La selva (33 page)

Read La selva Online

Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: La selva
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

El lazo quedó atascado en la polea frenando el avance del bidón. La parte superior del bloque era un laberinto de salidas de aire y ventiladores comerciales. Necesitó varios minutos para averiguar qué conductos eran de entrada al edificio y cuáles de salida. Cuando supo cuál era el indicado, sacó la navaja de bolsillo Emerson CQC (combate cuerpo a cuerpo), que Linc le había pasado. No se entretuvo desenroscando los tornillos alquitranados que aseguraban los conductos de dieciocho centímetros cuadrados, sino que clavó la hoja en el metal y, como si no fuera más que papel, cortó una abertura lo suficientemente grande.

Cuando terminó la hoja no tenía una sola mella. Se metió en el conducto, consciente del dolor que tenía en el hombro, y se arrastró por él hasta que llegó a un codo que se doblaba hacia abajo a través del techo. La gruesa capa de polvo que cubría el interior del conducto levantaba una nube cada vez que se movía, obligándole a estornudar de forma tan violenta que se golpeaba la cabeza. Gracias a la luz que se filtraba por la abertura y alrededor de su cuerpo vio que el conducto continuaba descendiendo durante algo más de un metro antes de llegar a otra curva de noventa grados. Retrocedió a base de fuerza hasta salir del conducto y volvió a meterse, aunque esta vez introdujo primero los pies.

Cuando llegó al codo, se puso boca abajo y se movió con cuidado hasta el borde; sintió una intensa punzada de dolor en el hombro. Tanteó con las punteras de las botas hasta que tocó el fondo del conducto y acto seguido desplazó todo su peso. El metal cedió y resonó al recuperar su forma. Un minuto después estaba tendido en la sección inferior, sonriendo para sus adentros al ver luz al frente. Empujó con los pies hasta quedar sobre una rejilla de ventilación lo bastante amplia para pasar a través de ella. Había supuesto que tendría que abrirse un hueco con el cuchillo para salir del sistema de aire acondicionado, pero solo tuvo que golpear la rejilla con el tacón, arrastrarse fuera de la abertura y dejarse caer al suelo de la cabina de un trabajador de la plataforma.

El cuarto tenía un solo ojo de buey que daba al océano y un somier con patas sin colchón. Hacía mucho que se habían llevado cualquier otra cosa que hubiera podido haber allí. Salió al pasillo llamando a Linda mientras registraba otras treinta cabinas idénticas y un amplio espacio en medio del edificio, que en su tiempo fue un centro de ocio o una sala de conferencias.

Ahora no era más que una estancia de paredes diáfanas, suelos de linóleo y luces fluorescentes fijadas al techo. La escalera que bajaba a la siguiente planta estaba oscura como boca de lobo. Juan sacó una delgada linterna halógena y giró el extremo hasta que proyectó un rayo de luz.

—¡Linda! —gritó cuando bajó la escalera. Su voz reverberó y volvió a él como si hubiera entrado en un espacio enorme. En el aire se apreciaban los efectos residuales de un fuerte olor a ozono y olía a viejos aparatos eléctricos y a cable quemado. Supo en el acto que la habitación había sufrido grandes reformas.

Habían tirado el falso techo así como todos los mamparos divisorios. Las ventanas habían sido oscurecidas y más conductos de ventilación adicionales en forma de tubos de fuelle plateados ascendían por otra escalera y serpenteaban por el suelo. Sin embargo, lo que a Cabrillo le llamó la atención fueron los otros añadidos.

Todo el espacio estaba ocupado por hileras de estantes del suelo al techo, cargados de potentes ordenadores, todos ellos conectados a un enorme procesador paralelo. Debía de haber más de diez mil máquinas trabajando como un solo ordenador. El potencial de procesamiento resultaba mareante. Seguramente podría rivalizar con el de una gran universidad o incluso con el de la NASA.

