La tumba de Huma (47 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La tumba de Huma
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Éste, tras escucharlo y asentir varias veces, se puso en pie para responder. Su discurso fue frío y sereno, en el mismo tono que el de los elfos. No obstante, entre líneas, decía que los caballeros preferían ver a los elfos en los Abismos antes que entregarles el Orbe de los Dragones.

El Orador, comprendiendo perfectamente el condenatorio mensaje que contenían las bellas frases, se alzó para responder. Sólo pronunció una frase, pero al oírla el grupo de testigos se puso inmediatamente en pie.

—Entonces, comandante Gunthar, los elfos declaramos que, a partir de ahora, ¡estamos en guerra!

Tanto los humanos como los elfos se abalanzaron hacia el Orbe de los Dragones, que descansaba sobre la base dorada. El blanquinoso remolino aún fluctuaba en su interior. Gunthar gritó pidiendo orden una y otra vez, golpeando la mesa con la empuñadura de su espada. El Orador pronunció unas secas palabras en elfo, mirando duramente a su hijo, Porthios. Finalmente se restableció el orden.

Pero la atmósfera era tan cortante como el viento que anticipa la tormenta. Se volvieron a cruzar agrias palabras entre Gunthar y el Orador. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte perdió la paciencia e hizo varios comentarios hirientes sobre los elfos porque el elfo noble de los Silvanesti había conseguido irritarlo completamente con sus sarcásticas réplicas. Varios de los caballeros se marcharon, sólo para regresar minutos después armados hasta los dientes. Se situaron junto a Gunthar con las manos sobre sus armas. Los elfos, mandados por Porthios, se pusieron en pie y rodearon a sus propios jefes.

Gnosh, con su informe en la mano, comenzó a comprender que no se le iba a pedir que lo expusiera.

Tasslehoff miraba a su alrededor buscando desesperadamente a Elistan. Esperaba que el clérigo apareciera. Elistan conseguiría serenar a esa gente. O tal vez Laurana. ¿Dónde estaría? Los elfos le habían dicho fríamente que no habían recibido noticias de sus amigos. Ella y su hermano parecían haber desaparecido en la espesura.

«No debería haberles dejado. No debería estar aquí. ¿Por qué me habrá traído ese viejo mago chalado? ¡Yo no sirvo para nada! Fizban tal vez pudiera hacer algo», pensaba el apurado kender.

Tas miró esperanzado al mago, ¡pero Fizban estaba profundamente dormido!

—¡Por favor, despierta! —le rogó Tas, sacudiéndolo ¡Alguien tiene que hacer algo!

En ese momento oyó gritar a Gunthar.

—¡El Orbe de los Dragones no es
vuestro
por derecho! ¡La princesa Laurana y los demás se disponían a traérnoslo a
nosotros
cuando su barco naufragó! Intentasteis mantenerlo en Ergoth del Sur a la fuerza, y vuestra propia hija...

—¡No mencionéis a mi hija! —dijo el Orador con voz profunda—. Yo no tengo ninguna hija.

Algo se rompió en el interior de Tasslehoff. Recordó a Laurana luchando desesperadamente contra el maligno hechicero que vigilaba el Orbe, peleando contra los draconianos, disparando sus flechas contra el dragón blanco, cuidándole tiernamente a él mismo cuando había estado tan cerca de la muerte. Ser negada por su propia gente cuando estaba realizando tal esfuerzo para salvarles, cuando había sacrificado tanto...

—¡Deteneos! —se oyó gritar Tasslehoff—. ¡Deteneos inmediatamente y escuchadme!

Ante su sorpresa vio que todos habían dejado de hablar y ..le miraban.

Ahora que disponía de audiencia, Tas se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué podía decirles a esa gente tan importante. Pero sabía que tenía que decir algo. «Después de todo es culpa mía, puesto que yo les puse en la pista de esos malditos orbes al leerlo en los libros...», pensó. Tragando saliva, bajó del banco y avanzó hacia la Piedra Blanca y hacia los dos grupos hostiles que la circulaban. Por el rabillo del ojo le pareció ver a Fizban sonriendo.

