La tiranía de la comunicación (11 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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Pero todas las cualidades del Patriot podríamos decir que se compadecen mal con su forma, tipo arte povera, más high-tech y descarnada que ninguna otra, hasta el punto que podría pensarse que se trata de un objeto aún sin terminar, en fase de experimentación. O a una estética «sin diseño» a lo soviético, como ciertos ingenios espaciales de la base de Baikonur. En este sentido, el Patriot se vincula a la familia de las «formas crudas» (al contrario de las «formas cocidas»), de las que forman parte, de una forma difusa, los aparcamientos subterráneos con pilares bastos del encofrado, los intercambiadores de los suburbios, los buggies de bricolaje, la panoplia Max-mad... Es decir, el universo de formas en las que la modernidad se conjuga con la penuria, la violencia con la desnudez, y donde lo esencial es existir, sobrevivir...

Tres objetos clave - la máscara antigás, el bombardero Stealth, el Patriot - que tienen a la supervivencia como el lazo que les une. La supervivencia del ingenio en sí mismo (Stealth) o, en el caso de los otros dos, la de los que se sirven de ellos. Como si, en este siglo que termina, sobrevivir fuera ya el objetivo razonable. Como si simplemente el hecho de vivir se hubiera convertido en un lujo.

¿Traducen estos tres objetos (que permanecen aún sin duda en el ánimo de los ciudadanos) una visión demasiado pesimista del mundo? Se podría aventurar que sí. Porque los tres pertenecen, por otra parte, a un universo herido e inédito; un mundo en el que los dispositivos de visualización y de interacción multisensorial se desarrollan y nos obligan a mirar hacia nuestro entorno con nuevos ojos. Gracias al progreso de la imaginería digital, los «ambientes virtuales» pueden ser creados ya. Las imágenes de síntesis orientan al Patriot o a los Stealth, pero también a las bombas guiadas mediante láser que la televisión mostró con profusión durante la guerra del Golfo para acreditar la idea (que finalmente se demostró que era falsa) del «ataque quirúrgico» de castigos dado de forma muy exacta a objetivos exactos.

Las máquinas cerebralizadas y dotadas ya de visión - gracias a la inclusión de circuitos integrados - se multiplican. Su proliferación plantea nuevos problemas a las personas, como el de la percepción de lo real, y les conmociona en muchos sentidos. Las propias fronteras de lo real son traspasadas hasta límites que producen una especie de vértigo a la razón. Sumergiéndonos - por la visión y por las sensaciones - en un medio virtual creado gracias a imágenes de síntesis, las nuevas técnicas modifican nuestra percepción del mundo y hacen tambalearse nuestras referencias más sólidas.

¿El propio nombre «Patriot», es fruto del azar? ¿No se trata de decirnos que, en medio de tantas transformaciones, conviene engancharse a un valor seguro: el patriotismo?

Esta puede ser la gran mutación actual que debe poner en guardia a los ciudadanos, porque ante tantos desórdenes la razón vacila y algunos sienten la tentación de agarrarse a ideas vacías, incluso al pensamiento mágico.

¿Es casual que en nuestra época, con todo su gran tecnologismo, florezcan por todas partes los horóscopos y los juegos de azar, y que tengan tanto éxito la astrología y las quiromancias? Ante el avance insólito del progreso científico el ciudadano, perplejo, se ve tentado por el pensamiento regresivo. La vuelta a los «valores» seguros y arcaicos: patriotismo (y sus excesos, el nacionalismo, el chovinismo), fundamentalismo religioso, fanatismo neoliberal...

La guerra del Golfo hizo estallar también pasiones exasperadas que daban prueba de la profundidad de un moderno desamparo, más grave que nunca. Porque el ciudadano ha perdido en poco tiempo el sentido mismo de su dimensión cultural.

La cultura aparecía como una especie de hojaldre compuesto de cuatro capas superpuestas: cultura «cultivada», cultura «etnológica», cultura científica y cultura de masas.

La cultura «cultivada» es la que se ha designado tradicionalmente y por definición como «la cultura», es decir, la suma de los conocimientos históricos en materia de artes desde Grecia y Roma hasta nuestros días, clasificados por edades, por escuelas y por autores. Esta cultura ya no la posee nadie o casi nadie.

La cultura «etnológica», folclórica o popular es todo el saber acumulado en el transcurso de la historia por la tradición, desde las vidas de los santos, a las fiestas populares, la vida campesina, las recetas caseras, el arte de sanar con las plantas, los oficios artesanales, etc.. Esta cultura, pletórica en épocas pasadas y durante milenios en el mundo rural, ya no la poseemos una vez convertidos en urbanitas.

La cultura científica es la que domina nuestro tiempo, la que organiza nuestra época, la que determina los cambios fundamentales que vivimos y de la que, sin embargo, lo ignoramos casi todo. ¿Quién sabe por qué se forma una imagen en su televisor? ¿Por qué se enciende una lámpara eléctrica? ¿Por qué se eleva un ascensor? ¿Cómo funciona un motor de automóvil? ¿Qué es un retrovirus? Misterios...

