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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (32 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Pronto dirigí mi primer seminario exclusivamente para enfermos de sida. Tuvo lugar en San Francisco y, como me tocaría hacer muchas veces en el futuro, allí escuché a un joven tras otro contar la misma dolorosa historia de una vida de engaños, rechazos, aislamiento, discriminación, soledad y todo el comportamiento negativo de la humanidad. Yo no tenía lágrimas suficientes para llorar todo lo que necesitaba llorar.

Por otra parte, los pacientes de sida eran unos maestros increíbles. Nadie personifica mejor la capacidad de comprensión y crecimiento que un joven sureño que participó en ese primer seminario exclusivo para enfermos de sida. Se había pasado un año entrando y saliendo de hospitales, de modo que parecía un prisionero demacrado salido de un campo de concentración nazi. El estado en que se encontraba hacía difícil creer en su supervivencia.

Sintió la necesidad de hacer las paces con sus padres, a los que no veía desde hacía años, antes de morir. Esperó hasta recobrar un poco las fuerzas, pidió prestado un traje que le colgaba del esqueleto como la ropa de un espantapájaros y tomó un avión para dirigirse a su casa.

Pero le angustiaba tanto la posibilidad de que su apariencia física les causara rechazo que estuvo a punto de volverse. Sin embargo, cuando sus padres, que estaban esperándolo nerviosos en el porche, lo vieron, su madre echó a correr y, sin preocuparse de las lesiones púrpura que le cubrían la cara, lo abrazó sin vacilar. Después lo abrazó su padre. Y todos se reunieron, llorosos y amorosos, antes de que fuera demasiado tarde.

El último día del seminario este joven dijo:

—Veréis, tuve que padecer esta terrible enfermedad para saber realmente lo que es el amor incondicional.

Todos lo entendimos. Desde entonces, mis seminarios «Vida, muerte y transición» acogieron a enfermos de sida de todo el país, y después de todo el mundo. Para asegurarme de que nunca rechazaran a nadie por falta de dinero (puesto que los medicamentos y hospitalización consumen los ahorros de toda una vida), comencé a tejer bufandas, que luego se subastaban con el fin de obtener fondos para subvencionar a los enfermos de sida.

Yo sabía que el sida era la batalla más importante a la que yo, y tal vez el mundo, nos enfrentábamos desde la Polonia de la posguerra. Pero aquella guerra había acabado y habíamos ganado. La del sida estaba empezando.

Mientras los investigadores buscaban fondos y trabajaban a toda prisa para encontrar causas y curas, yo sabía que la victoria definitiva sobre esta enfermedad dependería de algo más que de la ciencia.

Estábamos al comienzo, pero yo podía imaginar el final. Dependía de si seríamos capaces o no de aprender la lección presentada por el sida.

En mi diario escribí:

En el interior de cada uno de nosotros hay una capacidad inimaginable para la bondad, para dar sin buscar recompensa, para escuchar sin hacer juicios, para amar sin condiciones.

34. Healing Waters

Continuaba viviendo allí, pero a la luz de la mañana el aspecto que ofrecía mi casa indicaba que yo estaba dispuesta a marcharme en cualquier momento. El aire continuaba impregnado del mal olor de las cosas quemadas, y las paredes se veían desnudas sin mis tapices indios y cuadros. El fuego había robado toda la vida a la casa, y a mí también. No me cabía en la cabeza cómo un buen sanador como B. podía convertirse en una figura tan tenebrosa. Mientras no me marchara de allí, no quería tener nada que ver con él.

Sin embargo, estando tan próximos, eso era imposible. Una mañana, poco después de que yo regresara de un seminario, B. me hizo una visita. Su esposa había escrito un libro, cuyo título, muy apropiado, era
The Dark Room
(La sala oscura), y quería que yo le escribiera un prólogo que pudiera utilizarse para hacerle publicidad.

—¿Podrías tenerlo listo mañana por la mañana? —me preguntó.

Por mucho que amara a mis espíritus guías, yo no podía, en conciencia, prestar mi nombre para algo de lo que se había hecho mal uso durante los seis meses pasados. En nuestra última conversación, o mejor dicho confrontación, B. alegó que no se lo podía responsabilizar de ninguno de sus actos, aunque fueran incorrectos.

—Cuando estoy en trance no me doy cuenta de lo que ocurre —explicó.

No me cabía duda de que era un mentiroso, pero cuando llegó el momento de la ruptura me sentí desgarrada. Sabía que Shanti Nilaya no podría sobrevivir sin mis charlas y aportaciones. Después de mucho consultarlo con mi conciencia, convoqué una reunión secreta de los miembros más activos de Shanti Nilaya, cinco mujeres y dos hombres que en realidad eran empleados asalariados. Les dije todo lo que pensaba; les expliqué mi temor de que mi vida estuviera en peligro, las sospechas que tenía sobre B. pero que no podía demostrar, y la incertidumbre sobre cuáles entidades eran verdaderas y cuáles falsas.

