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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (12 page)

BOOK: La señal de la cruz
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—Probablemente sea de su anuario de Oxford. Me sorprende que accediera a quedarse quieto para que se la hicieran. Es algo así como un recluso cuando se trata de cámaras.

El chico pasó las páginas del libro y les enseñó la foto de la contraportada. La debían de haber tomado durante alguna de sus conferencias, porque aparecía de pie frente a una pizarra, con un puntero en la mano. Su cara y su físico estaban más o menos igual, aunque treinta años mayor. Lo único que había cambiado era su peinado. Finalmente había optado por la calva.

—¿Le importa si me lo quedo? —preguntó Jones—. Mr gustaría leer lo que escribe.

—Para nada. Llévese lo que quiera. —El chico anotó su número en un trozo de papel y se lo dio—. Si tienen alguna otra pregunta, por favor no duden en llamarme.

Payne dijo:

—No lo haremos.

—Ahora, amigos, si no les importa, querría solicitarles un favor. —El chico sonrió por fin, apenas una mueca sutil—. Cuando sorprendan a Charles en Orvieto y le hagan lo que sea que vayan a hacerle, por favor, díganle que yo, Rupert Pencester cuarto, le envío recuerdos.

18

N
ick Dial sabía que el cardenal Rose cumpliría su promesa de llamarlo, pero dudaba de que consiguiera averiguar algo importante en veinticuatro horas. Afortunadamente, el cardenal Kuse estaba lleno de sorpresas.

—Esto es lo que puedo decirle —dijo Rose cuando llamo—. El padre Erik Jansen llegó al Vaticano hace ocho años, venía de una pequeña parroquia de Finlandia. Tan pronto como llegó se hizo cargo de varias tareas, clericales y espirituales, pero ninguna destacable, hasta hace un año.

Dial se inclinó hacia adelante.

—¿Qué pasó entonces?

—Se le asignó un nuevo puesto en la Comisión Bíblica Pontificia.

—¿Para?

Rose suspiró.

—No estoy seguro. Quizá si tuviese algo más de tiempo…

—He oído hablar de la
CBP
, pero no sé nada sobre ellos. ¿Usted qué puede decirme?

—¿Por dónde empiezo? Bien, existe más o menos desde el cambio de siglo. Es decir, del siglo pasado, alrededor de 1901 o 1902. La fundó el papa León XIII, y solía llevar a cabo esludios muy importantes sobre la Biblia.

—¿Por ejemplo?

—Hace unos años publicaron uno que examinaba la relación entre las Escrituras hebreas y la Biblia cristiana, con la esperanza de acercar ambas tradiciones.

Dial se acarició la barbilla.

—Suena a algo bastante polémico.

—Tiene razón. Pero también es cierto que cada vez que el Vaticano cambia su interpretación de la Biblia está a punto de provocar un escándalo.

—Entonces la
CBP
es como la Corte Suprema de los Esta dos Unidos. Tiene la última palabra.

La comparación hizo sonreír a Rose.

—De una forma algo rudimentaria, supongo que tiene razón… Sólo que la
CBP
es mucho más lenta. Por ejemplo, fíjese en el estudio de las Escrituras hebreas. Les llevó diez años cambiar sus planteamientos.

—¿Diez años? Es mucho tiempo para esperar respuestas.

—Cuando se está tratando con la Palabra de Dios, no se quiere cometer errores.

Dial sacudió la cabeza mientras tomaba algunas notas.

—¿Sabe en qué están trabajando ahora?

—Lo siento. Ése es un secreto bien guardado del que sólo deben de saber algo unos pocos elegidos.

—¿Podría ser Jansen uno de ellos?

—La mayoría son miembros antiguos del Vaticano, hombres aún más viejos que yo. No creo que incluyeran a un miembro tan joven de nuestra comunidad.

—Pero aun así él trabajaba para ellos. —Dial contempló su tablón y se fijó en una foto de la escena del crimen del padre Jansen. Incluso con la cara destrozada, se veía demasiado joven como para ocupar un lugar en una comisión tan poderosa—. ¿Podría ser que hubiese sido una especie de becario, o el asistente de alguien? Me refiero a que usted mencionó que Jansen tenía experiencia en ese tipo de cosas.

Rose asintió.

—Eso tendría más sentido que un papel espiritual.

—¿Podría ser que su nacionalidad fuese relevante? ¿Hay alguien más de Finlandia dentro de la comisión?

—Puedo averiguarlo.

Mientras lo hace, mire también si hay algún danés. Todavíai no sabemos por qué trajeron a Jansen a Dinamarca. Tal vez era una especie de mensaje para la
CBP
.

—¿Le parece que eso es posible? —preguntó Rose.

El hecho es que Jansen trabajaba para uno de los comités más poderosos del Vaticano. Es suficiente motivo como para sospechar que su muerte esté relacionada con su trabajo. A eso hay que añadir el hecho de que fue crucificado, y que el asesino dejó una nota que citaba la Biblia, y, bueno, ya entiende por dónde voy.

¡Un momento! ¿Qué quiere decir con que el asesino citaba la Biblia?

