Conocerás a Ambrosio, más que mi hermano. Te llevará a todas partes cuando yo ya no pueda… Tendrás que saludarles, dando a cada uno su trato. No es difícil, yo te enseñaré.
Cuestión de olfato, ¿sabes?, y tú tienes mucho de eso, niño mío. Olfato para tratar a los hombres, ya aprenderás a mi lado. Y a las mujeres, tratar a las mujeres. Eso vendrá después, es más difícil. Yo me creía un maestro y que con darles gusto iban ya bien despachadas. Eso no cuesta nada, al contrario, pero resulta que no… ¡Me hubiesen dado mucho más si yo hubiera sabido! La misma Dunka, no podrás conocerla. ¡Qué ojazos de miel con chispitas verdes, que unas veces se veían y otras no, según estaba ella…! Bueno, yo tampoco la conocí; ahora lo pienso. Pero ál fin he aprendido, con Hortensia. Es la que sabe, la que vale, más que ninguna jamás. Sus ojos claros, entre azules y violeta, no cambian nunca. ¡Qué seguridad! Como la que a ti te dan mis brazos. ¡Qué amparo! Ojos que al principio no te impresionan, pero siguen mirando y te van calando, calando; te lo sacan todo. Hablas, confiesas, te rindes. ¿Y a quién mejor? Ésa de las mujeres es otra guerra, niño mío, pero una guerra al revés: da gusto ser prisionero… Tú eres aún pequeñito, pero ya sabrás de unos ojos así: una puñalada clavándose despacito, para gozarla mejor, hasta tu corazón…
Ahora comprendo la vida, ahora que para ti me salen pechos. Tú también comprenderás, pero antes. Lo que yo aún no sepa te lo enseñará ella. ¡Es tan segura y tan tierna!… Tan fuerte que me llevó en brazos… Cada vez que lo pienso, ojalá hubiese tenido mis sentidos aquel día. Pero entonces me hubiera puesto en pie para cogerla yo… Mejor así; saber que ocurrió, haber estado en ella como nunca. Esa mujer no es un matorral ardiendo; sino un manantial para siempre. No hay sed que ella no apague. Y será tu maestra porque ¡va a venir con nosotros! ¡Me la llevo a Roccasera; va a ser tu abuela!… Sí, niño mío, nos acompañará. A Roccasera, que ya es tuyo porque lo conquistaremos. Allí te reirás del mundo entero…
«Duerme tranquilo porque triunfamos. Hasta la
Rusca
se ha rendido; apenas muerde ya. Desde esta posición falta muy poco. Duerme contra el pecho de tu abuelo; es de roca como la montaña. Duerme y prepárate para el último empujón… Atacaremos cuando yo vuelva del hospital, libre ya de la
Rusca
. Y este verano, ¡en Roccasera! Por la mañana correteando, al atardecer sentados en la solana. A esa hora asoman una tras otra las estrellas y canta lejos alguien que vuelve del campo. El aire huele a mies recién cortada y es dulce, dulce, dulce respirar, estar vivo…»
«¿Qué plaza es ésta?…» El viejo mira en torno suyo, desconcertado. «¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué hasta aquí?… Acabo de apearme de un autobús, sí, pero ¿cuál? No me fijé en el número; me distraje… ¿Qué me alarmó en el trayecto, para bajarme de repente? Algo sería, ese olfato mío no me falla; seguramente me seguían… Ahora ya no; me daría cuenta… Serenidad, sobre todo… Primero, ¿qué ciudad es ésta?… ¡Le mandan a uno a sitios tan distintos!… Preguntarlo, imposible; despertaría sospechas… Desde luego he venido con alguna misión… ¿O acaso voy de paso, escapando como otras veces?… Calma, calma, acabaré aclarándolo todo, en peores me he visto… ¡Maldita sea, otra jugarreta del golpe en la cabeza al tirarme por el barranco de Oldera para escapar del cerco, hace ya…! ¿Cuánto?… Tres meses o así, pero todavía me resiento.» Bueno, he salido de otros trances… Allí mismo, en Oldera, donde sólo me salvé yo…
A ver si en ese quiosco algo me da una pista… ¡Qué raro; ningún periódico habla de la guerra! La censura, claro, ¡como están perdiendo! Antes todo era presumir en primera plana de sus avances, los bombardeos y los prisioneros. Ahora se callan, pero eso no les salvará… ¡Ah!, ¿qué ha dicho ése al pasar con su chica?… "Yo no me muevo de Roma —eso ha dicho— aquí estoy bien"… Entonces, Roma, ¿qué habré venido a hacer en Roma?… Ya lo recordaré; a ver si me orienta el nombre de esta plaza…»
Un guardia se aproxima a ese viejo que parece andar extraviado:
—¿Busca usted algo? ¿Puedo ayudarle?