La ventilación extra tenía como objeto disipar la acumulación de calor generada por las máquinas en funcionamiento. Registró la habitación tan rápido como le fue posible, por si acaso Linda estaba allí, y luego bajó hasta el siguiente nivel, donde se encontró idéntico tinglado. Miles de ordenadores colocados en sus baldas con gruesos cables de datos conectándolos unos con otros. No entendía para qué necesitaba Croissard aquella monstruosa capacidad de procesamiento.

Debía de estar de alguna forma relacionado con lo que Smith había recuperado del templo budista de Myanmar, pero desconocía de qué manera. Una vez más, Juan registró la habitación para buscar a Linda Ross. Detestaba pensar que ella se encontraba en uno de los niveles inferiores, bajo la cubierta principal de la plataforma. Aquello sería un laberinto de túneles de servicio, corredores y cuartos de almacenaje que podría tardar horas en inspeccionar.

Ni siquiera le gustaba considerar que podría estar metida en una de las patas o en uno de los gigantescos flotadores de la plataforma. Enfocó la luz sobre la esfera de su reloj y se quedó atónito al comprobar que llevaba más de una hora a bordo de la J-61. También calculó que el grado de inclinación de la plataforma tenía que haberse incrementado.

Aún estaba bien afianzada sobre el
Hercules
, pero ¿por cuánto tiempo? El siguiente nivel eran los alojamientos de la planta baja. Su primera tarea fue la de abrir una de las puertas que llevaban a la pasarela que sobresalía de la estructura, quedando suspendida sobre el mar. El aire fresco ayudó a disipar el hedor a ozono. Además, se tomó unos instantes para ver cómo le iba a Max, que aún tenía que hallar la forma de entrar en el barco.

Este le dijo que Adams estaba a punto de acercar el helicóptero sobre el flotador de la plataforma y utilizar la grúa para subirle. Hecho eso, Cabrillo descubrió que ese nivel estaba casi dedicado en su totalidad a despachos, así como a vestuarios para los trabajadores. No había ni rastro de Linda, de modo que se dispuso a adentrarse en las entrañas de la plataforma; la pequeña linterna apenas iluminaba la densa penumbra.

El chirrido producido por la fricción de acero contra acero resonó por toda la plataforma, como el de un tren a toda velocidad que echa el freno. Juan sintió que toda la estructura se movía y se estabilizaba al momento. La inclinación aumentó un par de grados más en cuestión de segundos. Se les agotaba el tiempo.

Eric Stone forzó las máquinas del
Oregon
sin piedad. No ocupó el puesto de mando en el centro de la sala de operaciones, sino que permaneció en su lugar de costumbre al timón, donde podía controlar mejor la respuesta del barco a las olas y, por tanto, podía hacer ajustes rápidos para ganar tanta velocidad como fuera posible.

El carguero errante jamás había fallado antes y estaba cumpliendo de nuevo, cortando el mar como una lancha de competición y dejando tras de sí una estela. Cubrieron las ochenta millas que les separaban del
Hercules
en un tiempo récord, pero al llegar supo de inmediato que era demasiado tarde.

El semisumergible estaba tan escorado que parecía a punto de zozobrar en cualquier momento. La colosal plataforma petrolífera que llevaba sobre la cubierta estaba tan inclinada sobre el agua que su alargada sombra oscurecía el mar. Supuso que solo su tremendo peso evitaba que cayera.

—Bien hecho, muchacho —escuchó la atronadora voz de Max por los auriculares encastrados en el techo. Iba a bordo del MD 520N, de regreso al barco para recoger hombres y suministros que ya estaban a la espera.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Stone, aliviado para sus adentros por no tener que ser él el encargado del intento de rescate.

—Sitúa el
Oregon
justo debajo de la plataforma y empuja todo lo que puedas —respondió Hanley sin demora.

—¿Qué? —Eric no daba crédito.