—Yo... yo –el kender titubeó, preguntándose qué podía decir. De pronto le vino una súbita inspiración..

—Solicito el derecho de representar a mi gente

dijo, Tasslehoff con orgullo y tomar mi lugar en el consejo consultivo.

Apartando de un manotazo su coleta de color castaño, el kender se situó justo frente al Orbe. Al alzar la mirada podía ver la Piedra Blanca elevándose sobre éste y sobre él mismo. Tas contempló la piedra, estremecido, y, rápidamente, volvió su mirada hacia Gunthar y hacia el Orador de los Soles.

En ese momento Tasslehoff ,supo lo que debía hacer. Comenzó a temblar de temor. El, Tasslehoff Burrfoot, ¡que nunca en su vida se había asustado de nada! Se había enfrentado a dragones sin siquiera parpadear, pero lo que iba a hacer ahora le aterraba. Tenía las manos como si hubiera estado haciendo bolas de nieve sin los guantes puestos. Su lengua parecía pertenecer a una persona de boca más grande. Pero Tas estaba completamente decidido. Debía hacer que siguieran hablando, debía evitar que adivinaran lo que estaba planeando.

—A los kenders nunca nos habéis tomado muy en serio —comenzó a decir Tas con una voz que sonó demasiado alta y estridente incluso en sus propios oídos y no puedo culparos de ello. Supongo que no tenemos mucho sentido de la responsabilidad y, probablemente, somos demasiado curiosos para que las cosas nos salgan bien, pero yo os pregunto, ¿cómo vais a enteraros de algo si no sois curiosos?

Tas pudo ver que la expresión del Orador era agria y despreciativa, y que hasta el comandante Gunthar aparecía con el ceño fruncido. El kender se acercó un poco más al Orbe de los Dragones.

—Me imagino que causamos un montón de problemas sin pretenderlo, y que de vez en cuando algunos de nosotros “adquirimos” ciertas cosas que no son nuestras. Pero algo que todo kender sabe es...

Tasslehoff echó a correr. Raudo y ligero como un ratón, se deslizó con facilidad entre las manos que intentaban agarrarlo y llegó hasta el Orbe en cuestión de segundos. Los rostros de la gente que estaba a su alrededor se hicieron borrosos, las bocas se abrieron, gritándole y chillándole. Pero era demasiado tarde.

Con un rápido movimiento, Tass lo arrojó contra la gigantesca y reluciente Piedra Blanca. El redondo y reluciente cristal –cuyo interior aún fluctuaba agitado- pendó suspendido del aire durante largos segundos. Tas se preguntó si el mágico objeto tendría el poder de detener su vuelo. Pero tal vez sólo se tratara de una impresión febril en la mente del kender.

El Orbe de los Dragones se estrelló contra la roca y se partió, estallando en miles de centelleantes pedazos. Durante un instante, una bola de humo blanquecino flotó en el aire, como si intentara desesperadamente no desintegrarse. Pero un segundo después la brisa de primavera logró desvanecerla.

Se hizo un terrible e intenso silencio. El kender se quedó en pie, mirando tranquilamente los pedazos del Orbe partido.

—Los kenders sabemos –dijo en una voz muy baja que sonó en el tremendo silencio como una pequeña gota de lluvia—, que deberíamos estar luchando contra los dragones , no los unos contra los otros.

Nadie se movió. Nadie habló. Y de pronto se oyó un golpe. Gnosh se había desmayado.

El silencio se quebró estallando en pedazos, igual que lo había hecho el Orbe de los dragones. El comandante Gunthar y el Orador se abalanzaron sobre Tas. Uno agarró al kender por el hombro izquierdo, el otro por el derecho.

—¿Qué has hecho? –el rostro de Gunthar estaba lívido, sus ojos centelleaban con furia mientras agarraba al kender con manos temblorosas.

—¡Has traído la muerte sobre nosotros! ¡Has destruido nuestra única esperanza! —los dedos del Orador se clavaron en el hombro de Tas como las garras de una ave de presa.

