«El género novelesco no ha nacido para contar verdades, éstas, al pasar a la ficción, se vuelven siempre mentiras.»
Ya en el título de esta novela de Mario Vargas Llosa, publicada en 1977, se recoge la doble historia en que se vertebra su argumento: por un lado, la relación amorosa del joven escritor Varguitas con una mujer de su familia mayor que él, la tía Julia; y por otro, la desaforada presencia del folletinista Pedro Camacho en la misma emisora de radio donde Varguitas trabaja.
La noble pasión amorosa entre la tía Julia y el aprendiz de novelista, que la sociedad limeña de los años cincuenta trata por todos los medios de impedir, se combina en esta novela de Vargas Llosa con las narraciones truculentas del folletinista de las ondas. El contrapunto de una encendida pasión con aires shakesperianos y su correlato melodramático y la inesperada confluencia del devoto de la alta literatura y el escribidor rastrero son algunas claves de esta narración mayor de Mario Vargas Llosa.
La tía Julia y el escribidor
reúne el interés de los relatos de aventuras, donde la atención del lector queda sujeta a un final feliz continuamente postergado, y el más desternillante y grotesco pasatiempo, gracias sin duda a las divertidas aportaciones del escribidor Camacho, uno de los grandes personajes del novelista peruano.
Mario Vargas Llosa
La tía Julia y el escribidor
ePUB v1.0
Horus0102.02.12
Fecha de publicación: 1977
© Mario Vargas Llosa
A Julia Urquidi Illane, a quien tanto
debemos yo y esta novela.
IEscribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaria escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.
S
ALVADOR
E
LIZONDO
, El Grajograjo
E
N ESE TIEMPO REMOTO
, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más animadas que las de mi trabajo.
Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle Belén, muy cerca de la Plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un edificio flamante, y tenía, en su personal, ambiciones y programación, cierto aire extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha música, abundante jazz y rock y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual, Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de Informaciones que Pascual yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea, desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de abrirse antes de tiempo.
Radio Central, en cambio, se apretaba en una vieja casa llena de patios y de vericuetos, y bastaba oír a sus locutores desenfadados y abusadores de la jerga, para reconocer su vocación multitudinaria, plebeya, criollísima. Allí se propalaban pocas noticias y allí era reina y señora la música peruana, incluyendo a la andina, y no era infrecuente que los cantantes indios de los coliseos participaran en esas emisiones abiertas al público que congregaban muchedumbres, desde horas antes, a las puertas del local. También estremecían sus ondas, con prodigalidad, la música tropical, la mexicana, la porteña, y sus programas eran simples, inimaginativos, eficaces: Pedidos Telefónicos, Serenatas de Cumpleaños, Chismografía del Mundo de la Farándula, el Acetato y el Cine. Pero su plato fuerte, repetido y caudaloso, lo que, según todas las encuestas, le aseguraba su enorme sintonía, eran los radioteatros.
Pasaban media docena al día, por lo menos, y a mí me divertía mucho espiar a los intérpretes cuando estaban radiándolos: actrices y actores declinantes, hambrientos, desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos, se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la fauna radioteatral parecía por el momento asegurado.
Siempre había tenido curiosidad por saber qué plumas manufacturaban esas seriales que entretenían las tardes de mi abuela, esas historias con las que solía darme de oídos donde mi tía Laura, mi tía Olga, mi tía Gaby o en las casas de mis numerosas primas, cuando iba a visitarlas (nuestra familia era bíblica, miraflorina, muy unida), Sospechaba que los radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre, un caballero de pelos plateados al que alguna vez, de paso por Lima, había visto cruzar los pasillos de Radio Panamericana solícitamente escoltado por los dueños y ante la mirada reverencial de todo el mundo. Había oído hablar tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio —para los que representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas— que Javier y yo, mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aireacondicionadas de la ciudadela de Goar Mestre, debían de producir, ocho horas al día, en silentes máquinas de escribir, ese torrente de adulterios, suicidios, pasiones, encuentros, herencias, devociones, casualidades y crímenes que, desde la isla antillana, se esparcía por América Latina, para, cristalizado en las voces de los Lucianos Pandos y las Josefinas Sánchez, ilusionar las tardes de las abuelas, las tías, las primas y los jubilados de cada país.