—Ya me has oído. Hazlo.

Stone espetó por el intercomunicador del barco:

—Tripulación de cubierta, preparen todas las defensas a lo largo de la barandilla de babor. —No le preocupaba estropear la pintura del barco, pero sí desfondar la quilla. Temía que generar oleaje cerca del
Hercules
hiciera que se hundiese, por lo que condujo el
Oregon
a lo largo del semisumergible con el máximo cuidado, como si se estuviera aproximando a un potro salvaje, mientras lastraban para que la barandilla se deslizara bajo los flotadores voladizos de la plataforma.

La J-61se alzaba imponente sobre ellos igual que un castillo sobre cimientos que se hunden. —El pájaro ha aterrizado —anunció Max mientras Stone hacía algunas correcciones en la posición. Los dos barcos se acercaron con la suavidad de una pluma cayendo a la tierra, las gruesas defensas neumáticas amortiguaron y facilitaron el contacto más aún. Cuando las embarcaciones estuvieron pegadas la una a la otra todo lo posible, Eric aceleró poco a poco y viró noventa grados las toberas direccionales que impulsaban el
Oregon
.

El efecto fue inmediato. Debido a los miles de litros de agua que inundaban los tanques de estribor, el
Hercules
tenía una inclinación de casi veinte grados, pero en cuanto aumentó la potencia, el
Oregon
logró levantar su peso ocho grados más cerca de la vertical. Las fuerzas en juego eran titánicas aunque estaban tan bien equilibradas que el más mínimo error por parte de Stone haría que la plataforma de veinte mil toneladas cayera sobre el
Hercules
y partiera en dos el
Oregon
.

Lo peor de todo era que a menos que pudieran cerrar las válvulas de entrada y bombear el agua, aquello solo serviría para retrasar lo inevitable. La peligrosa maniobra de Max les hizo ganar tiempo, la cuestión era cuánto.

El helicóptero acababa de posarse en la cubierta, cuando Hanley, con la espalda dolorida, se tiró prácticamente del asiento en un intento por salir rápidamente. Julia Huxley le estaba esperando con una silla de ruedas; la bata se le arremolinaba por el flujo de aire del rotor. Max agradecía la silla, pero no tenía intención de permitir que ella le empujase hasta la enfermería. Frenó las ruedas con las manos y observó a Mike Trono, Eddie Seng y Franklin Lincoln —el hombre que iba a dirigir el asalto armado al
Hercules
— cargar el equipo que iban a necesitar para irrumpir en la superestructura del barco e impedir una catástrofe.

No podían limitarse a saltar a bordo de la embarcación que se hundía porque el espacio que representaban las protecciones de goma entre los dos buques era demasiado grande. Así que, con el fin de ahorrar más tiempo, Eddie volaría hasta el barco sujeto a la grúa del helicóptero para poder caer en la timonera. Tres minutos después de que el aparato hubiera aterrizado, Gomez Adams aceleró y despegó de nuevo, consciente de que su amigo colgaba bajo la panza del pájaro.

Tomó altura, pasó por encima del
Oregon
y descendió a los pocos segundos, mirando a través del plexiglás a sus pies para dejar a Eddie sobre el objetivo. Bajó diestramente a Seng sobre el techo de la timonera, justo en una de las alas del puente. Eddie agitó la mano en alto después de desengancharse de la grúa y acto seguido saltó a la pasarela.

Adams posicionó el aparato sobre el flotador delantero, donde momentos antes había tenido que rescatar a Max. Mike y Linc arrojaron su equipo y saltaron para que Gomez pudiera volar hasta el helipuerto de la plataforma a la espera de que el director apareciera.

Eddie aterrizó en el puente, rodó sobre sí mismo y se puso en pie al instante. No se molestó en comprobar la cerradura, sino que sacó una 9 milímetros, descerrajó un tiro al cristal superior de la puerta y la atravesó de un salto. Rodó sobre el suelo y se levantó junto al panel de navegación, una ingente obra de la electrónica que ocupaba casi todo el ancho de la timonera.

