La vida iba en serio

Read La vida iba en serio Online

Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

BOOK: La vida iba en serio
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Ese muchacho que llega a Madrid en 1995 arrastrando su maleta, con un contrato para trabajar en una revista del corazón y mil silencios en el recuerdo, poco imagina que algún día no muy lejano será uno de los rostros televisivos más reconocido, exitoso y en no pocas ocasiones denostado de nuestro país. La novela cuenta la historia de un joven periodista que deja atrás su barrio, a su familia y una vida interior cargada de deseos sin cumplir, miedos y preguntas sin respuesta, y se sienta en un banco de una plaza antes de atreverse a abrir la puerta de su piso alquilado.

En ese momento no sabe todavía lo poco que tardará en conseguir lo que anhela: la libertad para ser él mismo sin temor, para vivir abiertamente su sexualidad, para destacar en su profesión y empezar a conocer a gente, a periodistas, a famosos y a amigos ante los que abrirse sin reparos ni vergüenza. Pero ignora que todo tiene un precio, que avanzar y hacer que se cumplan los sueños conlleva la carga de las deudas con el pasado, unas deudas que se deben saldar para seguir adelante.

Jorge Javier Vázquez

La vida iba en serio

ePUB v1.0

Crubiera
20.11.12

Título original:
La vida iba en serio

Jorge Javier Vázquez, 2012.

Diseño portada: Roberson

Editor original: Crubiera (v1.0)

Agradecimientos: Natg, Mística y Enylu

ePub base v2.1

A mi madre, que no se enfada cuando prometo

llamarla un poquito más tarde y casi nunca lo hago.

A Paco, por contestarme siempre.

1

EL CHICO DE LA MALETA

Serían más o menos las doce del mediodía, abrí la puerta con cierta dificultad y oí cómo desde dentro de la casa alguien pronunciaba mi nombre con sorpresa:

—¿Jorge?

—Sí —respondí todavía más sorprendido—. Soy yo.

—Perdona, ¿puedes volver un poco más tarde? Es que estoy acompañado.

—Bueno…

Arrastré de nuevo las maletas hacia la calle y me senté en un banco de la plaza de Isabel
II
a esperar a que el hermano de mi casera acabara de echar un polvo mientras pensaba que sólo me faltaban unos cartones para que me confundieran con un pordiosero o un desahuciado. A apenas un par de metros había una cabina de teléfono, así que podría haber aprovechado para llamar a mis padres y contarles que había llegado a Madrid sin ningún contratiempo, pero a mis veinticinco años todavía me ponía nervioso cuando tenía que llamar a mis padres y contarles una mentira, de modo que decidí dejarlo para otro momento, un momento en el que no oyera dentro de mi cabeza las severas recomendaciones de mi padre, que habían comenzado a taladrarme el cerebro nada más tomar posesión del banco: «Cuidado con esa profesión tuya porque hay muchos maricones», «en la noche hay demasiado vicio, y entre los artistas ni te cuento», «si hubieras escogido una carrera técnica no tendrías que largarte a Madrid para hacer eso que tú haces».

