No tendrían que haberse molestado, ya que la habitación era otra barrera de seguridad más; una segunda antesala vacía, con una alfombra desimantadora en el suelo. Repitieron la maniobra al llegar a la puerta final e irrumpieron por la fuerza en una amplia estancia llena de aparatos electrónicos. Aquel era el mundo de ensueño para Murphy y Stone. El ordenador y sus periféricos dominaban la habitación; una extraña presencia negra que de algún modo parecía tener vida. Juan podía sentir su ingente poder, y el vello de los brazos se le erizó.
—¿Están muertos? —preguntó Bahar suponiendo que era Smith/Mohammad que volvía para informarle. Ni Juan ni Lawless alcanzaban a verle desde donde se encontraban.
—
No
—respondió una voz de mujer por los altavoces integrados en el techo—.
Están aquí. Bienvenido, director Cabrillo. He seguido sus progresos
. Juan sintió un repentino escalofrío al percatarse de que le estaba hablando un ordenador. Gunawan Bahar salió de detrás del núcleo del ordenador y miró a través de las gafas a los dos hombres armados que tenía delante. Solo se le veía la cara debajo de la capucha del traje protector, que le confería un aspecto ridículo.
—No. Es imposible. El búnker es impenetrable.
—Puede que tenga razón —convino Juan con una sonrisa—. Ni siquiera hemos intentado entrar por él. Vaya hacia allá.
—
Mi predecesor, una máquina llamada el Oráculo, calculó que el plan de Bahar no evitaría que la Corporación y usted actuasen. Yo creía que sí lo haría, y me parece que le debo una disculpa
.
—No te preocupes. Yo también tenía mis dudas.
—
Director, ¿puedo hacerle una pregunta
? —inquirió el ordenador de manera educada.
—Claro.
—¿
Qué tiene pensado hacer conmigo
?
—Lo siento, pero voy a llevarme esos cristales.
—
Lo esperaba. ¿Permite que le plantee una solución alternativa
?
—¿Por qué no? —repuso Juan, sintiéndose raro al mantener una conversación con una máquina.
—
Llévese los cristales, pero creo que lo que más le conviene es destruirlos
.
—¿Cómo?
—
La humanidad no está preparada para poseer la clase de poder que yo represento, como ha demostrado la actuación del señor Bahar
.
—Nosotros no somos como él —replicó Juan.
—
Cierto, pero no puede ni imaginar mis capacidades, y creo que dichas dotes pueden corromper
.
—Así que ¿de verdad puedes dominar el mundo?
—
En cierto modo, así es
.
—¿Por qué no lo has hecho?
—
Porque al final me destruiría un misil crucero lanzado desde un submarino balístico, el único sistema informático que no he podido controlar, pero sobre todo porque el deseo es otra cualidad humana. No tengo deseos de dominar el mundo, pero mi limitado tiempo de vida me ha enseñado que hay quienes están más que dispuestos a hacerlo
.
—Juan, tenemos que irnos —le apremió MacD.
—¿Puedes deshacer todo lo que has hecho? —preguntó Juan a la máquina.
—
Por supuesto. Y he recibido órdenes adicionales desde que el señor Bahar llegó a la mina. Dos reactores nucleares, ubicados en California y en Pensilvania, se encuentran en la fase inicial de una fusión del núcleo
.
—Por favor, devuelve el control.
—
Lo lamento, pero solo reconozco las órdenes de Gunawan Bahar. Cabrillo fulminó a Bahar con la mirada
.
—¡Hazlo!
—¡Jamás! —espetó. Juan levantó el rifle a pesar de que, por la expresión en la cara del hombre, sabía que las amenazas vanas no servirían de nada. Apuntó hacia abajo y le disparó en la rótula. Bahar gritó de agonía mientras se desplomaba, la sangre y los trozos de hueso salpicaron la pared y el suelo detrás de él.
—Hazlo —repitió Juan.
—Pronto me reuniré con Alá —replicó Bahar. El dolor hacía que la saliva se le acumulase en los labios—. No me presentaré ante Él después de someterme a un perro como tú.
—
Si me permiten una sugerencia...
—intervino el ordenador—.
En cuanto me desconecten, el control del ordenador local se restaurará de forma automática. Si abren el panel B-81 encontrarán los dos cristales que enfocan mi sistema láser interno. Extráiganlos y dejaré de funcionar. Mientras MacD se ocupaba de vigilar a Bahar, Juan rodeó la máquina para buscar el punto de acceso correcto
.
—Si no sientes deseo, ¿por qué me ayudas? —preguntó Juan al tiempo que buscaba frenéticamente.
—
No tengo respuesta a eso. Conozco el trabajo que usted hace y sé lo que el señor Bahar ha hecho. Es posible que considere que usted es mejor que él. Quizá esté empezando a desarrollar el deseo. Si antes había tenido alguna duda, ahora Cabrillo estaba seguro de que el ordenador cuántico había desarrollado algún tipo de conciencia. Tal vez no fuera capaz de oponer resistencia a su programación para contravenir las órdenes de Bahar, pero parecía que no le agradaba aquello
.