La habitación tenía unos sesenta metros de anchura, era espartana y no tardó en descubrir que no había energía. Todas las pantallas y los indicadores estaban apagados y los controles inoperables. No se trataba únicamente de que la tripulación hubiera apagado los motores, sino que habían desconectado los generadores de emergencia. El
Hercules
era un barco fantasma.

—Max, ¿estás ahí? —preguntó por el walkie-talkie.

—Te recibo. —Casi había llegado al centro de operaciones.

—Estamos bien jodidos. El propulsor principal está inoperable. El auxiliar también, y parece que han cortado la alimentación a los generadores de emergencia.

—¿Tienes algo? —inquirió Hanley.

—No —respondió Seng—. Eso intento decirte. Este monstruo está
caput
. Hubo un momento de silencio mientras Max consideraba sus opciones.

—Muy bien —dijo al fin—, esto es lo quiero que hagas: en el cuarto de motores hay espitas manuales para cerrar las válvulas de entrada. Tienes que llegar a ellas y cerrarlas. No podemos bombear el agua, pero al menos podemos impedir que se hunda más.

—¿Bastará con eso? —Eric Stone había estado atento al canal abierto. En los pocos minutos transcurridos desde que posicionó el
Oregon
junto al supercarguero, habían empezado a empujar al
Hercules
en el agua, generando olas que mecían ambos barcos. Una de las indestructibles defensas que los separaba ya había reventado a causa de la presión—. No sé cuánto voy a poder retenerlo.

—Haz lo que puedas, muchacho.

Linc y Mike Trono optaron por lo más sencillo. En lugar de entretenerse buscando sopletes o cargas explosivas, Mike se cargó un lanzagranadas RPG al hombro en cuanto Adams se alejó y disparó a la puerta de la superestructura del barco. La explosión la voló por completo, lanzándola por el pasillo interior.

Linc y él se encaramaron a la cuerda que Max había dejado. La pintura alrededor de la puerta destrozada estaba ardiendo por la explosión, pero iban preparados, y Linc roció las llamas con un pequeño extintor, del que se deshizo una vez concluida la tarea. El metal seguía al rojo vivo, así que entraron con mucho cuidado.

Los dos llevaban potentes baterías de tres celdas y pistolas semiautomáticas. Sig Sauer de 9 milímetros, por si acaso el
Hercules
no estaba tan desierto como pensaban. Entrar en un barco en esas condiciones era lo mismo que para un bombero meterse en una fábrica de munición en llamas, pero ni unos ni otro se lo pensaron dos veces. El interior del
Hercules
no estaba en buenas condiciones. Las paredes estaban descascarilladas, el suelo levantado en algunos sitios y las cabinas estaban completamente vacías.

No tenía tan mal aspecto como el
Oregon
, pero era obvio que su lugar era un desguace de barcos, donde lo había enviado el anterior propietario. Mike y Linc estaban subiendo hacia el puente, pero dieron media vuelta cuando oyeron a Eddie y a Max en la radio táctica y volvieron por donde habían venido. El movimiento del barco en el agua continuaba siendo lento porque los tanques de lastre seguían llenándose. Sin embargo, cuando viraba a estribor, se hundía un poco más y se recuperaba más despacio que cuando lo hacía a babor. Al tener el vientre tan cargado, le costaba trabajo mantenerse vertical, y por muy hábil que fuera Eric Stone a los mandos del
Oregon
, era inevitable que el
Hercules
zozobrara.

Other books

Fire from the Rock by Sharon Draper
Phule Me Twice by Robert Asprin, Peter J. Heck
Frostborn: The World Gate by Jonathan Moeller
Shadow Play: by Kellison, Erin
All Honourable Men by Gavin Lyall
Reckless by Devon Hartford