«Eso» que yo hacía —y sigo haciendo— era dedicarme a escribir sobre las aventuras y desventuras de los famosos, un trabajo que no es que en mi casa se viera con malos ojos, es que simplemente no se veía. Había acabado la carrera de Filología Hispánica en el 92, y comencé a colaborar por casualidad en un semanario de Badalona, mi ciudad, entrevistando, en el mejor de los casos, a los actores de las compañías de Madrid que venían a presentar sus obras a Barcelona y, en el peor, haciéndole un sentido reportaje a algún veterano comerciante de la localidad, un tipo de encargo que no me hacía la más mínima gracia. Después de tres años picoteando en trabajos de lo más diverso la suerte llamó a mi puerta en forma de confusión: un domingo apareció en
La Vanguardia
un anuncio en el que se pedía un reportero gráfico y, con el atrevimiento de la ignorancia, envié mi exiguo currículum sin caer en la cuenta de que lo que solicitaban era un fotógrafo. Yo creí que andaban buscando a alguien que escribiera con soltura y que se defendiera haciendo fotos; de lo primero era capaz y, en cuanto a lo segundo, al menos podía asegurar que cuando me tocaba disparar a mi familia no la sacaba movida. Sin embargo, cuando me llamaron para hacerme una entrevista contesté a todo que sí: sabía escribir —lo demostré redactando un artículo sobre una trifulca que había tenido una folclórica con unos fotógrafos en Barajas— y, por supuesto, que me manejaba con la cámara. A los tres días me comunicaron que el puesto era mío, y así fue como empecé a trabajar para Heres, un grupo que englobaba revistas tan dispares como
Pronto, Súper Pop, Nuevo Vale
o
Teleindiscreta
. Mis tareas consistirían en ayudar en los cierres de las revistas y, muy de vez en cuando, salir a la calle para lo que pomposamente se conocía como «tomarle el pulso a la realidad española». O sea, que me hice un experto conocedor de las discotecas más punteras de la Ruta del Bakalao, hasta el punto de saber con precisión cuál era de
pastis
, cuál de coca y cuál de todo un poco. También cuento entre mis logros el haber escrito para
Súper Pop
. Como era una revista para adolescentes, cuando tenía que dar cuenta del último concierto de Alejandro Sanz de turno, comenzaba mi artículo con expresiones del tipo: «¡Menudo conciertazo, tías!» o «¡No hay quien pueda resistirse a esos ojazos negros!». Juan Ramón Jiménez en estado puro. Si mi memoria no me falla, también escribí varios artículos para
Nuevo Vale
dando consejos sobre cómo trajinarse al chulángano de turno.

No me costó redactarlo. La teoría la conocía al dedillo.

Creo que durante el tiempo que trabajé en aquella redacción estuvieron a punto de echarme unas cuatro o cinco veces, porque yo, gran amante de la literatura, intentaba dotar a mis escritos de cierto vuelo poético cuando lo que en realidad se me pedía era que hiciera refritos de artículos ya publicados en otras revistas. Un ejemplo: me encargaron uno sobre la vuelta a los ruedos de un matador más viejo que la tos, y recuerdo que confeccioné un brillante reportaje acerca de la necesidad de largarse de un sitio cinco minutos antes de que a uno lo echen y me «olvidé» de contar dónde había toreado, si había cortado orejas, si su familia había acudido a apoyarlo o si se había cogido después una cogorza para celebrar el triunfo. Por supuesto, tuve que rehacer el trabajo de principio a fin, no sin antes advertir ciertas miradas cruzadas entre el subdirector y la subdirectora de
Pronto
que no presagiaban nada bueno acerca de mi futuro profesional en aquella casa.

Pero no me desanimé: si una idiota que deambulaba por allí ejercía de directora de una revista que duró un suspiro, a mí me esperaba como mínimo un
TP
de Oro.

Y, tal vez como castigo por pensar aquello, tuve que trabajar a las órdenes de la idiota un par de meses. Pertenecía a ese grupo de tías que desempeñaban un puesto de trabajo tradicionalmente destinado a los hombres y, para estar a la altura, se dedicaba a copiar esos comportamientos tan habituales en jefes varones e inseguros: gesto de perpetuo cabreo, convencimiento existencial de que el destino del mundo depende de ellos, disertación con gesto rijoso en la redacción sobre que había que follarse el trabajo porque si no él se encargaba de darte por culo a ti… La idiota encontró en mí una presa fácil debido a mi timidez y consiguió que acudiera a trabajar con el miedo en el cuerpo hasta que un día la oí pronunciar la siguiente frase: «Antonio García Obregón, a la sazón padre de Ana Obregón…». A partir de entonces troqué el miedo por el desprecio y descubrí lo tranquilo que se trabajaba recibiendo órdenes y bufidos de una burra.

