La tiranía de la comunicación (2 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Este «chantaje por la emoción» se ha unido a la otra idea extendida por la información televisada: basta ver para comprender. Y todo esto ha venido a acreditar la idea de que la información, no importa de qué información se trate (la situación en el Oriente Próximo, la crisis del sureste asiático, los problemas financieros y monetarios ligados a la introducción del euro, conmociones sociales, informes ecológicos, etc.), siempre es simplificable, reductible, convertible en espectáculo de masas, divisible en un cierto número de segmentos-emociones. Sobre la base de la idea, muy de moda, de que existiría una «inteligencia emocional», esta concepción de la información rechaza cada vez más el análisis (factor de aburrimiento) y favorece la producción de sensaciones.

Todo esto convergió y tomó forma de repente a escala planetaria en el asunto Diana. En aquel momento se perdieron todas las referencias, se transgredieron todas las fronteras, todas las secciones y estilos periodísticos se pusieron patas arriba. Diana se convertía en un «fenómeno mediático total»; un acontecimiento a la vez político, diplomático, sociológico, cultural, humano... que afectaba a todas las capas sociales en todos los países del mundo. Esto es lo radicalmente nuevo. Y cada medio (escrito, hablado o televisado) a partir de su propia posición, se sintió en la obligación de tratar este asunto en beneficio de su público.

La consecuencia principal de este mimetismo mediático y de este tratamiento mediante la hiper-emoción es que (sin que incurramos en una paranoia primaria), todo está preparado para la aparición de un «mesías mediático». Como vino a anunciar indiscutiblemente el asunto Diana. El dispositivo está listo, no solamente desde el punto de vista tecnológico, sino sobre todo psicológico. Los periodistas, los media (y, en cierta medida, los ciudadanos) se encuentran a la espera de una personalidad portadora de un discurso de alcance planetario, basado en la emoción y la compasión. Una mezcla de Diana y de la Madre Teresa, de Juan Pablo II y Gandhi, de Clinton y Ronaldo, que hablaría del sufrimiento de los excluidos (4.000 millones de personas) tal como Paulo Coelho de la ascesis del espíritu. Alguien que transformaría la política en tele-evangelismo, que soñaría con cambiar el mundo sin pasar jamás a actuar en esa dirección, que plantearía la apuesta angélica de una evolución sin revolución.

Por otra parte, la prensa escrita está en crisis. En España, en Francia y en otros países está experimentando un considerable descenso de difusión y una grave pérdida de identidad. ¿Por qué razones y cómo se ha llegado a esta situación? Independientemente de la influencia, real, del contexto económico y de la recesión, las causas profundas de esta crisis hay que buscarlas en la mutación que han experimentado en los últimos años algunos conceptos básicos del periodismo.

En primer lugar, la misma idea de la información. Hasta hace poco informar era, de alguna manera, proporcionar no sólo la descripción precisa - y verificada - de un hecho, un acontecimiento, sino también aportar un conjunto de parámetros contextuales que permitieran al lector comprender su significado profundo. Era responder a cuestiones básicas: ¿quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias?

Todo esto ha cambiado completamente bajo la influencia de la televisión, que hoy ocupa en la jerarquía de los medios de comunicación un lugar dominante y está expandiendo su modelo. El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es ahora «enseñar la historia sobre la marcha» o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias y supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.

Llevado este planteamiento hasta sus últimas consecuencias, en este cara a cara telespectador-historia sobra hasta el propio periodista. El objetivo prioritario para el telespectador es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, se ha logrado plenamente el deseo.

Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe tener forzosamente una parte visible, mostrable, televisable. Esta es la causa de que asistamos a una, cada vez más frecuente, emblematización reductora de acontecimientos complejos. Por ejemplo, todo el entramado de los acuerdos Israel-OLP se reduce al apretón de manos entre Rabin y Arafat...

Por otra parte, una concepción como ésta de la información conduce a una penosa fascinación por las imágenes «tomadas en directo», de acontecimientos reales, incluso aunque se trate de hechos violentos y sangrientos.

