La tumba de Huma (24 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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—Es un dragón —informó jadeante.

2

El dragón blanco.

¡Capturados!

El nombre del dragón era Sleet. Era un ejemplar hembra blanco de una especie más pequeña que el resto de las que habitaban Krynn. Nacidos y crecidos en las regiones árticas, los dragones blancos eran capaces de soportar un frío extremo, por lo que controlaban las regiones heladas del sur del continente de Ansalon.

Debido a su menor tamaño, pertenecían a la raza de vuelo más veloz. Los Señores de los Dragones los utilizaban a menudo para las misiones de espionaje. Por esa razón Sleet había estado ausente de su cubil del Muro de Hielo cuando los compañeros habían entrado en él para buscar el Orbe. La Reina de la Oscuridad había recibido noticias de que Silvanesti había sido invadido por un grupo de aventureros. Éstos habían conseguido —no se sabía cómo vencer a Cyan Bloodbane y, según los informes, se hallaban en posesión del Orbe de los Dragones.

La Reina de la Oscuridad pensó que el grupo tal vez pudiera estar atravesando las praderas de Arena, por el camino de los Reyes, que era la ruta más directa por tierra hacia Sancrist, donde le habían informado que los Caballeros de Solamnia intentaban reagruparse. Así pues, ordenó a Sleet y a su escuadrilla de dragones blancos que volaran hacia el norte, hacia las praderas de Arena, que ahora estaban cubiertas de una pesada y espesa capa de nieve, para recuperar el Orbe.

Al ver la nieve relucir debajo suyo, Sleet dudó que los humanos fueran tan temerarios como para intentar cruzar aquellas devastadas tierras. Pero cumplía órdenes y se atuvo a ellas. Sleet exploró cada pulgada de terreno, desde los límites de Silvanesti en el este hasta las montañas Kharolis en el oeste. Algunos de sus dragones volaron incluso en dirección norte, hasta la Nueva Costa, que estaba controlada por los dragones azules.

Sus enviados se reunieron para informar que no habían visto huellas de ningún ser viviente en las praderas, y entonces Sleet recibió un mensaje notificándole que, mientras ella se hallaba explorando esa zona, había habido problemas en el Muro de Hielo.

Sleet regresó furiosa, pero llegó demasiado tarde. Feal-thas estaba muerto, y el Orbe había desaparecido. No obstante, sus aliados, los Thanoi u hombres-morsa, fueron capaces de describirle al grupo que había cometido tamaña atrocidad. Incluso pudieron indicarle la dirección que había tomado su barco, a pesar de que desde el Muro de Hielo sólo se podía navegar en una dirección, rumbo al norte.

Sleet informó de la pérdida del Orbe a la Reina de la Oscuridad, quien se sintió sumamente enojada y asustada. ¡Ahora los Orbes desaparecidos ya eran dos! A pesar de saber que su poder maligno era el más fuerte de todo Krynn, la Reina Oscura sabía también con enojosa seguridad que las fuerzas del bien aún rondaban aquellas tierras, y quepodía haber alguien lo suficientemente sabio y poderoso para descubrir el secreto de la mágica esfera.

Por tanto a Sleet se le ordenó encontrar el Orbe para llevarlo, no al Muro de Hielo, sino a la propia reina. El dragón no debía, bajo ninguna circunstancia, perderlo o dejar que se perdiera. Los Orbes eran inteligentes y estaban imbuidos de un fuerte sentido de supervivencia. Por eso llevaban tanto tiempo con vida, cuando hasta aquellos que los habían creado estaban ya muertos.

Sleet sobrevoló velozmente el mar de Sirrion y sus poderosas alas blancas no tardaron en acercarla al barco. No obstante, a Sleet se le presentaba ahora un interesante problema intelectual que no estaba preparada para afrontar.

