudiar la tradición druídica. Aun así, la sacerdotisa que la mimaba le había enseñado ciertos hechizos sencillos. Bueno, ahora los pondría en práctica.

Cerró las puertas de la alcoba y encendió nuevamente el fuego; luego, le cortó tres pelos al niño y otros tantos a Morgana, que aún dormía. Después pinchó al niño en un dedo con una aguja, meciéndolo para acallar sus gritos, y arrojó la sangre al fuego, junto con los cabellos y ciertas hierbas. Con la mirada clavada en las llamas, susurró una palabra que le habían enseñado.

Y contuvo el aliento, en tanto las lenguas se arremolinaban y morían. Por un instante un rostro miró hacia ella: una cara joven, coronada de pelo rubio y sombreada por una cornamenta que arrojaba sombras hacia los ojos azules, tan parecidos a los de Uther…

Morgana había dicho la verdad al explicar que él había llegado bajo la figura del dios astado. Cabía imaginarlo: habían organizado el Gran matrimonio para Arturo antes de la coronación. ¿Aquello también había sido un plan de Viviana? ¿Una criatura nacida de las dos estirpes reales?

Al oír un pequeño ruido a su espalda levantó la mirada. Morgana se había puesto de pie y estaba allí, aferrada a la cabecera de la cama, blanca como la muerte. Sus labios apenas se movieron; sólo sus ojos oscuros, muy hundidos en las órbitas por el sufrimiento, pasaron del fuego a los elementos de hechicería abandonados frente al hogar.

—Morgause —dijo—, júramelo. Si me amas, júrame… que no dirás nada de esto a Lot ni a nadie. ¡Júralo, si no quieres que eche sobre ti todas las maldiciones que conozco!

Morgause acostó al niño en la cuna para conducirla de nuevo a la cama.

—Ven, acuéstate y descansa, pequeña. Tenemos que hablar. ¡Arturo! ¿Por qué? ¿Fue otra de las ideas de Viviana?

—¡Jura que no dirás nada! —repitió la joven aún más agitada—. ¡Jura que no volverás a mencionarlo! ¡Júralo!

Sus ojos refulgían salvajemente. Su tía, al mirarla, temió que le subiera la fiebre.

—Morgana, hija…

—¡Jura! O te maldeciré por el viento y por el fuego, el mar y la piedra…

—¡No! —la interrumpió Morgause, sujetándole las manos en un intento de calmarla—. Mira… lo juro, lo juro.

No quería jurar. «Debí negarme —pensó—. Tenía que discutirlo con Lot.» Pero ya era demasiado tarde. Había jurado. Y lo último que deseaba era que una sacerdotisa de Avalón le arrojara una maldición.

—Ahora acuéstate. Tienes que dormir, Morgana.

La joven cerró los ojos. Su tía le acarició la mano, mientras pensaba: «Gawaine es un hombre de Arturo, pase lo que pase. De nada le serviría a Lot ponerlo en el trono. Este niño… aunque Arturo tenga muchos hijos varones, éste es el primogénito. Con su educación cristiana se avergonzaría de este vástago incestuoso. Es conveniente conocer los más sucios secretos de un rey. Incluso me he ocupado de averiguar detalles sobre las correrías de Lot, aunque le amo.»

El niño despertó en la cuna, llorando. Morgana, como toda madre, abrió de inmediato los ojos. Aunque estaba demasiado débil para moverse, susurró:

—Mi hijo, ¿ése es mi hijo? Quiero abrazarlo, Morgause.

Su tía iba a ponerle el envoltorio de pañales en los brazos, pero vaciló. Si Morgana llegaba a verlo, querría amamantarlo, y lo amaría. Pero si se lo entregaba a una nodriza sin que ella lo hubiera visto… Bueno, así no se encariñaría mucho y el niño sería, en verdad, hijo de quienes lo criaran. Era muy conveniente que el primogénito de Arturo, ese hijo que él no se atrevería a reconocer, fuera leal a Lot y a Morgause. Por la cara de Morgana se deslizaban débilmente las lágrimas.

—Dame a mi hijo, Morgause —imploró—. Deja que lo tenga en brazos. Quiero verlo.

Su tía decidió, implacable en su ternura:

—No, hija. No tienes fuerzas para sostenerlo y darle el pecho. —Buscó apresuradamente una mentira que la muchacha, ignorante de aquellas cosas, pudiera creer—. Además, si lo abrazas ahora no querrá mamar de su nodriza. Tengo que entregárselo ahora mismo. Te lo traeré cuando estés un poco más fuerte y él esté mamando bien.

Y aunque Morgana se echó a llorar y alargó los brazos, sollozando, salió de la habitación llevando a la criatura. «Éste será hijo adoptivo de Lot —pensó—. Y tendremos siempre un arma contra el gran rey. Ahora tengo que asegurarme de que Morgana, cuando esté repuesta, se interese poco por él y no tenga inconvenientes en dejarlo conmigo.»