—Naturalmente esto plantea el problema de la confianza —les dije—; es enloquecedor.

Silencio. Les dije que al final de la sesión de esa noche iba a despedir a B. y a su esposa y que continuaría llevando el centro sin ellos. El solo hecho de tomar esa decisión y manifestarla me alivió. Pero entonces tres de las mujeres confesaron que habían sido «entrenadas» por el intermediario para actuar de entidades femeninas, asegurando que él controlaba sus actos poniéndolas en trance. No me extrañó que jamás pudiera yo demostrar que Salem o Pedro fueran fraudulentos, eran reales. En cuanto a las entidades femeninas, evidentemente eran falsas y eso explicaba que jamás trataran conmigo.

Prometí enfrentarme a B. a la mañana siguiente cuando él fuera a mi casa a recoger el prólogo que supuestamente yo estaba escribiendo. No se podía imaginar que en realidad yo estaba preparando un epílogo. Las tres mujeres accedieron a estar presentes para respaldarme. Puesto que nadie sabía cómo iba a reaccionar B., les pedí a los dos hombres que se escondieran entre los arbustos y escucharan, por si acaso. Esa noche dormí muy poco, sabiendo que nunca más volvería a ver a Salem ni a Pedro ni a escuchar las hermosas canciones de Willie. Pero tenía que hacer lo correcto.

Me levanté antes del alba, nerviosa por lo que iba a suceder. A la hora convenida, llegó B. Respaldada por las mujeres, lo recibí en el porche. Su rostro no mostró ninguna emoción cuando le dije que él y su esposa ya no estaban en mi nómina, que estaban despedidos.

—Si quieres saber por qué, mira a quienes me acompañan y lo sabrás —le dije.

Su única respuesta fue una expresión de odio, no dijo ni una sola palabra. Cogió el manuscrito y se alejó por la colina. Poco después vendió su casa y se trasladaron al norte de California.

Así pues, obtuve mi libertad, pero a qué precio. Gracias a la intermediación de B. muchas personas habían aprendido muchísimo, pero cuando él comenzó a abusar de sus dones, causó un sufrimiento y una angustia insoportables. Mucho después, cuando logré comunicarme nuevamente con Salem, Pedro y otras entidades, reconocieron que se habían dado cuenta de mis dudas acerca de si ellos procedían de Dios o del demonio. Pero pasar por esa terrible experiencia fue la única manera de aprender la lección fundamental sobre la confianza y la manera de discernir y distinguir.

Naturalmente todo fue perdonado, pero no olvidado. Tendrían que pasar siete años para que me decidiera a escuchar las muchas horas de grabación que había hecho de las enseñanzas de mis guías. Allí oí, en retrospectiva, las advertencias explícitas sobre el engaño y la terrible escisión, pero estaban hechas con un lenguaje enigmático y entendí por qué yo no había sido capaz de tomar medidas concretas. Había continuado con B. todo lo humanamente posible; estoy convencida de que si hubiera continuado más tiempo con él no habría sobrevivido. Durante el resto de mi vida seguiría pasando noches insomnes y haciéndome millones de preguntas, aunque sabía que sólo obtendría las respuestas definitivas cuando hiciera la transición que llamamos muerte. La esperaría con ilusión.

Mientras tanto, mi futuro era incierto. Aunque tenía la casa en venta, no me iba marchar de allí hasta tener algún lugar adonde ir. Hasta el momento no tenía ninguno. El grupo, pequeño pero entusiasta, que continuó en Shanti Nilaya, trabajaba muchísimo, ya que nuestra organización ayudaba a gente de todo el mundo a instaurar sistemas similares de apoyo a los moribundos, hogares para moribundos, centros de formación para profesionales de la salud, grupos de familiares y deudos. Mis seminarios de cinco días estaban más solicitados que nunca, sobre todo debido al sida.

De haberlo querido podría haberme dedicado a viajar de un seminario a otro sin alojarme en mi propia casa, yendo de hoteles a aeropuertos y de aeropuertos a hoteles, pero eso no era propio de mí, sobre todo en esa fase de mi vida. Sabía que tenía que aminorar el ritmo, y justamente estaba tratando de imaginar cómo hacerlo, cuando Raymond Moody, el autor de
Vida después de la vida
, me sugirió que fuera a ver la granja que tenía en los Shenandoah. Me fue difícil resistirme cuando llamó a esa región «la Suiza de Virginia». Así pues, a mediados de 1983, después de rematar un mes de viajes con una charla en Washington D.C., alquilé un coche con chófer para hacer el trayecto de cuatro horas y media hasta el condado Highland de Virginia.

El conductor creyó que estaba loca.

—Por mucho que me guste esa granja —le dije—, quiero que usted haga el papel de mi marido y me discuta la decisión. No quiero hacer algo que tenga que lamentar después.

Pero cuando llegamos a Head Waters, el pueblo que está a unos 20 kilómetros de la granja, y después de haberme oído comentar durante horas la fascinante belleza del campo, el chofer anuló el trato.

