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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (38 page)

BOOK: La señal de la cruz
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—Eso significa que Tiberio no lo hizo solo. Tuvo un compañero en esto, alguien que estaba en Judea al mismo tiempo que Cristo moría. Además, Tiberio sabía que si el imperio iba a sacar algún provecho de esa estafa, tendría que informar a su línea de sucesores sobre la trama completa y rezar para que el truco durara lo suficiente y aguantase. Si no, todo hubiera sido en balde.

—¿Tal vez —sugirió Jones— ésa es la razón por la que Tiberio construyó las Catacumbas en primer lugar? Para proteger su secreto. Eso explicaría por qué las hizo tan extraordinariamente enormes.

María lo miró impresionada:

—Oye, esa idea no está mal.

—No, no lo está —coincidió Boyd—. Claro que eso no significa que sus sucesores cumplieran sus deseos. Hay docu mentos que demuestran que Tiberio temió por su seguridad durante los últimos años de su vida. En consecuencia, dejó Roma y se trasladó a Capri, una pequeña isla en la costa oeste de Italia, hasta su muerte. Durante ese tiempo, sólo charló con sus más íntimos asesores, y ellos mismos admitieron que al final se volvió medio loco. ¿Quién sabe? Tal vez su ataque de locura evitó que los futuros emperadores tomasen su complot en serio.

—¿Eso quiere decir que…? —preguntó Payne.

—Eso quiere decir que nos hemos encontrado con otra piedra en el camino. Ahora creo que tenemos tres posibilidades distintas. Lo único que puedo decir es que no podemos demostrar de forma segura ninguna de ellas.

—¿Tres?

—Sí, tres —confirmó Boyd—. Una, todo salió como Tiberio quería y el imperio se aprovechó del cristianismo durante tres siglos antes de adoptarlo como su religión oficial. Dos, la crucifixión de Jesús fue una representación, pero muchos emperadores posteriores trataron de borrar las huellas del complot de Tiberio para impedir que se llevase toda la gloria del fortalecimiento del imperio.

—¿Y la número tres?

—La muerte de Pació, o cualquier otro obstáculo imprevisto, abortó el plan de Tiberio antes de que se pusiera en marcha, lo que significaría que Cristo verdaderamente fue crucificado, murió, fue enterrado y luego regresó al mundo de los vivos para demostrar que sí era realmente el Hijo de Dios.

Todos se sentaron en silencio, considerando este último argumento.

Finalmente, Jones se aclaró la garganta y habló:

—Entonces ¿qué está diciendo? ¿Que estamos atorados?

Boyd asintió con la cabeza:

—Todo indica eso. A menos que nos estés escondiendo algo.

—Me encantaría. Pero la verdad es que la cabeza me da vueltas, con toda esta información nueva. —Jones se volvió hacia Payne—. ¿Qué me dices tú, Jon? ¿Se te ocurre algo?

Payne levantó la mirada de la fotografía de los caballos, medio asombrado por lo que acababa de ver. Entonces se frotó los ojos y miró de nuevo la fotografía.

—¡Mierda! Creo que sí se me está ocurriendo algo.

—¿Ah, sí?

Payne asintió y luego le entregó la fotografía enmarcada:

—Mira esto. ¿Dime, qué es lo que ves?

Jones miró la fotografía:

—Si no me equivoco, estos son los Lipizzaners… Oye, ¿alguna vez te he contado la historia del general Patton y estos caballos?

Payne se alegró de no habérselo contado antes:

—¡Venga, D. J., concéntrate! ¿Tú crees que éste es el momento apropiado para hablar sobre Patton y los caballos albinos?

—No —contestó el otro compungido.

—Dime, ¿qué es lo que ves detrás de estos caballos?

—¿Detrás? —Estudió el edificio del fondo—. No estoy muy seguro. ¿No es el palacio Hofburg de Viena?

—Sí lo es. Ahora, mira la decoración del edificio.

—¿La decoración? ¿Por qué diablos quieres…?

—¡Joder, D. J.! ¡Limítate a mirar la fotografía!

La fotografía en blanco y negro mostraba a los caballos, desfilando con elegancia en el patio de piedra dél Hofburg. Pero Jones debía ignorar su fastuosidad. Tenía que forzar la vista (detrás de las gafas graduadas) para poder mirar más allá, para buscar sombras y grietas en el edificio mismo e ignorar así el motivo de la fotografía. De repente, una expresión de revelación apareció en su rostro:

—¡Dios mío! ¿Dónde has encontrado esto?

Pero Payne decidió no responder. Lo que hizo fue simplemente inclinarse hacia atrás y reírse mientras María, Ulster y Boyd trataban de enterarse del afortunado descubrimiento de Payne.

54

F
rankie era el portavoz oficial de la Universidad Católica y era conocido en el edificio de policía del campus. Saludó con la cabeza al recepcionista, un sargento que tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse por aquel enano de la oficina de relaciones públicas. Era la reacción que Frankie esperaba. Si su plan funcionaba, sólo iba a necesitar estar ahí unos pocos minutos.