«¡Cuidado! Pero lo más natural es preguntar.»
—Sí, gracias, agente. ¿Qué plaza es ésta?
—Piazza Lodovica.
Ante esos ojos ligeramente desconcertados el guardia añade:
—¿A dónde va?
«¿Te crees que soy tonto? Lo primero es no darles nunca informaciones.»
—¿Puedo ayudarle? —insiste el guardia, cuya amabilidad aumenta la desconfianza del viejo.
—No se moleste, gracias. Conozco bien Roma.
«¿Roma?», se asombra el guardia y observa más atentamente al viejo… No parece un delincuente, aunque emane cierta agresividad, pero si cree estar en Roma algo falla en su cabeza… ¿Y si hubiera escapado de un hospital? Los institutos clínicos están cerca, tras el corso Porta Romana.
—¿Le ocurre algo, buen hombre? ¿Dónde vive usted?
—¿Y por qué he de decírselo? —responde agrio.
Lo malo es que unos transeúntes desocupados prestan oído y el guardia se siente en entredicho. Es joven y no tolera jactancias; necesita hacerse respetar. Replica enérgico.
—Porque soy una autoridad.
«¿Ahora se me va a engallar este mocete que debería estar en el frente?», piensa el viejo.
Y replica sarcástico:
—¿Autoridad? ¿De qué Gobierno?
El guardia, desconcertado, se irrita y se vuelve más inquisitivo. El corro de curiosos aumenta y el guardia acaba llevándose al viejo hasta un teléfono desde donde consulta a sus superiores, sin que el viejo se atreva a echar a correr porque la huida le delataría y, además, la sangre perdida por su última herida le quitó fuerzas.
«Me haré el tonto —decide mientras el guardia le retiene esperando un coche patrulla—. Es fácil, los romanos estos nos creen bobos a todos los campesinos… Romanos, sí, aunque este guardia repita que es Milán, para confundirme y que cante… No me sacarán nada, y menos ahora», concluye satisfecho, pues ha destruido las pruebas, aprovechando la ocasión de telefonear el guardia para tirar disimuladamente su tarjeta de identidad por una alcantarilla.
Por eso no le encuentran el documento cuando poco después, ya en la comisaría y al negarse a dar su nombre, le registran en vano la cartera. Por desgracia, el viejo no tiene paciencia para mantener el papel de tonto, porque ese pretencioso sargento interrogador acaba exasperándole.
—No me engañas, traidor fascista… —le suelta, al fin—. Sí, traidor, aunque lleves uniforme italiano… Anda, informa a tu amo, el tedesco escondido ahí dentro. ¡Que salga! ¡Ni en la Gestapo me haréis confesar nada!
Evidentemente, piensa el sargento, es un perturbado. ¿O acaso lo finge, para disimular algo más grave? Manda encerrar al viejo en una habitación de espera y delibera con su escribiente, porque el comisario ha salido a una diligencia. ¿Qué hacer? ¿Empezar las llamadas rutinarias al manicomio, clínicas y hospitales?
—¡Oiga, sargento! ¿No sacaríamos algo por este profesor Buoncontoni? —sugiere el escribiente, que ha encontrado la tarjeta en la cartera—. «Etnólogo», dice… A lo mejor es el especialista que le atiende.
Afortunadamente el profesor está en casa. Por las señas personales identifica rápidamente al viejo. No, no es un delincuente ni un simulador; ciertamente padece fallos de memoria. No puede darles la dirección, pero la conoce Valerio Ferlini, el hijo del abogado, cuyo teléfono facilita. Si no encuentran a la familia, el propio profesor se declara dispuesto a recoger al viejo en la comisaría y hacerse responsable de él.