Los dragones blancos eran los menos inteligentes de todas las razas de dragones, lo cual tal vez se debía a la pureza.. de raza necesaria para engendrar un reptil que pudiera tolerar climas tan fríos. Sleet nunca había necesitado pensar por sí misma. Feal-thas siempre le decía lo que tenía que hacer. Por tanto, mientras volaba en círculos sobre el barco, Sleet se sintió bastante confusa ante el problema que se le planteaba: ¿Cómo podría conseguir el Orbe?

Al principio planeó congelar el barco con su gélido aliento. Luego comprendió que así sólo conseguiría encerrar el Orbe en un helado bloque de madera, dificultando enormemente su rescate. Además, había muchas probabilidades de que el barco se hundiera antes de que ella pudiera destruirlo y si realmente se las arreglaba para destrozarlo, era posible que el Orbe se hundiera con la nave. El barco era demasiado pesado para poder alzarlo con sus garras y volar a tierra firme. Sleet continuaba describiendo círculos sobre el barco, reflexionando, mientras contemplaba a los desgraciados humanos corriendo arriba y abajo como ratones asustados por la cubierta.

El dragón hembra consideró la posibilidad de enviar otro mensaje telepático a su reina, pidiéndole ayuda. Pero Sleet desechó la idea de recordarle tanto su existencia como su ignorancia. El dragón siguió al barco todo el día, revoloteando sobre él, cavilando. Dejándose mecer cómodamente por los vientos marinos, permitió que el temor que inspiraba a los humanos llevara a éstos a un estado de verdadero terror. De pronto, justo cuando se ponía el sol, Sleet tuvo una idea. Sin pararse a pensar, decidió ponerla en práctica inmediatamente.

Cuando Tas informó que el velero estaba siendo seguido por un dragón blanco, cundió el pánico entre la tripulación. Todos se armaron con sables y se dispusieron a luchar contra la bestia, a pesar de saber perfectamente cómo podía acabar un combate semejante. Gilthanas y Laurana, ambos habilidosos arqueros, colocaron flechas en los arcos. Sturm y Derek prepararon sus espadas y escudos. Tasslehoff agarró su vara jupak. Flint intentó levantarse de la cama, pero no consiguió ni sostenerse en pie. Elistan conservó la calma y comenzó a rezar a Paladine.

—Tengo más fe en mi espada que la que ese anciano tiene en su dios —le dijo Derek a Sturm.

—Los Caballeros de Solamnia siempre han honrado a Paladine —respondió Sturm en tono de reproche.

—Yo lo respeto... respeto su recuerdo—dijo Derek pero encuentro perturbadora toda esta palabrería sobre el «regreso» de Paladine, Brightblade. Y lo mismo opinará el Consejo cuando lo sepa. Cuando se debata la cuestión de tu investidura harías bien en reconsiderar el tema.

Sturm se mordió el labio, tragándose su enojada réplica igual que si se estuviera tomando una medicina amarga.

Pasaron largos minutos. Todos los ojos estaban posados sobre la criatura de alas blancas que volaba sobre ellos. Pero no podían hacer nada, y esperaron, y esperaron.

Y esperaron. Pero el dragón no atacó.

Este volaba sobre ellos incansablemente, su sombra cruzaba y volvía a cruzar la cubierta con una escalofriante y monótona regularidad. Los marineros, dispuestos a luchar sin hacer preguntas, pronto comenzaron a murmurar entre ellos, ya que la espera resultaba insoportable. Para empeorar las cosas el dragón parecía absorber el viento, pues las velas ondearon y cayeron deshinchadas. El barco perdió su raudo ritmo de avance y comenzó a navegar a trompicones. De pronto un grupo de nubes tormentosas, proveniente del norte, comenzó a avanzar lentamente sobre el agua, proyectando una negra sombra sobre el reluciente mar.

Finalmente Laurana bajó el arco y se frotó la dolorida espalda y los músculos del cuello. Sus ojos estaban acuosos e irritados, deslumbrados de tanto mirar al sol.