Genaro-hijo compraba (o, más bien, la CMQ vendía) los radioteatros al peso y por telegrama. Me lo había contado él mismo, una tarde, después de pasmarse cuando le pregunté si él, sus hermanos o su padre daban el visto bueno a los libretos antes de propalarse. "¿Tú serías capaz de leer setenta kilos de papel?", me repuso, mirándome con esa condescendencia benigna que le merecía la condición de intelectual que me había conferido desde que vio un cuento mío en el Dominical de "El Comercio": "Calcula cuánto tomaría. ¿Un mes, dos? ¿Quién puede dedicar un par de meses a
leerse
un radioteatro? Lo dejamos a la suerte y hasta ahora, felizmente, el Señor de los Milagros nos protege". En los mejores casos, a través de agencias de publicidad, o de colegas y amigos, Genaro-hijo averiguaba cuántos países y con qué resultados de sintonía habían comprado el radioteatro que le ofrecían; en los peores, decidía por los títulos o, simplemente, a cara o sello. Los radioteatros se vendían al peso porque era una fórmula menos tramposa que la del número de páginas o de palabras, en el sentido de que era la única posible de verificar. "Claro, decía Javier, si no hay tiempo para leerlas, menos todavía para contar todas esas palabras." Lo excitaba la idea de una novela de sesenta y ocho kilos y treinta gramos, cuyo precio, como el de las vacas, la mantequilla y los huevos, determinaba una balanza.
Pero este sistema creaba problemas a los Genaros. Los textos venían plagados de cubanismos, que, minutos antes de cada emisión, el propio Luciano y la propia Josefina y sus colegas traducían al peruano como podían (siempre mal). De otro lado, a veces, en el trayecto de La Habana a Lima, en las panzas de los barcos o de los aviones, o en las aduanas, las resmas mecanografiadas sufrían deterioros y se perdían capítulos enteros, la humedad los volvía ilegibles, se traspapelaban, los devoraban los ratones del almacén de Radio Central. Como esto se advertía sólo a última hora, cuando Genaro-papá repartía los libretos, surgían situaciones angustiosas. Se resolvían saltándose el capítulo perdido y echándose el alma a la espalda, o, en casos graves, enfermando por un día a Luciano Pando o a Josefina Sánchez, de modo que en las veinticuatro horas siguientes se pudieran parchar, resucitar, eliminar sin excesivos traumas, los gramos o kilos desaparecidos. Como, además, los precios de la CMQ eran altos, resultó natural que Genaro-hijo se sintiera feliz cuando descubrió la existencia y las dotes prodigiosas de Pedro Camacho.
Recuerdo muy bien el día que me habló del fenómeno radiofónico porque ese mismo día, a la hora de almuerzo, vi a la tía Julia por primera vez. Era hermana de la mujer de mi tío Lucho y había llegado la noche anterior de Bolivia. Recién divorciada, venía a descansar y a recuperarse de su fracaso matrimonial. "En realidad, a buscarse otro marido", había dictaminado, en una reunión de familia, la más lenguaraz de mis parientes, la tía Hortensia. Yo almorzaba todos los jueves donde el tío Lucho y la tía Olga y ese mediodía encontré a la familia todavía en pijama, cortando la mala noche con choritos picantes y cerveza fría. Se habían quedado hasta el amanecer, chismeando con la recién llegada, y despachado entre los tres una botella de whisky. Les dolía la cabeza, mi tío Lucho se quejaba de que su oficina andaría patas arriba, mi tía Olga decía que era una vergüenza trasnochar fuera de sábados, y la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta. No le incomodó que yo la viera en esa facha en la que nadie la hubiera tomado por una reina de belleza.