Dial sonrió. Rose había mordido el anzuelo. Lo cierto era que él estaba intentando proteger el asunto de la Biblia del público porque temía que, si los medios lo daban a conocer, todos los fanáticos religiosos del mundo le harían preguntas sobre la Biblia que él no sabría cómo contestar. Pero también sabía que si iba a intentar sacarle a Rose algún sucio secreto, él tendría que revelar alguno de los suyos. Nada demasiado importante, pero sí lo suficiente como para que pareciera que la cosa era un toma y daca, en lugar de sólo un toma, toma, loma.

Así que le dijo:

—Joe, podría meterme en un gran lío por decirle esto. Sin embargo, si promete no contarlo…

—Tiene usted mi palabra, Nick. Esto queda entre nosotros dos. Lo prometo.

Dial asintió, satisfecho.

—El asesino dejó un cartel que decía «
EN EL NOMBRE DEL PADRE
». Estaba clavado en la cruz, por encima de la víctima, igual que el letrero encima de Cristo.

—Pero… ¿por qué? —exclamó el cardenal, sofocado—. ¿Por qué haría algo así?

—No estamos seguros, Joe, en absoluto. Por eso necesito saberlo todo acerca del padre Jansen. Sus obligaciones, sus enemigos, sus secretos. Es la única manera de salvar vidas.

—¡Señor! ¡Piensa que volverán a matar!

—Sí, y no me sorprendería que siguieran el mismo patrón.

—¿Se refiere a otros sacerdotes?

—No, Joe, me refiero a más crucifixiones.

19
Carretera de Ratchadapisek
Bangkok, Tailandia

R
aj Narayan había sido un consentido toda su vida. Su padre era un hombre poderoso de Nepal, cosa que Narayan dejaba clara a cualquiera que se cruzara en su camino.

Claro que su vida tenía algunas desventajas. La más importante era que no podía hacer nada que no se convirtiera en notiicia nacional, así que cuando Narayan sentía la necesidad de portarse mal, se veía obligado a abandonar Nepal y se refugiaba en el anonimato de un país extranjero. Y ésta era una de esas ocasiones.

La carretera de Ratchadapisek está sembrada de clubes nocturnos, hoteles de lujo y algunos de los restaurantes más refinados de toda Asia, pero nada de eso le interesaba. Cada mes volaba durante dos horas a Bangkok, y lo hacía sólo por un motivo: sus mundialmente famosos salones de masaje. A lo largo de cinco calles había más de veinte
spas
. Todos destinados a satisfacer las necesidades de los extranjeros, hombres dispuestos a gastar más dinero en una sola noche de lo que un trabajador tailandés medio ganaba en todo un año.

Narayan era un hombre bien parecido, de poco más de treinta años, cabello azabache, ojos oscuros, y más seguro de sí mismo que Mohammed Alí. Había visitado Bangkok en varias ocasiones y había gastado tanto dinero en el Club de Kate, un tranquilo lugar alejado de la carretera principal, que el encar gado estaba deseoso de poner el local a su disposición cuando Narayan estaba en la ciudad.

Bebía su martini Bombay mientras las chicas —en
négligés
y tacones— se sentaban en la
pecera
, una sala de exhibición tras una gruesa pared de cristal. La mayoría de las mujeres eran orientales, una mezcla de tailandesas, coreanas, chinas y japonesas. Las mujeres más apreciadas en Bangkok eran las asiáticas de piel de porcelana, lo que les daba una apariencia de pureza, incluso cuando aquello no podía estar más alejado de la verdad.

Pero en ese mundo, la apariencia era lo único que importaba.

Las mujeres se clasificaban en cuatro categorías: normales, súper, autónomas y modelos, criterio que determinaba cuánto cobraban por sus servicios.

Las chicas
normales
eran las más baratas, y la categoría incluía a mujeres o bien de piel oscura, o de más de veinticinco años, o con algunos kilos de más. Pero no eran feas. A veces tenían un defecto tan pequeño como una diminuta cicatriz, lo que hacía disminuir su valor y su estatus.

Las chicas
súper
, por su parte, no tenían que ser supermodelos mientras estuviesen entrenadas en el arte del «supermasaje», una técnica que consistía en enjabonar completamente el cuerpo sobre amplios colchones de goma, y que en Tailandia era considerada una forma de arte que incluso se enseñaba en clases especiales impartidas por tailandesas que ya eran demasiado viejas para trabajar en un club. Para muchos extranjeros, era algo tan erótico que viajaban hasta Bangkok sólo para someterse a ese tipo de baño.

Las chicas
autónomas
eran las más libres del grupo. Iban y venían a su antojo, a veces por varios clubes en una misma noche. Habitualmente se sentaban a la barra, esperando echar el ojo a algún extranjero, e intentaban convencerlo para que les pagase un trago, que casi siempre conduciría a otra cosa.