2

G
inebra, hija del rey Leodegranz, estaba encaramada en el alto muro de la huerta, aferrada a las piedras con ambas manos para observar los caballos de la cuadra.

Detrás de ella olía agradablemente a hierbas aromáticas y medicinales, las que la esposa de su padre usaba para hacer remedios. La huerta era uno de sus lugares favoritos, quizás el único a cielo abierto que le gustaba. Por lo general, sólo se sentía segura bajo techo o en sitios cercados. Desde allí arriba se veía todo el valle, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ginebra volvió la mirada hacia la seguridad de la huerta, pues se le estaban entumeciendo nuevamente las manos y le faltaba el aliento. Allí estaba fuera de peligro; si empezaba a sentir nuevamente aquel pánico asfixiante, podía descolgarse por el muro hacia dentro para estar a salvo.

Alienor, la esposa de su padre, le había preguntado cierta vez, exasperada: «¿A salvo de qué, hija? Los sajones nunca llegan tan al oeste.» Ginebra no pudo explicárselo. Dicho así parecía sensato. ¿Cómo explicar a la práctica Alienor que lo que la asustaba era la inmensidad de todo aquel cielo y de las interminables extensiones de tierra?

No había nada que temer, asustarse era una tontería, pero saberlo no impedía que la respiración se le agitara, ni que el entumecimiento subiera desde el vientre a la garganta, ni que las manos sudorosas perdieran la sensibilidad. Todos se impacientaban con ella, de modo que había aprendido a no decir nada. Sólo en el convento la habían comprendido. Oh, el querido convento, donde se sentía tan cómoda como un ratón en su agujero, donde nunca tenía que salir, como no fuera al jardín amurallado… Le habría gustado quedarse allí, pero ya era una mujer y su madrastra la necesitaba, pues tenía hijos pequeños.

La idea de casarse también la asustaba. Pero entonces tendría su casa, donde sería el ama y haría lo que le pareciera, sin que nadie se atreviera a burlarse de ella.

Abajo, los caballos galopaban, pero Ginebra mantenía los ojos clavados en el esbelto caballero que se movía entre ellos, vestido de rojo, con rizos oscuros sombreando la frente bronceada. Era tan veloz como los caballos; «Lanza elfo», le llamaban los sajones. Alguien le había dicho que era de la sangre del pueblo de las hadas. Lanzarote del Lago, así se hacía llamar, y ella lo vio, aquel horrible día en que se perdió en el lago mágico, en compañía de aquella horrible hada.

Lanzarote acababa de atrapar al caballo deseado: algunos hombres le gritaron una advertencia y la misma Ginebra ahogó una exclamación aterrorizada: ni el mismo rey montaba aquel animal. Riendo, hizo un gesto desdeñoso y permitió que el domador se lo sujetara mientras él le ajustaba la silla.

—¿De qué sirve montar un palafrén que podría dominar cualquiera con una brida de paja trenzada? —dijo con voz alegre—. Quiero demostraros que con estas correas de cuero puedo controlar al más fiero de vuestros caballos, convirtiéndolo en corcel de batalla. Veamos…

Tiró de una hebilla que pendía bajo el animal y montó sin ayuda. El caballo se alzó de manos; Ginebra, boquiabierta, vio que Lanzarote se inclinaba hacia delante, obligándolo a descender y a avanzar pausadamente. El vigoroso animal se movió nervioso, caminando de lado: Lanzarote ordenó por señas a un soldado de infantería que le alcanzara una larga pica.

—Observad —gritó—. Supongamos que ese fardo de paja es un sajón que viene hacia mí con una de esas grandes espadas embotadas.

Lanzó el caballo al galope a través del cercado, y al llegar al fardo de paja, lo atravesó con la larga pica; luego, desenvainó la espada y, sofrenando al caballo en pleno galope, lo hizo girar. Incluso el rey dio un paso atrás al verlo arremeter como un rayo. Lanzarote detuvo al animal frente a él y bajó de la silla, haciéndole una reverencia.

—¡Señor! Os pido autorización para adiestrar caballos y hombres, a fin de que podáis conducirlos a la batalla cuando vuelvan los sajones. Hemos tenido victorias, pero llegará el día en que una gran batalla decidirá para siempre quiénes han de gobernar este suelo: si sajones o romanos. Estamos adiestrando todos los caballos que podemos conseguir, pero los vuestros son los mejores.

—No he jurado fidelidad a Arturo —dijo Leodegranz—. Uther era otra cosa: un militar probado y hombre de Ambrosio Arturo es casi un niño.

—¿Aún pensáis así después de tantas batallas como ha ganado? —se extrañó Lanzarote—. Ya hace más de un año que está en el trono y es vuestro gran rey, señor. Aunque no le hayáis jurado fidelidad, cada batalla que libra contra los sajones os protege a vos también. Caballos y hombres: es poco pedir.

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