La vida instrucciones de uso (2 page)

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Authors: Georges Perec

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BOOK: La vida instrucciones de uso
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Sí, empezará aquí, entre los pisos tercero y cuarto del número 11 de la calle Simon-Crubellier. Una mujer de unos cuarenta años está subiendo las escaleras; viste un largo impermeable de escai y lleva en la cabeza una especie de gorro de fieltro en forma de pan de azúcar, algo parecido a la imagen que se suele tener de un gorro de duende, dividido en cuadros rojos y grises. De su hombro derecho cuelga un gran bolso de tela recia, un bolso de esos en los que cabe todo. Un pañuelito de batista está atado a una de las anillas de metal cromado que une el bolso a su correa. En toda la superficie de este último se repiten con regularidad tres motivos pintados como un estarcido: un reloj de pared, una hogaza partida por el medio y un recipiente de cobre sin asas.

La mujer mira un plano que lleva en la mano izquierda. Es una simple hoja de papel, cuyos pliegues visibles aún prueban que estuvo doblada y que está sujeta con un clip a un grueso folleto ciclostilado; es el reglamento de copropiedad del piso que va a visitar esta mujer. En realidad, en la hoja se han bosquejado no uno sino tres planos; el primero, arriba y a la derecha, permite localizar la casa más o menos hacia la mitad de la calle Simon-Crubellier, la cual divide oblicuamente el cuadrilátero que forman las calles Médéric, Jadin, De Chazelles y Léon-Jost, en el barrio de la Plaine Monceau del distrito diecisiete; el segundo, arriba y a la izquierda, representa la sección del edificio, indicando esquemáticamente la disposición de los pisos y precisando el nombre de algunos vecinos
1
: señora Nochère, portera; señora de Beaumont, segundo derecha; Bartlebooth, tercero izquierda; Rémi Rorschash, productor de televisión, cuarto izquierda; doctor Dinteville, sexto izquierda, así como el piso deshabitado del sexto derecha que ocupó hasta su muerte Gaspard Winckler, artesano; el tercer plano, en la mitad inferior de la hoja, es el del piso de Winckler: tres habitaciones en la parte delantera, que dan a la fachada, una cocina y un lavabo que dan al patio de luces y un cuarto trastero sin ventana.

La mujer lleva en la mano derecha un gran manojo de llaves; deben de ser las de todos los pisos que ha visitado hoy; algunas cuelgan de llaveros fantasía: una botella miniatura de Marie Brizard, un
tee
de golf y una avispa, una ficha de dominó que representa un doble seis y una figura octogonal de plástico en la que hay incrustado un nardo.

Gaspard Winckler murió hace casi seis años. No tenía hijos. No se sabía si le quedaba aún familia. Bartlebooth contrató a un notario para buscar a sus eventuales herederos. Su única hermana, Anne Voltimand, había muerto en 1942. Su sobrino, Grégoire Voltimand, cayó en el Garellano cuando el hundimiento de la línea Gustav, en mayo de 1944. El notario tardó varios meses en descubrir al descendiente lejano de un primo suyo; se llamaba Antoine Rameau y trabajaba en una fábrica de sofás modulares. Subían tanto los derechos de sucesión, a los que se agregaban los gastos ocasionados por el reconocimiento de la línea sucesoria, que Antoine Rameau lo tuvo que subastar todo. Hace unos meses que los muebles andan dispersos por los depósitos municipales y unas semanas que una agencia compró el piso.

La mujer que sube las escaleras no es la directora de la agencia sino su ayudante; no se encarga de los asuntos comerciales, ni de las relaciones con los clientes, sino únicamente de los problemas técnicos. Desde el punto de vista inmobiliario, el negocio es bueno, el barrio correcto, la fachada de piedra, la escalera se halla en buen estado a pesar de la vejez del ascensor; y la mujer viene ahora a inspeccionar más detenidamente el estado del piso y a hacer un plano más preciso de sus partes, distinguiendo, por ejemplo, con líneas más gruesas las paredes de los tabiques, y con semicírculos y flechas en qué sentido se abren las puertas, prever las obras y preparar un primer presupuesto del acondicionamiento total; será preciso derribar el tabique que separa el retrete del cuarto trastero, lo cual permitirá instalar un aseo con polibán y wáter; habrá que cambiar las baldosas de la cocina, sustituir la vieja caldera de carbón por otra mural de gas ciudad mixta (calefacción central y agua caliente) y quitar el parquet de espinapez de los cuartos, extendiendo en su lugar una capa de cemento, que se cubrirá con un revestimiento de arpillera y moqueta.