—Señora, usted va a comprar el terreno de todas maneras —me explicó—. No cabe duda de que está hecho para usted.

Así me lo pareció a mí también mientras subía y bajaba por las colinas contemplando las 120 hectáreas de prados y bosques. Pero la granja era sólo un proyecto. La alquería y el granero necesitaban reparación; la tierra cultivable estaba descuidada; sería necesario construir una casa. De todos modos, se había vuelto a avivar mi ilusión de poseer una granja. No me resultó difícil imaginármelo todo restaurado. Habría un centro de curación, un centro de formación, algunas cabañas habitables de troncos, todo tipo de animales, y además intimidad. Me agradó que el condado Highland fuera la región menos poblada del este del Misisipí.

En realidad, los trámites para comprar una granja me los explicó el anciano granjero que vivía al final del camino. Pero no me sirvió de mucho, porque a la mañana siguiente, cuando me senté frente al jefe del Farm Bureau (Agencia de Propiedades Agrícolas) de Staunton, no pude evitar contarle todos los diversos planes que tenía para mi granja, entre ellos un campamento para niños de ciudad, un zoológico para niños, etcétera.

—Señora —me interrumpió—, lo único que necesito saber es cuántas cabezas de ganado tiene, cuántas ovejas y cuántos caballos, y la superficie total del terreno.

A la semana siguiente, el 1 de julio de 1983, me convertí en propietaria de la granja. La llené de vida inmediatamente, pidiéndole a mis nuevos vecinos que llevaran a su ganado a pacer en mis campos, y después comencé los trabajos de reparación y acondicionamiento. Desde San Diego vigilaba y me mantenía al tanto de los progresos. En la hoja informativa de octubre escribí: «Ya hemos reparado y pintado la alquería, techado la parcela donde guardamos enterrados los tubérculos, construido un anexo al gallinero, y también tenemos hermosas flores y verduras, con lo cual ya están llenos la despensa y el cobertizo donde almacenábamos bajo tierra los tubérculos, listos para alimentar a los hambrientos participantes de nuestros seminarios.»

En la primavera de 1984 ya se veían otras señales de renovación. Elegí un lugar, junto a un grupo de elevados y viejos robles, para construir la cabaña de troncos que sería mi residencia. Después nacieron los primeros corderitos, un par de gemelos y luego otros tres, todos negros, que por fin convirtieron la propiedad en mi verdadera granja.

Estaba ya avanzada la construcción de los tres edificios redondos donde pensaba realizar los seminarios, cuando caí en la cuenta de que necesitaría una oficina para atender los aspectos organizativos. Antes de que alquilara una en la ciudad, una noche apareció Salem y me aconsejó que hiciera una lista de todo lo que precisaba. Dejé volar mi fantasía e imaginé una simpática cabaña de troncos, con un hogar, un riachuelo con truchas al lado, mucho terreno alrededor y después, ya puesta a soñar, añadí una pista de aterrizaje a la lista; el aeropuerto estaba muy lejos así que, ¿por qué no?

Al día siguiente, la empleada de Correos, que sabía que deseaba una oficina, me habló de una preciosa cabaña que estaba a cinco minutos de su casa. Estaba situada junto a un río, me dijo, y tenía un hogar de piedra. A mí me pareció perfecta.

—Hay un solo problema —añadió, en tono pesaroso.

Pero no quiso decírmelo. Me pidió que fuera a ver primero la cabaña. Yo me negué, rogándole que me dijera cuál era ese tremendo inconveniente. Por fin lo logré.

—Hay una pista de aterrizaje en la parte de atrás —me dijo.

No sólo me quedé con la boca abierta, también compré la bendita cabaña.

Ese verano, justo al año de haber adquirido la granja, me despedí de Escondido y me trasladé a Head Waters de Virginia, el 1 de julio de 1984. Mi hijo Kenneth condujo mi viejo Mustang hasta el otro lado del país. De los quince miembros del personal de Shanti Nilaya, catorce me siguieron hasta allí para continuar nuestro importante trabajo. La mayoría se marcharía al año siguiente, porque no se acostumbraron o no les gustaba ese estilo de vida más campestre. Mi intención era poner en marcha el trabajo terminando primero el centro de curación, pero mis guías me aconsejaron que comenzara por construir mi casa.

Yo no entendí el porqué de ese consejo hasta que llegó un pequeño ejército de voluntarios, en respuesta a la petición de ayuda que apareció en nuestra hoja informativa; llegaron equipados de herramientas, entusiasmo y también de necesidades especiales. Por ejemplo, entre cuarenta personas habría al menos treinta y cinco dietas diferentes. Uno de ellos no probaba los productos lácteos, otro era macrobiótico, otro no tomaba azúcar, algunos no podían comer pollo, otros sólo comían pescado. Di gracias a Dios por la advertencia de mis guías. Si no hubiera tenido la intimidad de mi casa por la noche, me habría vuelto loca. Necesité cinco años para aprender a servir sólo dos tipos de comida: un plato de carne y un plato vegetariano.

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