Gracias a Valerio el sargento consigue al fin hablar con Renato en la fábrica y pedirle que acuda cuanto antes. Entre tanto le pasan al viejo un café y unas galletas: el nombre de Domenico Ferlini, el as de los tribunales, pesa mucho en las comisarías y el hijo del abogado ha estado muy contundente en favor del retenido.
«Esto es para reblandecerme —cavila el viejo contemplando la batea sobre la mesa y preguntándose si el café contendrá alguna droga. Al fin decide bebérselo—: Éstos no son tan científicos. Es el truco de siempre: primero las finuras y después vendrán las bofetadas…
Lo único que siento es pasar la noche encerrado. Tengo idea de que mi misión es por la noche… Sí, estoy seguro, una noche, pero ¿cuál?… Si me retienen no podré actuar. ¡Si yo pudiese recordar!… Lo seguro es que me han traicionado, sí, pues no hice nada para despertar sospechas. Habrá sido el médico, porque no me dejé evacuar… ¡No, ahora caigo, me traicionó la espía! ¡Eso, la espía alemana, aquella de las tetas gordas! La que se presentó con el pretexto de…, ¿qué era?… Sí, de cuidar a…, ¡a Brunettino!».
El nombre mágico disipa confusiones de memoria y restaura el orden. ¡Ésa es su misión nocturna: protegerle! Entonces, ha de salir y pronto, pues en la ventana empieza a declinar la tarde primaveral.
El viejo se levanta, se cala el sombrero, llama a la puerta y, como no le abren, vocifera:
—¡Abran, por favor, ya lo sé, lo recuerdo, lo diré todo! ¡Abran, me llamo Roncone Salvatore, vivo en casa de mi hijo, viale Piave, y el profesor Buoncontoni me conoce!… ¡Sí, y el senador Zambrini también, Zambrini! ¡Abran, por favor, soy…!
Se abre la puerta y aparece Renato, que abraza a su padre. Un guardia queda en el umbral.
—¿Está bien, padre?
—¡Naturalmente!… No te habrás asustado; no me pasa nada —gruñe con firmeza enternecida—. No es tan fácil que me pase. Es que esta gente ve sospechosos por todas partes y les gusta avasallar. Pero hubieran tenido que acabar soltándome.
El guardia se retira discretamente. Renato no replica y sale con su padre, entregándole la cartera que le acaban de devolver. Al pasar vuelve a disculparse ante el sargento que, antes de entregarle al viejo, le ha reconvenido por esa negligencia con un enfermo mental, al que dejan salir incluso sin documento de identidad. Afortunadamente, el apellido Ferlini, aunque sólo mezclado indirectamente en el asunto, ha facilitado la solución.
Salen los dos a la calle. El guardia que abrió la puerta le dice al sargento:
—¿Le oyó usted? Resulta que además es amigo del senador Zambrini… Pues no tenía pinta de importante ese hombre.
—No te fíes de las apariencias —sentencia el superior—. Está como una cabra y lo mismo pudo haber dicho que es hijo del Santo Padre… Nunca creas fácilmente a los que pasan por aquí.
Renato, durante el trayecto a la casa, sólo habla de cosas intrascendentes por miedo a abrumar aún más a su padre. En eso se equivoca por completo: el viejo no está compungido, sino al contrario. Vive exaltadamente su triunfo, pues ha vuelto a salir de una comisaría como siempre: sin dejarse avasallar. No le han sacado ni una palabra y, lo que es más importante, el niño continúa seguro porque él esta noche volverá a su lado, protegiéndole contra todo peligro en la nueva posición avanzada.
La piedra erguida es misterio y clamor silencioso. Dos figuras humanas en estado naciente, en estado muriente. No acabadas de crear por el cincel: por eso mismo siguen ellas creando. El desnudo viril desfallece, la mujer en su manto le sostiene. Con brazos amorosos, con rostro desesperado… ¡Cómo la comprende Hortensia, enfrentada a esa talla por su hombre!