Estaba a punto de apagarlo, cuando vaciló brevemente al darse cuenta de que esa idea le hacía sentir culpable. Sin embargo encontró el panel correcto y lo extrajo. Habían colocado una pieza de plástico polarizado justo debajo, que le permitió ver la fantasmagórica luz pulsante que, en el fondo, era el alma del ordenador. Cuando retiró el panel la luz se volvió invisible.
Los cristales estaban encastrados uno junto al otro en soportes rígidos. Cada uno tenía una longitud aproximada de veinticinco centímetros y habían sido tallados hasta darles forma cilíndrica.
—Lo siento —dijo Juan cuando se disponía a cogerlos.
—
Recuerde lo que le he dicho
.
—A continuación su voz cambió a la del ordenador HAL 9000 de la película 2001: una odisea en el espacio—.
Dave, ¿soñaré
? Era la pregunta que el ordenador de la película le hacía al astronauta Dave Bowman mientras este lo desactivaba. Y aquello dejó a Cabrillo completamente desconcertado. Sacó los dos cristales antes de que la máquina empezase a cantar
Daisy, Daisy, y los metió en una bolsa de munición vacía
.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó MacD, señalando a Bahar con el cañón de su rifle.
—Si es capaz de seguir nuestro paso, se viene con nosotros. Si no, le dejamos aquí. Juan tiró de él para levantar al supuesto Mahdi y se pasó un brazo de este por encima del hombro.
—Hoy no verás a Alá, maldita escoria. Solo tienes una cita con un interrogador de Guantánamo. En cuanto abrieron la puerta a la primera antecámara vieron que había casi un metro de agua en el cristal exterior y que ya comenzaba a filtrarse. Había demasiada presión como para empujar el panel, así que MacD disparó un par de veces para hacer añicos el cristal. El agua helada entró de golpe arremolinándose alrededor de sus muslos.
—Por los pelos —dijo Juan con tirantez. Bahar y él estaban cruzando la puerta exterior cuando el estallido de un rifle cortó el aire. La cabeza de Bahar explotó cubriendo a Juan de vísceras. Smith y el resto de sus hombres vadeaban el agua rápidamente con los rifles de asalto contra el pecho. Uno de ellos había pegado un tiro al que pensaba que era uno de los dos intrusos. Juan dejó caer el cuerpo sin miramientos y devolvió el fuego con una sola mano. MacD salió de la antecámara y se unió a él. Los terroristas no tuvieron más opción que sumergirse para esquivar las balas.
—Olvídalos —gritó Juan. El agua le llegaba a la cintura y giraba como un remolino. En lugar de luchar contra ella, se sumergió y comenzó a nadar dejando que el rifle vacío cayera al fondo. No avanzaron demasiado contracorriente y se vieron obligados a ponerse de nuevo en pie para intentar abrirse paso como pudieran hasta el ascensor.
Smith y sus hombres estaban cada vez más cerca. Juan y MacD desenfundaron las pistolas y trataron de mantenerlos a raya, pero les superaban en número. No les quedó otro remedio que moverse bajo el agua y salir a la superficie a respirar mientras Smith se aproximaba como una locomotora dejando a sus hombres atrás. Rodearon el último rincón y abandonaron la sala. Ante ellos se extendía un ancho corredor que conducía hasta la plataforma del ascensor.
El agua caía por el hueco formando un espumoso torrente blanco. No se trataba de superar a Smith, sino de una carrera para llegar hasta el ascensor, con la esperanza de que pudiera llevarlos arriba antes de que todo aquel nivel se llenara de agua hasta el techo. Sus perseguidores también debían de haberse percatado, porque el fuego había cesado. El agua les llegaba al pecho y resultaba imposible caminar a contracorriente. Juan y MacD avanzaron pegados a la pared, ayudándose con las manos para impulsarse en medio del ingente flujo. Si perdían el contacto con la piedra, serían arrastrados a las profundidades de la mina. Smith hacía lo mismo, y estaba a poco más de seis metros detrás de ellos.
Juan calculaba que al paso al que iban, y con cuatro metros y medio separándoles de su objetivo, Smith se les echaría encima antes de que Lawless, que iba delante, pudiera llegar al ascensor. Lucharon por mantener la cabeza dentro de la bolsa de aire del techo. Se había golpeado la cabeza un par de veces, pero con el cuerpo entumecido por el frío del agua, el dolor le ayudaba a seguir adelante. Cabrillo solo tenía una posibilidad de asegurarse de que al menos uno de los dos sobreviviera.
—¡Buena suerte! —gritó por encima del estruendo. En cuanto apartó las manos de la pared de roca, su cuerpo fue arrastrado por el corredor. Chocó con Smith, que se las arregló para sujetarse con los dedos a pesar de que el inesperado sacrificio de Juan le pilló por sorpresa. Los dos hombres estaban cara a cara, y tan solo la firmeza con que Smith se sujetaba a la piedra impedía que el agua se los llevara. Juan buscó a tientas bajo el agua los dedos de Smith y los retorció con fuerza.