El caso es que le cogí el tranquillo a aquello de hacer refritos, aunque con lo que yo soñaba era con trasladarme a Madrid y tratar de tú a tú con los personajes sobre los que escribía. No me iba lo de ser rata de redacción, escribía con la misma pasión que quien pega sellos. Lo único que me hacía gracia era la versatilidad que iba adquiriendo mi personalidad: si me tocaba escribir sobre personajes americanos, firmaba mis artículos como
George Scott
, mientras que los días que los protagonistas de mis reportajes eran aquellos actores de culebrones tan en boga por aquella época me convertía en
Héctor Banderas
; y si por casualidad me tocaba en el reparto escribir sobre el Festival de San Remo, firmaba como
Giorgio Coletti
. Podría decirse que tenía heterónimos a tutiplén, como Pessoa.

Un día de principios de agosto de 1995 le trasladé a mi director mis inquietudes sobre mi idoneidad para aquel puesto. Yo creo que por una parte vio el cielo abierto —me marchaba yo sin necesidad de que él tuviera que pasar por el mal trago de despedirme—, aunque también adiviné en su mirada cierta dosis de envidia. Antes de convertirse en director había gastado noches en los tablaos capitalinos alternando con las figuras nacionales de la época. En una de esas se enamoró perdidamente de una folclórica pop. La folclórica pensó que aquel diligente reportero conseguiría encumbrarla a las más altas cimas de la popularidad, pero cuando vio que pasados tres meses sólo había sido capaz de sacarla en pelotas en una revista de cuarta categoría regional, lo extirpó de su vida de un día para otro. Ella acabó liándose con el dueño de una venta de Murcia y mi director se casó con una catalana a la que conoció en el Café Gijón una tarde en que pretendía ahogar su pena en una piscina de absenta.

—Voy a apañarte una entrevista con el editor —me propuso en un acceso inusitado de generosidad.

¡El editor! Aquel célebre editor que en su día también animara a Maruja Torres a abandonar el barco —sí, Maruja también escribió un tiempo para una revista del grupo que se llamaba
Garbo
— y trasladarse a Madrid para convertirse en la diosa del periodismo que es hoy. Ese editor —al que Maruja bautizó en uno de sus libros con el apelativo de
Viceversa
por su habilidad para oponerse a todo lo que se le proponía— me recibió en un amplio despacho desde el que se divisaba gran parte de Barcelona. Era un hombre de pocas palabras y, aunque siempre pedía opinión sobre cualquier asunto que expusiera, lo que esperaba en realidad era que su interlocutor acabara dándole la razón.

—Así que te gustaría trabajar en Madrid.

—Sí, mucho —acerté a responder con voz de princesa casadera.

—Muy bien, muy bien. Te doy doscientas mil pesetas para que pases el primer mes allí y veas si te haces o no a la ciudad. Nosotros te encargaremos reportajes para las revistas del grupo y también estaremos abiertos a que nos propongas entrevistas con la gente que puedas conseguir. Si te mueves bien, no te costará trabajo salir adelante. Mucha suerte.

Y dio por terminada la reunión.

Viceversa
acababa de decidir mi futuro en poco menos de un minuto. ¿Levantó la vista de sus papeles cuando me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta? Supongo que no, pero tampoco me importó.

Volví a casa con una sensación cercana a la de quien está sedado. No estaba excitado, ni nervioso, ni eufórico, pero al bajarme del metro en Badalona comprendí que comenzaba a despedirme de mi ciudad, de mi barrio, de mi familia. Abrí la puerta de mi casa y me encontré a mis padres sentados en el comedor: él leyendo el periódico, ella zurciendo una camisa. Cuando les comuniqué que me largaba fuera a buscarme la vida, mi madre se fue a la cocina con la excusa de que se le pegaba la carne y mi padre se limitó a decir:

Other books

Lost Her (Lost #1) by Sharp, Ginger
On the Fly (Crimson Romance) by Kenyhercz, Katie
Highland Fires by Donna Grant
Pieces of Me by Amber Kizer
Demon Evolution by David Estes
Breaking Through the Waves by E. L. Todd, Kris Kendall