Después de revisar la lista de asistencia, Frankie sabía qué oficíales estaban fuera ese día, de manera que podía ir a una de sus oficinas. Se dio prisa. Encendió un ordenador y accedió a la base de datos de la policía, lo que le permitía buscar la identidad de los hombres que habían muerto en Orvieto.

Poco después de haber localizado a la primera víctima, Frankie encontró pruebas visuales de un segundo soldado, que se encontraba a seis metros del primero. Eso significaba que cuatro hombres habían muerto en el accidente, y no dos, un hecho que hizo que Frankie sospechara. ¿Qué estaban haciendo allí aquellos dos soldados cuando se produjo el choque? ¿Y por qué diantres estaban fuera del helicóptero? Eso no tenía sentido. Tampoco hacer desaparecer las pruebas en plena noche. ¿Por qué retirar los restos antes de que alguien tuviera oportunidad de examinarlos?

Desde esa perspectiva, todo apestaba a conspiración, aunque no tenía muchos hilos por donde continuar la investigación.

Escaneó la fotografía de primer cuerpo en el ordenador de la policía, después redujo los parámetros de su búsqueda eli minando a los hombres de más de cuarenta y cinco años. Era difícil determinar la edad exacta del escalador, ya que su rostro estaba ensangrentado, pero aun así, Frankie asumió que tenía que ser un hombre joven. Un oficial de mayor edad no podría haber escalado el acantilado.

Las fotografías comenzaron a aparecer rápidamente en la pantalla. En ocasiones tardaban en desaparecer mientras el programa examinaba características de cada persona —el arco de la ceja, la curva de una mandíbula, la longitud de una nariz— sólo para ser descartadas medio segundo después. El proceso continuó varios minutos. Los rostros pasaban zumbando, uno detrás de otro, como los pasajeros de un tren de alta velocidad, hasta que el ordenador emitió un pitido, un sonido que le informaba de que había encontrado un nombre.

Jean Keller, treinta y tres años, nació y se educó en Suiza, después, a los veintipocos, se mudó a Roma para unirse a la Guardia Suiza, una unidad de élite. Según la tradición, la guardia tiene una única misión: proteger al papa, por lo que Frankie no podía entender qué tenían que ver con el moderno Orvieto. De hecho, estaba tan confundido que tuvo que revisar dos veces la dirección del guardia y leer los detalles de su carrera antes de convencerse de que Keller era en efecto miembro de la Guardia.

Así pues, Frankie terminó su investigación Con más preguntas que al principio.

Pero antes de llegar a una conclusión, escaneó la siguiente fotografía en el ordenador y comenzó una segunda búsqueda. Los detalles de ésta no estaban tan claros como los de la primera: Keller estaba iluminado por la luz del sol, mientras que esta víctima estaba sumida en la oscuridad, pero aun así esperaba encontrar algo.

Diez minutos más tarde, Frankie se encontró con el tipo de dato que estaba buscando, algo tan aterrador que le hizo correr hacia el teléfono.

La fotografía de los Lipizzaners había estado colgada en la pared de Ulster desde hacia décadas. Había pasado delante de ella miles de veces y nunca había visto otra cosa que no fueran los caballos. Al menos hasta que Payne señaló la estatua del hombre que se reía detrás de los caballos. Una estatua que decoraba el famoso edificio vienés conocido como Hofburg.

Mientras que Boyd, María y Jones se preguntaban por su significado, Ulster se fue a buscar información sobre la fotografía. Sabía que su abuelo la había tomado en 1930. Lo que no sabía era si la estatua estaba aún en Viena o si había estado allí por casualidad durante la segunda guerra mundial. Si era así, con la prueba fotográfica de la presencia del hombre que reía en la fachada del edificio, siempre podrían ponerse en contacto con los historiadores del Hofburg para pedir más información.

Extrañamente, mientras la emoción se apoderaba de todos, Payne permanecía sentado en una esquina, tratando de decidir si quería seguir involucrado en el asunto. Hacía dos semanas él y Jones estaban comiendo en Pittsburgh. Ahora estaban en uno de los mejores centros de investigación buscando pruebas que podían destruir la religión más popular del mundo.

¿Realmente quería tomar parte en todo eso? Y si era así, ¿en qué bando quería pelear? ¿Con los cristianos o los romanos?

A primera vista, parecía una decisión fácil. Debería de estar peleando por Cristo, ¿no?

Pero la cuestión no era tan sencilla, no era un asunto de buenos y malos. ¿Qué pasaría si encontraban pruebas irrefutables de que Tiberio se había salido con la suya, que había elegido a Jesús como el Mesías y que así lograron engañar a las masas de Judea?

En ese caso, ¿qué era lo moralmente responsable? ¿Debería dejar que Boyd y María anunciaran su descubrimiento? ¿O debería hacer todo lo que pudiese por evitarlo? ¿Debía llamar al Pentágono y pedir un consejo? ¿O era mejor acudir a un sacerdote?