De los cuatro componentes de la cultura, tres escapan a la gran mayoría de los ciudadanos que, paradójicamente, nunca han estado oficialmente tan bien «cultivados», puesto que, por término medio, han pasado más años que sus padres y todos sus antepasados en las escuelas, los institutos y las universidades.

¿Qué cultura domina? La cultura de masas, que desprecia ampliamente a éstas, que no enseña nada, y que, por definición, es efímera, está destinada a desaparecer en el olvido...

Y en el corazón de la cultura de masas: la cultura de la televisión. Espacio nodal en el que se forma el imaginario de nuestro tiempo. Tal es el (triste) panorama cultural, en el momento en que vivimos una gran mutación.

En vísperas del desencadenamiento de las hostilidades en el Golfo, a comienzos de 1991, numerosos telespectadores pensaban que las cadenas de televisión repetirían los despliegues de Pekín, de Berlín y de Rumania (sin sus errores). Que mostrarían el drama, la violencia y los sufrimientos de esta guerra. Los equipos habían tenido tiempo de prepararse, de organizar todos los montajes técnicos para que en la fecha anunciada, los telespectadores pudieran seguir la guerra en directo... Flotaba en el aire una especie de promesa de imágenes fuertes, susceptibles de satisfacer tanto la necrofilia de la televisión como el voyeurismo del público. Periodistas y telespectadores habían olvidado simplemente un detalle: desde el inicio de los años ochenta ninguna potencia occidental implicada en un conflicto ha permitido a la prensa, y aún menos a la televisión, ver la guerra de cerca.

Ni el Reino Unido cuando la reconquista de las Malvinas en 1982, ni Estados Unidos cuando la ocupación de Granada en 1983, ni Francia en el Chad en 1988, ni Estados Unidos durante la invasión de Panamá en 1989, dejaron a los periodistas seguir los acontecimientos. Ninguna imagen se vio de todas estas guerras, o en todo caso algunas tomas bajo el control de los ejércitos. La lección de Vietnam ha sido asimilada por los estados mayores. Nada de permitir que las imágenes-shock de los sufrimientos humanos de la guerra vayan a erosionar la moral de la retaguardia y dar una impresión detestable del ejército en campaña.

Todo esto era sabido, y funcionaba hasta el momento como un sobreentendido. Los estados mayores se contentaban - como en Granada o en Panamá - con prohibir la presencia de la prensa en el perímetro de las acciones para protegerles mejor «del riesgo de los combates» (lo que no impidió a los marines estadounidenses matar al periodista español Juantxu Rodríguez, fotógrafo de El País, durante la invasión de Panamá, porque se interesaba por los detalles desde demasiado cerca) (29).

En el conflicto del Golfo esas prácticas de censura se convirtieron en reglas explícitas. Por ejemplo, el ejército francés, recurriendo a una ordenanza de 1944, prohibió ya oficialmente a los periodistas permanecer «en contacto con el fuego». Los directores de informativos de las cadenas de televisión francesas (públicas y privadas) aceptaron que las imágenes del frente fueran filmadas por operadores de la Escuela de cine y prensa de los ejércitos (ECPA) y supervisadas antes de su difusión por el SIRPA, que dirigía entonces el general Germanos.

Los periodistas norteamericanos, sometidos a normas impuestas por el Pentágono, casi tan severas como las francesas, denunciaron a su gobierno y declararon: «Estas restricciones equivalen a una política de censura por primera vez en la historia de la guerra moderna» (30).

De hecho, no era la primera vez que se ponía en práctica este tipo de normas, pero era efectivamente la primera en que eran admitidas públicamente por parte del Pentágono.

De esta forma, las cadenas que habían situado a decenas de periodistas en la región (cada una de las cuatro redes estadounidenses, ABC, CBS, NBC y CNN, habían enviado más de un centenar, con un gasto de 5 millones de dólares por semana...) se quedaron sin imágenes del frente. La guerra del Golfo permaneció como invisible, y los telespectadores, habituados a una frenética cobertura de los acontecimientos del Este, manifestaron una gran decepción. Después de los dos primeros días de información «en continuo», las cadenas constataron que no tenían gran cosa que ofrecer en directo y que el exceso de llamadas telefónicas a corresponsales sin información, que confesaban tener que ver la CNN para saber lo que estaba ocurriendo, había acabado por cansar a los telespectadores y contribuido a degradar aún más en el ánimo de los ciudadanos la imagen del periodista.

El modelo CNN, que tanto fascina a ciertos profesionales de la televisión, apareció como una superchería. Encontrarse sobre el terreno, lastrado con decenas de kilos de material electrónico, inmovilizado con frecuencia en un estudio o en una habitación de hotel, impedía al periodista moverse a la búsqueda de informaciones, y le reducía, en el mejor de los casos, al papel de simple testigo. Éste constató entonces, y los telespectadores con él, lo que Fabricio (el personaje de La cartuja de Parma de Stendhal) en Waterloo: estar allí no bastaba para saber.