Hay otro concepto que también ha cambiado: el de la actualidad ¿Qué es hoy la actualidad? ¿Qué acontecimientos hay que destacar en el maremágnum de hechos que ocurren en todo el mundo? ¿En función de qué criterios hay que hacer la elección?. También aquí es determinante la influencia de la televisión, puesto que es ella, con el impacto de sus imágenes, la que impone la elección y obliga nolens volens a la prensa a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes. Poco a poco se va extendiendo la idea de que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza de imágenes. O, por decirlo de otra forma, que un acontecimiento que se puede enseñar (si es posible, en directo, y en tiempo real) es más fuerte, más interesante, más importante, que el que permanece invisible y cuya importancia por tanto es abstracta. En el nuevo orden de los media las palabras, o los textos, no valen lo que las imágenes.

También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los media es ahora la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo pueden ofrecer la televisión y la radio. Esto hace envejecer a la prensa diaria, forzosamente retrasada respecto a los acontecimientos y demasiado cerca, a la vez, de los hechos para poder sacar, con suficiente distancia, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse. La prensa escrita acepta la imposición de tener que dirigirse no a ciudadanos sino a telespectadores.

Todavía hay un cuarto concepto más que se ha modificado: el de la veracidad de la información. Hoy un hecho es verdadero no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en las fuentes, sino simplemente porque otros medios repiten las mismas afirmaciones y las «confirman»... Si la televisión (a partir de una noticia o una imagen de agencia) emite una información y si la prensa escrita y la radio la retoman, ya se ha dado lo suficiente para acreditarla como verdadera. De esta forma, como podemos recordar, se construyeron las mentiras de las «fosas de Timisoara», y todas las de la guerra del Golfo. Los media no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso.

En este embrollo mediático, nada más vano que intentar analizar a la prensa escrita aislada de los restantes medios de comunicación. Los media (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se contestan y se mezclan, hasta el punto de no constituir más que un único sistema de información, en cuyo seno es cada vez más arduo distinguir las especificaciones de tal o cual medio tomados por separado.

En fin, información y comunicación tienden a confundirse. Los periodistas siguen creyendo que son los únicos que producen información, cuando toda la sociedad se ha puesto frenéticamente a hacer lo mismo. Prácticamente no existe institución (administrativa, militar, económica, cultural, social, etc.), que no se haya dotado de un servicio de comunicación que emite - sobre ella misma y sus actividades - un discurso pletórico y elogioso. A este respecto, en las democracias catódicas, todo el sistema social se ha vuelto astuto e inteligente, capaz de manipular sabiamente los medios y de resistirse a su curiosidad.

A todas estas transformaciones hay que añadir un malentendido fundamental... Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Error mayúsculo. Por tres razones: la primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación; y finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización cívica. Informarse cuesta y es a ese precio al que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática.

Numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan adoptando, a pesar de todo, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, las características propias del medio audiovisual: la maqueta de la primera página concebida como una pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad otorgada al sensacionalismo, la práctica sistemática del olvido, de la amnesia, en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad, etc. Compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de las ideas. Fascinados por la forma olvidan el fondo. Han simplificado su discurso en el momento en que el mundo, convulsionado por el final de la guerra fría, se ha vuelto considerablemente más complejo.

Un desfase tal entre este simplismo de la prensa y la nueva complicación de los nuevos escenarios de la política internacional desconcierta a muchos ciudadanos, que no encuentran en las páginas de su publicación un análisis diferente, más amplio, más exigente, que el que les propone el telediario. Esta simplificación resulta tanto más paradójica cuando el nivel educativo continúa elevándose y aumenta el número de estudiantes superiores. Al aceptar no ser más que un eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos mueren, pierden su propia especificidad y como consecuencia sus lectores.

Informarse sigue siendo una actividad productiva, imposible de realizar sin esfuerzo y que exige una verdadera movilización intelectual... Una actividad tan noble en democracia como para que el ciudadano decida dedicarle una parte de su tiempo y su atención. Así lo entendemos en Le Monde diplomatique. Si nuestros textos son, en general, más largos que los de otros periódicos y revistas es porque resulta indispensable mencionar los puntos fundamentales de un problema, sus antecedentes históricos, su trama social y cultural y su importancia económica, para poder apreciar mejor toda su complejidad.