En cualquier caso, cuando le iba a preguntar a Jones sobre lo que pensaba él sobre el tema, su móvil comenzó a sonar. Payne revisó su identificador de llamadas y vio un número desconocido. Un número internacional. Se lo enseñó a Jones y él tampoco lo reconoció.

Payne preguntó:

—¿Estás seguro de que tu programa de codificación funciona?

Jones asintió. Unas semanas antes había colocado un microchip en el móvil de Payne que lo protegía si estaba siendo rastreado: algo así como trucar la transmisión para que la señal localizada fuese errónea. Así evitaba que su móvil fuera utilizado como un faro direccional.

—El chip te dará un minuto. Incluso más. Todo depende de quién te esté buscando. Para no correr riesgos, cuelga dentro de cuarenta y cinco segundos.

Payne pulsó el temporizador de su reloj justo cuando contestó el teléfono.


¿Signor
Payne? ¿Es usted?

Reconoció la voz de Frankie.

—Sí, soy yo.

—¡Oh, qué alegría! No estaba seguro si contestaría al móvil.

—No tenemos mucho tiempo, Frankie. La llamada puede ser rastreada.

—Pero esto es importante. De vida o muerte.

Payne miró su reloj.

—Si te cuelgo, espera una hora antes de volver a llamar, ¿de acuerdo?

—Sí, no hay problema. Una hora.

—Entonces, ¿estás bien?

—Sí,
signor
. Yo estoy bien. Es por ti y D. J. por quien estoy preocupado.

—¿Por nosotros? ¿Por qué estás preocupado?

—He descubierto algo que ustedes deben saber.

Quedan veinticinco segundos
.

—¿Y de qué se trata?

—Ya sé porque mataron a su amigo americano.

Payne levantó la ceja.

—¿Amigo? ¿Te refieres a Barnes?

—Sí, al gordo.

Veinte segundos
.

—Frankie, te dije que no te metieras en esto. Correrás peligro.

—Sí, y ustedes también. Ya sé por qué se llevaron los cadáveres.

—¿Cadáveres? ¿Qué cadáveres? ¿De qué estás hablando?

—Los vi al mirar más de cerca la fotografía. Había dos cuerpos, uno y dos.

—Sí, el piloto y el sicario.

—No,
signor
, no dentro del helicóptero sino fuera.

Diez segundos
.

—¿Fuera? ¿Qué quieres decir? ¿Fuera del helicóptero?

—¡Sí! Como si se hubiesen caído del acantilado.

—¿Había cuatro cadáveres? ¿Dos dentro y dos fuera?

Cinco segundos
.

—¡Sí! ¡Y no se va a creer quién es uno de ellos!

—¿Quién? ¡Dime quién!

—He ido a la comisaría de policía y…

—¡Los nombres! —exigió Payne—. ¡Dime los nombres!

Desafortunadamente, su segundero llegó al cero antes de que Frankie pudiera contestar.

—¡Mierda! —maldijo Payne mientras colgaba el móvil. No quería colgar, pero tenía que hacerlo. O eso o corría el riesgo de que los localizasen—. ¡Por qué coño no me ha dicho los nombres! —Payne respiró hondo y trató de atemperar su ira. No le ayudaba que el resto le estuvieran mirando en aquel momento.

Jones preguntó:

—¿Qué te ha dicho Frankie?

Payne miró a María y Boyd:

—Al parecer, la caja de herramientas del doctor Boyd era más letal de lo que pensábamos. Frankie ha puesto las fotografías de Barnes bajo el microscopio y ha descubierto que murieron cuatro personas. Dos en el helicóptero y dos en el acantilado.

—Pero eso no tiene sentido —dijo María—. ¿Por qué iban a estar ahí si tenían el helicóptero?

—Venían a mataros, de cerca y personalmente.

—Pero el hombre del helicóptero tenía una arma.

—No te engañes, María. Todos tenían armas. —Payne cogió una hoja de papel y dibujó un diagrama muy sencillo—. La clásica formación de dos parejas. Los hombres del acantilado eran el equipo de ataque. Los guardianes del helicóptero eran sus reservas. —Dibujó unas líneas más—. Planeaban entrar en las Catacumbas y silenciaros. Vuestra suerte fue que Boyd oyó el sonido del helicóptero, de otro modo os hubieran matado y os hubieran dejado pudriros con el resto.

—Pero ellos ¿cómo…? —empezó Boyd.

—Sí —lo cortó Payne—. Si vuestra expedición era un secreto, ¿quién les dijo que ibais a estar allí?

Boyd miró a Payne mudo. Al igual que María.

Jones se dirigió a ella y dijo:

—En Milán, el doctor Boyd nos dijo que teníais permiso para excavar en Orvieto. Y nuestro amigo nos dijo que, al parecer, todo el mundo sabía que tu padre era Benito Pelati. Tu
papá
no le da permiso a nadie… Yo creo que te lo camelaste bien y lo conseguiste.

María se sonrojó.

—No hice nada de esto. Nunca le he pedido un favor. Pregúntaselo al doctor Boyd. Cuando llegáramos a Milán, quería que yo lo llamara pero me negué. Preferiría morirme a ir a pedirle ayuda.

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