Ya no queda gran cosa de aquellos tres cuartitos en los que vivió y trabajó Gaspard Winckler por espacio de casi cuarenta años. Desaparecieron sus pocos muebles, su banco de trabajo, su sierra de calar y sus minúsculas limas. Sólo queda, en la pared, frente a su cama, junto a la ventana, aquella tela cuadrada que tanto le gustaba: representaba una antesala en la que estaban tres hombres. Dos permanecían de pie, vestidos con levita, pálidos y gordos, con unos sombreros de copa que parecían atornillados a sus cráneos. El tercero, también de negro, estaba sentado al lado de la puerta en la actitud de un hombre que espera a alguien y se ponía unos guantes nuevos cuyos dedos tomaban forma con los suyos.

La mujer sube las escaleras. El viejo piso se convertirá pronto en una coqueta vivienda, living doble + habit., conf., vista, tranq. Gaspard Winckler ha muerto pero la larga venganza que urdió con tanta paciencia y tanta minucia no ha acabado de cumplirse todavía.

Capítulo II
Beaumont, 1

El salón de la señora de Beaumont está casi enteramente ocupado por un gran piano de concierto, en cuyo atril se puede ver la partitura cerrada de una famosa canción americana,
Gertrude of Wyoming
, compuesta por Arthur Stanley Jefferson. Un hombre viejo, sentado delante del piano, con la cabeza cubierta con un pañuelo de nailon de color naranja, se dispone a afinarlo.

En el rincón de la izquierda hay un gran sillón moderno, hecho con una gigantesca semiesfera de plexiglás ceñida de acero y montada sobre una base de metal cromado. A un lado, sirve de mesa un bloque de mármol de sección octogonal; encima de ella hay un encendedor de acero y un macetero cilíndrico del que emerge un roble enano, uno de esos
bonzai
japoneses, cuyo crecimiento ha sido controlado, frenado y modificado hasta tal punto que presenta todos los signos de la madurez e incluso de la vejez sin haber prácticamente crecido, y cuya perfección, al decir de quienes los cultivan, depende menos de los cuidados materiales que se les prodigan que de la concentración meditativa que les dedican sus cultivadores.

Muy cerca del sillón, directamente sobre el parquet de tono claro, hay un puzzle de madera, cuyos cuatro lados están prácticamente reconstruidos. En el tercio inferior derecho se han unido unas cuantas piezas suplementarias: representan la cara ovalada de una muchacha dormida; sus cabellos rubios enroscados en forma de corona sobre la frente se mantienen gracias a un par de cintas trenzadas; su mejilla descansa sobre la mano derecha, cerrada como una caracola, como si escuchara algo en sueños.

A la izquierda del puzzle, una bandeja decorada sostiene una jarrita de café, una taza con su platillo y un azucarero de plata inglesa. La escena pintada en la bandeja queda parcialmente tapada por esos tres objetos; con todo, se distinguen dos detalles: a la derecha un niño con un pantalón bordado se inclina al borde de un río; en el centro, una carpa, fuera del agua, brinca a la extremidad de un sedal; el pescador y los demás personajes permanecen invisibles.

Delante del puzzle y de la bandeja, varios libros, cuadernos y clasificadores están esparcidos por el parquet. Se puede leer el título de uno de los libros:
Normas de seguridad en minas y canteras
. Un clasificador está abierto por una página parcialmente cubierta de ecuaciones escritas con letra fina y apretada:

Si
f
Є Hom (ν, μ) (resp. g Є Hom (ξ, ω)) es un morfismo homogéneo cuyo grado es la matriz α (resp. β),
f
o
g
es homogéneo y su grado es la matriz producto α β.

Sean α = (α
ij
),
l

i

m
,
l

j

n
; β = (β
kl
),
l

k

n
,
l
≤ 1 ≤
p
(|ξ| =
p
), las matrices consideradas. Supongamos que es
f
= (
f
1
, … ,
f
m

g
= (
g
1
, … ,
g
n
), y sea
h
∏ → ξ un morfismo
h
= (
h
1
, … ,
h
p
). Sea por último (
a
) = (
a
1
, … ,
a
p
) un elemento de A
P
. Evaluemos para todo índice i entre
l
y
m
(|μ|=
m
) el morfismo:
x
i
=
f
i
o g o
(
a
1
h
1
, … ,
a
p
h
p
). Se verifica primero:
x
i
=
f
i
o
(
a
l
β11

a
p
β1p
g
1
, … ,
a
1
βil

a
p
βip
g
i
, … ,
a
p
βpl

a
1
βpp
g
p
) o
h
, luego
x
i
=
a
1
αilβi1
+ …
α
ij
β
jl

α
inβnl

a
j
αi1βij
+ …
a
jnβlj

a
p
αilβip
+ …
f
i
o g o h f o g
verifica pues la igualdad de homogeneidad de grado α β ([1.2.2.]).