—¡Ahí están; mira mis guerreros! —exclama el viejo—. ¿Verdad que no son una Pietà?… Pero ¡vaya estatuas! ¡Qué tío, ese Michelangelo!
Ciertamente, una Pietà fue siempre para Hortensia otra imagen diferente: herido amor, dolorida ternura. Sin embargo, para asombro suyo, en esa escultura ve encarnada su propia actitud hacia el viejo. Ninguna otra representación podría producirle tanta pena, porque así es como se vio aquel día sosteniéndole ante la luna de su armario. Le desgarra el corazón, a la vez que se lo conforta, ese amoroso patetismo de la estatua, que el viejo interpreta como heroísmo bélico y así quiere mostrárselo a su Hortensia en este Jueves Santo. Su Hortensia, porque ya lo es: la ha convencido y se casarán en cuanto arreglen los papeles.
—Te quedas con la boca abierta, ¿verdad?
—No me lo esperaba… Además, creí que me traías a ver a esos etruscos que te gustan.
—¡Si aquí en Milán no tienen!… Pero esto vale la pena. Esto… ¡Vaya si tenía jarcias el Michelangelo!
No sabe decir más, pero blande los puños, frunce el ceño, concentra la mirada
—¿Los etruscos son así?
—¡Al contrario! Éstos pelean y los etruscos vivían. ¡Pero con las mismas agallas que éstos!
A la salida del museo da gusto alzar la mirada. Llena los ojos un limpio cielo azul; besa el rostro un aire tibio. El sol tiende sombras danzarinas bajo los árboles; densas al pie de las fachadas. En el autobús, junto al olor de Hortensia y sintiendo la suave mano en su huesudo puño, el viejo cuenta alegremente su última treta.
—¡Ya está salvado Brunettino! ¡Para siempre!… Ya te conté, ¿verdad?, que Andrea se ha rendido; ha prometido no volver a encerrarle… Pues, por si acaso, yo he rematado la faena. ¡Nunca me fie de los salvadores, como aquel Mussolini con sus cuentos! No, sólo se salva uno mismo. Por eso le he enseñado a Brunettino a abrir la puerta arrimando una silla a la pared, porque él no llega al pestillo. Se encarama en ella y entonces alcanza, ¡angelote mío! Lo consiguió a la primera, ¡es más listo!… Ahora no me importa ir al hospital; el niño ya empieza a defenderse solo. Además, estarás tú.
Luego, en la capilla de san Cristóforo, al disponerse Hortensia a rezar, contempla el cuadro, viendo en él la fotografía del hombre con Brunettino en alto sobre su mano; esa imagen conmovedora entronizada por ella en lo más sagrado de su armario, porque no ha querido enmarcarla a la vista de nadie. Entre tanto, el viejo piensa que entre dos se llega mejor a la otra orilla: «Hortensia y yo pasando juntos el río, uno al lado del otro, con Brunettino sentado sobre nuestros brazos enlazados y rodeando nuestros cuellos con sus bracitos». Y se enternece repitiendo: «Así, así; uno al lado del otro».
Hortensia se vuelve al hombre:
—¿Recuerdas el primer día en que vinimos aquí?
—Sí, después de ver a tu san Francisco. ¿No voy a recordar? Por eso nos casaremos aquí.
Pero el cura será un antifascista de siempre, como aquel don Giuseppe que me escondió en la cúpula, el pobrecillo, y que dijo aquel sermón. (Porque se llamaba don Giuseppe, ahora mismo le ha venido a la memoria el nombre olvidado.) Está decidido, aunque Hortensia empezó resistiéndose. Incluso llegarán muy pronto los papeles del viejo, encargados a Ambrosio. Al hombre le entusiasma imaginar el disgusto de su yerno al caerle encima un ama inesperada, y goza anticipadamente de su llegada al pueblo con la mujer espléndida… Pero lo esencial es ella, Hortensia, que a él le da la vida y se la dará a Brunettino, pues, aunque ya se defienda solo, necesita a una mujer. Sus padres le cuidarán, claro, pero ¿cómo va a enseñarle Andrea lo que ni siquiera barrunta? ¡Que no le ocurra al niño lo que a él! ¡Que no se pierda nada, que desde el principio sepa adivinar a las mujeres!