—¡Por tanto él será el primero en morir!

Porthios se alzó sobre el encogido kender, empuñando su reluciente espada. Tas, situado entre el rey elfo y el caballero, tenía la faz pálida, pero su expresión era desafiante. Al planear el crimen ya sabía que su castigo sería la muerte.

«A Tanis le entristecerá lo que he hecho, pero al menos sabrá que he muerto con valentía», pensó apenado.

—Bueno, bueno, bueno... —dijo una voz soñolienta—. ¡Nadie va a morir! Al menos por ahora. ¡Deja de juguetear con esa espada, Porthios! ¡Puedes hacerle daño a alguien!

Tas asomó la cabeza entre un bosque de brazos y relucientes cotas de mallas y vio que Fizban pasaba sobre el cuerpo inerte del gnomo y se dirigía hacia ellos bostezando. Tanto los elfos como los humanos se apartaban a su paso, como si una fuerza invisible los obligara a ello.

Porthios se giró para enfrentarse a Fizban. Estaba tan furioso que le manaba saliva de la boca y sus palabras eran casi incoherentes.

—¡Ten cuidado, anciano, o compartirás el castigo!

—Te he dicho que dejes de jugar con esa espada —le respondió Fizban irritado, agitando un dedo en dirección al arma.

Porthios dejó caer la espada con un grito de dolor. Sosteniéndose su dolorida mano, bajó la mirada atónito hacia la espada. ¡La empuñadura estaba llena de pinchos! Fizban se acercó al elfo y lo miró enojado.

—Eres un joven fantástico, pero deberían haberte enseñado a tener más respeto a tus mayores. ¡Dije que apartaras esa espada y lo decía en serio! ¡La próxima vez puede que me creas! —la mirada irritada del mago se desvió hacia el Orador y tú, Solostaran, eras un buen hombre hace unos doscientos años. Supiste educar a tres hijos maravillosos..
tres
hijos maravillosos, repito. No me cuentes más tonterías de que no tienes ninguna hija. Tienes una, y es una muchacha fabulosa. Tiene más sentido común que su padre. Debe haber salido a su madre... ¿Dónde estaba? Ah, sí. También educaste a Tanis, el Semielfo. Sabes, Solostaran, entre esos cuatro jóvenes, aún seríamos capaces de salvar el mundo.

El silencio era absoluto.

—Bien, ahora quiero que todo el mundo vuelva a sentarse. Sí, tú también, comandante Gunthar. Vamos, Solostaran, te ayudaré. Nosotros, los ancianos, tenemos que ayudarnos unos a otros. Es una pena que seas tan necio...

Murmurando bajo la barba, Fizban acompañó al atónito Orador a su asiento. Porthios, con la cara contraída de dolor, volvió a sentarse en su lugar con ayuda de sus guerreros.

Lentamente, los elfos y caballeros reunidos también lo hicieron, murmurando entre ellos y lanzando funestas miradas al destrozado Orbe, cuyos pedazos seguían esparcidos al pie de la Piedra Blanca.

Fizban instaló al Orador en su lugar y miró ceñudamente a Quinath, quien, por un segundo, había pensado en intervenir, pero inmediatamente había resuelto no hacerlo. El viejo mago, satisfecho, regresó frente a la Piedra Blanca, donde aún estaba Tas con aire abatido y aturdido.

—Tú —Fizban miró al kender como si no lo conociera—, ve y atiende a ese pobre individuo —dijo haciendo un gesto y señalando al gnomo, que seguía desmayado.

Sintiendo que las rodillas le temblaban, Tasslehoff caminó lentamente hacia Gnosh y se arrodilló junto a él, contento de poder mirar algo que no fuera aquellos rostros teñidos de ira y de temor.

—Gnosh —le susurró preocupado, dándole unos golpecillos en las mejillas—. Lo siento. De verdad lo siento. Siento lo de tu Misión en la Vida, lo del alma de tu padre, y todo eso. Pero es que no podía hacer otra cosa.