Las paredes del salón están esmaltadas de blanco. De ellas cuelgan varios carteles. Uno representa cuatro frailes de cara golosa sentados a una mesa alrededor de un
camembert
en cuya etiqueta cuatro frailes de cara golosa —los mismos— vuelven a estar sentados a una mesa. La escena se repite distintamente hasta la cuarta vez.

Fernand de Beaumont fue un arqueólogo cuya ambición fue comparable a la de Schliemann. Se propuso hallar el rastro de aquella ciudad legendaria que los árabes llaman Lebtit y que fue, según parece, su capital en España. Nadie discutía la existencia de dicha ciudad, pero la mayor parte de especialistas, fueran hispanistas o islamistas, estaban de acuerdo en asimilarla a Ceuta, en tierra africana, frente a Gibraltar, o a Jaén, en Andalucía, al pie de la sierra de Magina. Beaumont rechazaba tales identificaciones basándose en el hecho de que ninguna excavación de las llevadas a cabo en Ceuta o en Jaén había revelado una sola de las características que los relatos conocidos atribuyen a Lebtit. Se hablaba en particular de un alcázar «cuya puerta de dos hojas no servía para entrar ni para salir. Su destino era permanecer cerrada. Cada vez que, al morir un rey, otro heredaba el reino, añadía con sus propias manos una nueva cerradura a la puerta. Al final hubo hasta veinticuatro, una por cada rey». En aquel alcázar había siete salas. La séptima «era tan larga que el arquero más diestro, tirando desde el umbral, no habría clavado su flecha en la pared del fondo». Había en la primera sala unas «figuras perfectas» que representaban a árabes «en sus rápidas monturas, caballos o camellos, con sus turbantes flotando sobre los hombros, la cimitarra sujeta con correas y la lanza enristrada bajo el brazo derecho».

Beaumont pertenecía a aquella escuela de medievalistas que se califica a sí misma de «materialista» y que llevó, por ejemplo, a un profesor de historia religiosa a espulgar la contabilidad de la cancillería papal con el único fin de demostrar que el consumo, en la primera mitad del siglo XII, de pergamino, plomo y cinta de sellar había superado la cantidad correspondiente al número de bulas declaradas y registradas oficialmente hasta tal punto que, aun descontando un eventual derroche y un desperdicio verosímil, había que sacar la conclusión de que un número relativamente grande de bulas (indudablemente se trataba de bulas y no de breves pontificios, pues sólo las bulas se sellan con plomo, mientras que los breves se cierran con lacre) habían sido confidenciales, si no clandestinas. Tal fue el origen de aquella tesis, justamente célebre en su tiempo, sobre
Las bulas secretas y la cuestión de los antipapas
, que dio un enfoque nuevo a las relaciones entre Inocencio II, Anacleto II y Víctor IV.

De modo bastante parecido demostró Beaumont que, tomando como referencia no el récord mundial de los 888 metros fijado por el sultán Selim III en 1798, sino las marcas ciertamente importantes aunque no excepcionales alcanzadas por los arqueros ingleses en Crécy, la séptima sala del alcázar de Lebtit había de tener una longitud de al menos doscientos metros y, teniendo en cuenta la inclinación del tiro, una altura que difícilmente podía ser inferior a treinta metros. Ni las excavaciones de Ceuta ni las de Jaén ni otra excavación alguna habían detectado la existencia de una sala de las dimensiones exigidas, lo cual permitió afirmar a Beaumont que «si aquella ciudad legendaria tiene su fuente en alguna fortaleza probable, en todo caso, no es ninguna de aquellas cuyos vestigios conocemos hoy».

Al margen de esta argumentación puramente negativa, otro fragmento de la leyenda de Lebtit parece que debió de proporcionar a Beaumont una indicación sobre el emplazamiento de la ciudadela. En la pared inaccesible de la sala de los arqueros se dice que estaba grabada una inscripción que rezaba así: «Si algún día un rey abre la puerta de este alcázar, sus guerreros quedarán petrificados, como los de la primera sala, y los enemigos devastarán sus reinos». En esta metáfora Beaumont vio una descripción de las conmociones que disgregaron los reinos de taifas y desencadenaron la Reconquista. Según él, la leyenda de Lebtit describía lo que llama «el desastre cántabro de los moros», o sea la batalla de Covadonga, en la que Pelayo derrotó al emir Alkama antes de coronarse rey de Asturias en el mismo campo de batalla. Y fue a la propia Oviedo, en el corazón de Asturias, adonde Beaumont, con un entusiasmo que le valió la admiración hasta de sus peores detractores, decidió ir a buscar los restos del alcázar legendario.

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