Cada vez son más los lectores que se interesan por esa concepción exigente de la información y que son sensibles a una manera sobria, austera y rigurosa de observar el mundo. Las notas a pie de página, que enriquecen los artículos y les permiten eventualmente completar y prolongar la lectura, no les perturban en absoluto. Al contrario, muchos ven en esto un rasgo de honestidad intelectual y un medio para enriquecer su documentación sobre los temas.

De esta forma puede construirse una reflexión exigente sobre este mundo en mutación, donde las referencias sobre el presente se difuminan al tiempo que se oscurecen las perspectivas del futuro. Un mundo más difícil de comprender que exige del periodista humildad, duda metódica y trabajo. Y que pide al lector, como es lógico, más esfuerzo, más atención.

A este precio, y únicamente a este precio, la prensa escrita podrá abandonar las zonas confortables del simplismo dominante y salir al encuentro de todos los lectores que desean entender para poder actuar mejor como ciudadanos en nuestras democracias aletargadas.

«Serán necesarios largos años», escribe Václav Havel, «antes de que los valores que se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se impongan y se lleven por delante al cinismo político; pero, al final, siempre acaban venciendo.» Esta debe ser también la paciente apuesta del verdadero periodismo.

Prensa, poderes y democracia

La relación entre la prensa y el poder es objeto de debate desde hace un siglo, pero sin duda cobra hoy una nueva dimensión. Para abordar el problema hay que empezar por plantear la cuestión del funcionamiento de los media y, más concretamente, de la información.

Ya no se pueden separar los diferentes medios, prensa escrita, radio y televisión, como se hacía tradicionalmente en las escuelas de periodismo o en los departamentos de ciencias de la información o de la comunicación. Cada vez más, los media se encuentran entrelazados unos con otros. Funcionan en bucles de forma que se repiten y se imitan entre ellos, lo que hace que carezca de sentido separarlos y querer estudiar uno solo en relación con los otros.

Por lo que respecta al poder, él mismo atraviesa una crisis, en el sentido más amplio del término. Constituye, incluso, una de las características de este fin de siglo. Hay crisis y, finalmente, disolución o incluso dispersión del poder, lo que hace que difícilmente podamos determinar dónde se encuentra realmente.

Se ha repetido mucho, y durante mucho tiempo, que la prensa - o la información en un sentido más amplio - era el cuarto poder. Se decía esto para oponerla a los tres poderes tradicionales definidos por Montesquieu, y se precisaba: la prensa es el poder que tiene como misión cívica juzgar y calibrar el funcionamiento de los otros tres.

Pero la prensa, los media, la información ¿constituyen todavía el cuarto poder? En la práctica se da, cada vez más, una especie de confusión entre los media dominantes y el poder (en todo caso el poder político) y esto hace que no cumplan la función de «cuarto poder».

Por otra parte, cabría preguntarse cuáles son realmente los tres poderes. Ya se aprecia que no son precisamente los de la clasificación tradicional: legislativo, ejecutivo, judicial. El primero de todos los poderes es el poder económico. Y el segundo ciertamente es el poder mediático. De forma que el poder político queda relegado a una tercera posición.

Si se quisiera clasificar los poderes, como se hacía en los años veinte y treinta, se vería que los media han ascendido, han ganado posiciones y que hoy se sitúan, como instrumento de influencia (que puede hacer que las cosas cambien) por encima de un buen número de poderes formales.

BOOK: La tiranía de la comunicación
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Southern Storm by Trudeau, Noah Andre
I Kill the Mockingbird by Paul Acampora
The Road to Freedom by Arthur C. Brooks
Morning Glory by Carolyn Brown
Out of the Past by J. R. Roberts
The Green Book by Jill Paton Walsh
Merry Christmas, Ollie! by Olivier Dunrea
Double Coverage by Mercy Celeste
Fiends SSC by Richard Laymon