Fizban se volvió lentamente y se encaró al grupo reunido.

—Sí, voy a echaros un sermón. Os lo merecéis, cada uno de vosotros. O sea que ya podéis borrar de vuestros rostros esas expresiones de hombres virtuosos. Ese kender dijo señalando a Tasslehoff—, tiene más cerebro bajo esa ridícula coleta, que todos vosotros juntos. ¿Sabéis lo que hubiera ocurrido si no hubiera tenido las agallas de hacer lo que ha hecho? ¿Lo sabéis? Bien, os lo diré. Dejadme sólo un segundo para encontrar algún lugar donde sentarme...—Fizban miró a su alrededor—. Ah, sí, aquí... —asintiendo satisfecho, el anciano mago se sentó en el suelo, ¡recostando la espalda sobre la sagrada Piedra Blanca!

Los caballeros reunidos dieron un respingo de terror. Gunthar se puso en pie, horrorizado ante tamaño sacrilegio.

—¡Ningún mortal puede tocar la Piedra Blanca! —gritó, abalanzándose hacia adelante.

Fizban volvió lentamente la cabeza para mirar al furioso caballero.

—Una palabra más y haré que se te caigan los bigotes. ¡Ahora siéntate y cállate!

Farfullando, Gunthar se detuvo ante el imperioso gestodel anciano. El caballero no pudo hacer nada más que regresar a su asiento.

—¿Por dónde iba antes de ser interrumpido? —Fizban frunció el ceño, mirando a su alrededor. Su mirada se posó sobre los pedazos rotos del Orbe—. Ah, sí. Estaba a punto de contaros una historia. Por supuesto uno de vosotros hubiera ganado el Orbe y os lo hubierais llevado, bien para mantenerlo «a salvo», o para «salvar el mundo». y sí, es capaz de salvar el mundo, pero sólo si se sabe cómo utilizarlo. ¿Quién de vosotros sabe cómo hacerlo? ¿Quién tiene la fuerza suficiente? Fue creado por los hechiceros más poderosos de la Antigüedad. Por
todos
los más poderosos... ¿comprendéis? Fue creado por los de la túnica blanca y por los de la túnica negra. Su esencia es tanto benigna como maligna. Los túnicas rojas unieron las dos esencias y le otorgaron su fuerza. Ahora hay muy pocos seres con el poder necesario para entenderlo, para desentrañar sus secretos, y para llegar a dominarlo. Desde luego muy pocos... ¡Y ninguno de ellos está sentado aquí!

Se había hecho el silencio, un profundo silencio, mientras escuchaban al viejo mago, cuya voz era potente y podía ser oída a pesar del creciente viento que soplaba alejando las nubes tormentosas del cielo.

—Uno de vosotros se hubiera llevado el Orbe y lo habría utilizado, y de esa forma os hubierais precipitado en un inmenso desastre. Ciertamente, os habríais destrozado como el kender ha destrozado el Orbe y por lo que se refiere a la esperanza perdida, os digo que ésta parecía haberse evaporado totalmente durante algún tiempo, pero ahora ha renacido...

Una súbita corriente de aire se llevó el sombrero del viejo mago, haciéndolo volar de su cabeza. Maldiciendo irritado, Fizban se enderezó para agarrarlo.

Cuando el mago se levantó, el sol apareció entre las nubes. Se produjo un cegador destello de luz, seguido de un ensordecedor estallido, como si la tierra se hubiera resquebrajado. Aturdidos por la brillante luz, los presentes parpadearon y miraron atemorizados la terrible imagen que tenían ante ellos.

La Piedra Blanca también había estallado en pedazos.

El viejo mago yacía en el suelo, agarrando el sombrero con una mano mientras con la otra se cubría la cabeza aterrorizado. Sobre él, clavada en la roca sobre la que había recostado su espalda, había un arma alargada construida en reluciente plata. Había sido arrojada por el brazo de plata de un hombre de piel oscura que ahora se acercó a ella. Lo acompañaban tres personas: una mujer elfa, un viejo enano de barba blanca, y Elistan.

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