—Metedlos en un bote y lanzadlos por la borda —oyó que le sugería un viejo marinero a un compañero en un tono de voz lo suficientemente alto para ser oído—. Seguro que esa inmensa bestia nos dejará marchar. Es a ellos a quien busca, no a nosotros.

«Ni siquiera nos busca a nosotros. Probablemente se trata del Orbe de los Dragones. Por esto no nos ha atacado», pensó Laurana inquieta. Pero no podía decírselo, ni siquiera al capitán. El valioso objeto debía ser mantenido en secreto.

La tarde continuó avanzando, y el dragón siguió volando como una terrible ave marina. El capitán estaba cada vez más irritado. No solamente tenía que enfrentarse a un dragón, sino también a la probabilidad de un motín. Cuando era casi la hora de la cena, ordenó a los compañeros que descendieran a la cubierta inferior.

Tanto Derek como Sturm se negaron pero, cuando parecía que las cosas iban a empeorar, un marinero gritó:

—¡Tierra, tierra a estribor!

—Ergoth del Sur —dijo ceñudo el capitán—. La corriente nos está arrastrando hacia las rocas y si no tenemos algo de viento, no tardaremos en estrellamos.

En ese preciso momento el dragón dejó de volar. Se detuvo durante un instante, y luego ascendió hacia el cielo. Los marineros se alegraron, pensando que se alejaba de allí. Pero Laurana se acordó de Tarsis, y comprendió lo que iba a suceder

—¡Va a descender! —gritó—. ¡Se dispone a atacarnos!

—¡Id abajo! —gritó Sturm y los marineros, tras una dubitativa mirada hacia la fiera, se precipitaron por las escotillas. El capitán se dirigió velozmente hacia el timón.

—Ve abajo —le ordenó al timonel.

—¡No puedes quedarte aquí arriba! —le chilló Sturm corriendo hacia él—. ¡Te matará!

—Nos iremos a pique si no lo hago.

—¡Nos iremos a pique si mueres! —exclamó Sturm.

Lamentando ser agresivo, golpeó al capitán y lo arrastró hasta la cubierta inferior.

Laurana descendió a toda prisa por las escaleras, seguida de Gilthanas. El elfo aguardó hasta que Sturm hubiera bajado al inconsciente capitán y sólo entonces cerró la escotilla.

Un segundo después el dragón lanzó contra el barco una bocanada de aire de tal potencia que casi consigue hundirlo. El velero escoró peligrosamente. Todos perdieron pie, hasta los marineros más experimentados, tropezando los unos con los otros en las atestadas estancias de popa, bajo cubierta. Flint rodó por el suelo, maldiciendo.

—Ha llegado el momento de rezarle a tu dios —le dijo Derek a Elistan.

—Ya lo estoy haciendo —respondió éste mientras ayudaba al enano a levantarse.

Laurana, agarrada a un poste, aguardó temerosa la destellante luz naranja, el fragrante calor, las llamas. En lugar de ello, se propagó un frío cortante que quitaba la respiración y helaba la sangre. La muchacha podía oír cómo las jarcias y los aparejos crujían al quebrarse, y las velas cesaban de batir. Al elevar la mirada, vio filtrarse una blanca escarcha entre las grietas de la cubierta de madera.

—¡Los dragones blancos no lanzan llamas! —exclamó Laurana horrorizada—. ¡Expulsan hielo! ¡Elistan! ¡Tus oraciones han sido escuchadas!

—¡Bah! Es lo mismo que las llamas —dijo el capitán que ya había vuelto en sí, sacudiendo la cabeza y frotándose las mandíbulas —. El hielo va a acabar congelándonos.

—¡Un dragón que expulsa hielo! —exclamó Tas pensativamente—. ¡Ojalá pudiera verlo!

—¿Qué ocurrirá? —preguntó Laurana mientras el barco se enderezaba lentamente, crujiendo y gimiendo.