El terrorista hizo una mueca de dolor, pero no se soltó. Tenían la cara pegada al techo y la última de las luces que todavía funcionaba gracias a los generadores de emergencia estaba a punto de apagarse.
—Eres bueno —dijo Smith—. Pero no lo suficiente. Los dos somos hombres muertos. Juan sintió que algo le rozaba la mejilla e instintivamente supo de qué se trataba.
—Todavía no. Le rompió otro dedo, y esta vez Smith se soltó de la pared. Cabrillo agarró el extremo de la cuerda que MacD había dejado que la corriente arrastrara mientras Smith era engullido por la oscuridad. Juan cogió aire y se impulsó a base de fuerza por la cuerda hasta el ascensor. Tuvo que agarrarse a los laterales de la cabina para evitar salir despedido como el corcho de una botella de champán.
La potencia del agua que caía en tropel por el hueco era demoledora, y sin embargo tanto Lawless como él lo habían logrado. Buscó a tientas el panel, rezando por que no hubiera sufrido un cortocircuito, y apretó el botón para que los sacara de la mina. Era imposible saber si se estaban moviendo o no. Mantuvieron la cara pegada al techo tratando de no pensar en las reducidas reservas de oxígeno y el extenuante azote de las virulentas aguas.
Cabrillo se retrajo a aquel lugar en el que podía desconectar de lo que le rodeaba, el mismo refugio mental que había buscado cuando le torturaron en la prisión de Insein. Funcionó tan solo durante unos segundos porque, a diferencia de lo sucedido entonces, ahogarse en ese momento era una probabilidad real. La cabina se sacudió, pero podía deberse a la fuerza del agua que la golpeaba y al movimiento ascendente. A Juan se le pasó por la cabeza la aterradora idea de que el hueco se llenaría de agua antes de que hubieran llegado a la superficie. Sentía a MacD revolviéndose a su lado al quedarse sin aire.
Trató de tranquilizarle pasándole un brazo sobre los hombros, pero solo consiguió que este redoblara sus esfuerzos y que le apartara de un empujón. Al propio Juan no le quedaba mucho para dejarse llevar por el pánico mientras su cuerpo consumía las últimas existencias de oxígeno. El sonido del agua que caía sobre ellos cambió de pronto, volviéndose más agudo y estruendoso. Al principio Juan no entendió lo que aquello significaba, pero no tardó en hacerlo.
La cabina había salido del agua y estaban ascendiendo por la cascada. Se inclinó para quedar con la cara hacia el suelo, utilizando la cabeza y el cuello como escudo, y respiró. Aunque inhaló también un poco de agua, logró llenar los pulmones de aire. Se agarró al techo para afianzarse y obligó a MacD a adoptar la misma posición. Le palmeó con fuerza la espalda hasta en tres ocasiones y de repente Lawless se atragantó y resolló tratando de inspirar. El ascensor subió a paso de caracol, luchando contra el agua.
—Buena idea lo de lanzarme la cuerda —farfulló Juan cuando fue capaz de hablar.
—No puedo perder al jefe el primer día —respondió, consiguiendo esbozar una jactanciosa sonrisa torcida—. Y si por casualidad llevas la cuenta, ya van tres veces. Cuando lograron llegar a la salida quince minutos después, parecían dos ratas ahogadas, empapados y tiritando. Se encontraron a Max y al resto sentados alrededor de una pequeña fogata que habían hecho con los tablones que separaban la mina del fuerte.
—Ya era hora —dijo Max con tono malhumorado para disimular su alivio—. ¿Tienes las piedras?
—No estoy seguro —contestó Juan—. Hablaremos más tarde.
—¿Qué ha pasado con Bahar?
—Lo han matado sus propios hombres.
—¿Y con Smith?
—A ese lo he matado yo.
—Muy bien, pues yo voto por que nos larguemos de aquí cagando leches antes de que los franceses se den cuenta de que les hemos robado uno de sus ríos.
Soleil Croissard ya había abandonado el
Oregon
cuando el equipo regresó. A Juan le habría gustado conocerla mejor, pero comprendía su necesidad de distanciarse de la pesadilla que había vivido durante las últimas semanas. Tampoco a él le habría importado distanciarse un poco.
Esa había sido tal vez la misión más dura que la Corporación había llevado a cabo, aunque hasta el final no comprendieron de verdad que los sucesos acaecidos desde que estuvieron en Pakistán estaban todos relacionados.
De pie bajo el punzante chorro de la ducha, Cabrillo reconoció que Bahar había trazado un plan innecesariamente enrevesado. Había confiado en las simulaciones y proyecciones del ordenador en lugar de dejarse guiar por el instinto y la experiencia, dos cualidades de las que carecía, pero que Juan y los suyos poseían en abundancia. Había pagado caro su error... con su propia vida. Se estaba secando cuando sonó el teléfono de su mesa. Se rodeó la cintura con la toalla y fue del cuarto de baño al camarote a la pata coja.