El reportero de la CNN John Holliman (que formaba equipo con los dos mejores periodistas de la cadena, Bernie Shaw y el famoso Peter Arnett) se haría célebre por ser el primero en anunciar, la noche del 17 de enero de 1981, el comienzo de los bombardeos sobre Bagdad. Lo hizo por teléfono y mirando desde la ventana de su habitación de hotel, sin conocer con precisión quién bombardeaba, con qué medios, sobre qué objetivos y cuál era la naturaleza de la respuesta iraquí. En resumen: ninguna información, salvo la que cualquier habitante de Bagdad hubiera podido dar igualmente cogiendo el teléfono...

La batalla Norte-Sur en la información

¿Cómo se refleja el desequilibrio entre el Norte y el Sur en el actual contexto internacional de los medios de comunicación?

Se trata de un problema que estuvo presente en el centro de los debates intelectuales de comienzos de los años setenta. Fue la gran batalla que ensayistas como Armand Matterlart, Herbert Schiller y muchos otros desarrollamos en torno al proyecto del Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación, el NOMIC. La cuestión se debatía oficialmente en el seno de la UNESCO donde el premio Nobel de la Paz Sean McBride elaboró un célebre informe que sigue conservando bastante vigencia, y en el que demostraba que el desequilibrio en materia de información en favor del Norte era de tal magnitud, que amenazaba la singularidad y la diversidad de las culturas, en particular las del Sur.

En cualquier caso, nos parecía importante plantear la cuestión de la propiedad de los medios para saber de dónde venían los mensajes, quién los elaboraba, qué sentido y qué consecuencias podía entrañar la recepción de éstos en los espíritus y en las mentes de aquellos que los recibían. Nos preocupaba el problema de la manipulación de las personas del Sur por parte de los medios de comunicación del Norte.

La batalla se perdió. La UNESCO abandonó este debate y dio por buena la idea de que los flujos transfronterizos de información eran una necesidad que venía impuesta por el mercado internacional y por la propia realidad mundial. En definitiva, se admitió que podía aceptarse una especie de «darwinismo» en el campo de la comunicación. Vencían aquellos que habían logrado constituir grupos emisores dominantes: ellos habían conquistado el derecho a emitir y, por tanto, había que aceptar esa realidad como ley de vida. El NOMIC desapareció de las reflexiones, y nadie volvió a hablar durante la década de los ochenta del problema del desequilibrio Norte-Sur.

¿Existe un neoimperialismo cultural norteamericano ?

La cuestión volvió a la actualidad a comienzos de los noventa con motivo de las discusiones del GATT (transformada más adelante en Organización Mundial del Comercio). La posición de los europeos frente al dominio de Estados Unidos se aproximó bastante a la de los países del Sur. De forma inesperada, pudo verse a ministros conservadores, como el de Cultura de Francia en la época, hablando de «imperialismo cultural norteamericano», como lo hubiera hecho veinte años antes un militante de extrema izquierda. En definitiva, se recordaba de pronto que ese imperialismo podía constatarse realmente.

Algunas cifras reflejaban claramente ese dominio. Ya en 1980 observábamos, por ejemplo, que cuatro de cada cinco mensajes emitidos en el mundo provenían de Estados Unidos. En 1990 la situación era similar, especialmente en cuanto a los programas audiovisuales - emisiones de televisión, películas proyectadas en salas o vídeos a la venta en las tiendas - que provenían fundamentalmente de EE UU.

Otra dimensión de la dominación está constituida por su proximidad a los intereses de los poderosos. Cuando, por ejemplo, algún acontecimiento tiene que ver con un centro productor de imágenes, en este caso Estados Unidos, la información adquiere importancia de forma automática. Podemos recordar un artículo de la prensa francesa en el que un periodista comentaba: «Nosotros, siempre que ocurre algo en el mundo conectamos inmediatamente con la CNN, que es el "padrenuestro" actual. Qué es lo que podemos observar en este momento en Haití», decía el periodista con mucha ironía, «la CNN se refiere permanentemente a Haití, donde hay seis fragatas norteamericanas vigilando. De vez en cuando citan a la canadiense, pero nosotros, los franceses, también tenemos un barco en la zona y jamás nos citan.»

Con esto se quería señalar que, cuando la CNN habla de algo que ocurre en el mundo, lo hace desde el punto de vista de los intereses norteamericanos. Se trata de una cuestión muy importante a la hora de analizar la información que circula en el mundo: en la medida en que los productores de las imágenes son fundamentalmente anglosajones, a la hora de dar importancia a una información, se parte del principio de observar previamente si los intereses occidentales se encuentran o no amenazados.

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