—No podemos hacer nada —le gritó el capitán—. La jarcia se partirá bajo el peso del hielo, arrastrando las velas con ella. El mástil se romperá como un árbol herido por un rayo. Si no podemos gobernar el barco, la corriente nos estrellará contra las rocas, y ése será nuestro final. ¡Maldición!

—Podríamos intentar disparar contra él cuando vuelva a pasar —dijo Gilthanas.

Sturm sacudió la cabeza, presionando la escotilla.

—Debe haber más de un pie de hielo sobre nosotros —informó el caballero—. Estamos totalmente encerrados aquí dentro.

«Así es como el dragón piensa conseguir el Orbe. Llevará el barco a tierra, nos matará y luego, cuando ya no corra el riesgo de que se hunda en el océano, lo recuperará», pensó Laurana acongojada.

—Otra bocanada más y nos hundiremos hasta el fondo —predijo el capitán. Pero no hubo otra ráfaga como la primera. La siguiente bocanada fue más suave, y todos ellos comprendieron que el dragón estaba utilizando su aliento para acercarlos a la costa.

Era un plan excelente, Sleet podía sentirse orgullosa. Se deslizó tras el barco, dejando que la corriente y la marea lo llevaran hacia la costa, dando un pequeño soplido de vez en cuando. Pero al ver las puntiagudas rocas emergiendo del mar iluminado por las lunas, comprendió el grave error de su plan. De pronto la luz de aquellas desapareció, borrada por las nubes tormentosas, y el dragón no pudo ver nada. Todo era más oscuro que el alma de su reina.

Sleet maldijo las nubes de tormenta, que tanto convenían a los propósitos de los Señores de los Dragones que se hallaban en el norte, pero que tanto la perjudicaban a ella, pues anulaban la luz de las lunas. Oyó los chasquidos y crujidos de la madera astillándose cuando el barco golpeó las rocas. Pudo oír, incluso, los gritos y lamentos de la tripulación... ¡pero no podía ver! Descendió a poca distancia de las aguas, confiando en poder paralizar a aquellas miserables criaturas con hielo hasta la mañana siguiente. Pero entonces escuchó un atemorizante sonido en la oscuridad... el del vibrar de las cuerdas de los arcos.

Una flecha pasó silbando junto a la cabeza. Otra atravesó la frágil membrana de una de sus alas. Chillando de dolor, Sleet alzó el vuelo. ¡Debía haber elfos allí abajo! comprendió furiosa. Las flechas seguían silbando a su alrededor ¡Malditos elfos de visión nocturna! Para ellos debía ser una fabulosa diana, especialmente estando herida de una ala.

Sintiendo flaquear sus fuerzas, el dragón hembra resolvió regresar al Muro de Hielo. Estaba cansada de volar todo el día, y la herida del ala le dolía terriblemente. Debería informar de su nuevo fracaso a la Reina Oscura, aunque, al volver a pensar en ello se dio cuenta de que, después de todo, no era un fracaso. Había evitado que el Orbe llegara a Sancrist, y había destrozado el barco. Además, conocía la situación exacta del Orbe. La reina, con su vasta red de espionaje en Ergoth, podría recuperarlo fácilmente.

Apaciguado, el dragón blanco voló lentamente en dirección al sur. Por la mañana había alcanzado ya su vasto territorio de glaciares y, tras comunicar su informe, que fue bastante bien recibido, Sleet pudo deslizarse en su caverna de hielo y curar la herida de su ala hasta restablecerse.

—¡Se ha ido! —exclamó Gilthanas asombrado.

—Por supuesto —dijo Derek cansinamente mientras ayudaba a recuperar todas las provisiones que podía del barco naufragado—. Su visión no puede compararse a la tuya de elfo. Además, una de tus flechas le ha dado.

—Ha sido un disparo de Laurana, no mío —dijo Gilthanas, sonriéndole a su hermana, quien se encontraba en la orilla con el arco en las manos.

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