Pero nunca lo lograban con Narayan. El no estaba interesado en las chicas normales, las súper, ni las autónomas. Para él no eran dignas ni de su atención ni de su linaje. El único grupo que le interesaba eran las modelos. Éstas eran
la crème de la créme
. Lo mejor de lo mejor. Tan impresionantes que muchas de ellas habían aparecido en revistas americanas, como
Penthouse
o
Cheri
.

Esas mujeres eran la debilidad de Narayan, no podía evitarlo. Eran demasiado hermosas para ignorar la manera como presumían y se contoneaban bajo las luces del club, su modo de sonreírle a través del cristal y de mirarlo como si fuese el único hombre en el mundo, la forma en que se tocaban la piel, con delicadas caricias, pasándose las manos por los contornos y los recovecos de sus cuerpos con gestos picaros, mientras los camisones de seda caían de sus hombros como el rocío de una flor de loto. Había algo en su manera de moverse que lo conmovía profundamente.

Dio una honda calada a su cigarrillo y exhaló el humo por la nariz, como un dragón hambriento. Ya había pedido que «los cerdos» salieran de la pecera y ahora estaba concentrado en una veintena de mujeres, de pie frente a él, intentando adivinar cuál lo satisfaría mejor. Cada una de ellas llevaba un número prendido al vestido como si fuese a participar en un concurso de belleza. Pero en este caso, a la ganadora no iban a darle una corona ni un título elegante como el de Miss Tailandia, sino un montón de dinero y un compañero para las próximas horas.

Pasaron varios minutos hasta que Narayan se decidió. Estudió a cada una de las chicas, intentando imaginar lo que le harían y lo que él les haría a ellas. No había necesidad de precipitarse ante una decisión tan importante. Cuando estuvo listo, hizo una seña al encargado, que corrió hacia su mesa como un mayordomo servil. El repentino movimiento alarmó a los guardaespaldas de Narayan, que se habían situado cerca de las dos salidas principales y estaban listos para lo que fuera. Uno de ellos desenfundó su arma y apuntó al encargado, un acto tan embarazoso para Narayan que les ordenó salir del club y los amenazó con hacerlos matar si volvían antes de que él hubiese acabado.

El encargado, acostumbrado al carácter de Narayan, pasó por alto el incidente. De hecho, ésa era la razón principal por la que él esperaba pacientemente a que Narayan se decidiera. Sabía cómo tratar a su mejor cliente.

—Como siempre, su suite favorita está preparada para usted. ¿Ha escogido compañía?

Narayan apagó el cigarrillo sobre la mesa.

—Las quiero a todas. Toda la noche.

En mitad de la suite había una cama redonda, no muy lejos de una bañera. El vapor empañaba los espejos que cubrían las paredes y el techo, algo que a Narayan no le gustó. Le agradaba contemplarse recostado entre las modelos, cuyos cuerpos aceitados se movían sobre él como víboras calientes que se turnaban para acariciarlo y besarlo donde más le gustaba. Eso lo hacía sentir como un rey.

Narayan sonrió anticipadamente mientras se quitaba la camiseta y la arrojaba sobre un sofá, para continuar con los pantalones y los calzoncillos. Era uno de los pocos momentos en los que se permitía ser vulnerable, lo que lo excitaba aún más. Sin guardaespaldas, sin armas, sin ropa, sin nada que lo protegiera excepto un condón.

Puso un CD y bajó las luces hasta que la habitación quedó en penumbra. Oyó un golpe suave en la puerta y dio permiso para que entrasen, mientras caminaba tranquilamente hacia el baño. Como era un cliente habitual, las chicas sabían con exactitud lo que tenían que hacer: entrar, desvestirse y tenderse en la cama como si fueran azúcar glaseado sobre una tarta. Tantas como cupieran. Las otras se quedaban de pie, cerca, esperando su turno cuando él les hiciera una señal.

Narayan oyó pasos en la habitación y su corazón se aceleró. Metió las manos en el lavabo y se mojó la cara con agua fría, intentando contener la excitación. Había estado esperando ese momento desde su último viaje a Bangkok, siempre lo hacía sentir el hombre más poderoso del mundo.

—¿Estáis listas? —gritó en tailandés—. ¡Porque ahí voy!

La mujer que estaba de pie en la puerta de entrada ría asombrosamente bella y estaba totalmente desnuda, igual que la siguiente, y la que vino después. Narayan las sobaba a todas cuando pasaban frente a él; les manoseaba los pechos o el cu lo, las tocaba lo justo para hacerles saber que era él quien mandaba durante toda la noche, y que podía hacer lo que quisiera.

Comenzó lanzando a cinco de ellas sobre la cama y las untó con aceite perfumado de jazmín, el suficiente para lubricar todos los rincones y hendiduras que tal vez más tarde, durante el transcurso de la noche, querría explorar. Cuando estuvo seguro de que todas sus bellezas brillaban como pimpollos de loto, tomó carrera y se zambulló entre ellas como un niño. Las chicas gimieron de gusto —en su mayor parte fingido— mientras se movían ondulantes encima y debajo de su cuerpo y lo cubrían con aceite hasta llevarlo a la completa excitación. Después se alternaron para complacerlo de múltiples y diversas formas.

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