La vida instrucciones de uso (50 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Su última adquisición, centro de la actual disposición de esta sala, es un salón de finales de siglo que encontró en una pensión de familia de Davos y en el que, al parecer, pasó algunos años un húngaro, discípulo de Nietzsche: unas butacas de brazos retorcidos y tapizados agrupadas alrededor de una mesa redonda con incrustaciones de metal, detrás de la cual se encuentra un sofá del mismo estilo lleno de cojines de terciopelo de seda. En torno de esa tarta austrohúngara luisegundesca, un tanto recargada, la señora Marcia ha dispuesto algunos elementos que aportan su tormento barroco o, por el contrario, oponen su extraña y arisca rusticidad o su perfección helada: a la izquierda de la mesa, un velador de madera de rosa en el que están puestos tres relojes de bolsillo antiguos finamente cincelados, una preciosa cucharita de té en forma de hoja, algunos libros iluminados con encuadernación y broche de metal incrustado de esmaltes y un colmillo de cachalote grabado, bello ejemplo de aquellos skrimshanders que fabricaban los balleneros para llenar sus horas de ocio forzoso, con la representación de un vigía encaramado en la arboladura de un barco.

Al otro lado, a la derecha de las butacas, un sobrio atril metálico, provisto de dos largos brazos articulados susceptibles de llevar cirios en sus extremos, sostiene un asombroso grabado, destinado seguramente a un viejo tratado de ciencias naturales, que representa, a la izquierda, un pavo real (
peacock
), visto de perfil, diseño severo y rígido en el que el plumaje se reduce a una masa indistinta y casi apagada, al cual sólo dan un temblor de vida el gran ojo ribeteado de blanco y el copete en forma de corona, a la izquierda, el mismo animal, visto de cara, haciendo la rueda (
peacock in his pride
), exuberancia de colores, reflejos, brillos, destellos, resplandores, junto a los cuales cualquier vidriera gótica parecería una pálida copia.

La pared del fondo está desnuda, realzando un panel de madera de cerezo silvestre y otro de seda bordada.

Por último, en el escaparate hay cuatro objetos que, bajo la luz discreta de focos invisibles, parecen ligados entre sí por una multitud de imperceptibles hilos.

El primero, que está más a la izquierda respecto de nosotros, es una Dolorosa medieval, talla pintada, de tamaño casi natural, puesta sobre un zócalo de gres: una Virgen de boca retorcida, con las cejas fruncidas, y un Cristo de anatomía casi grotesca con gruesos grumos de sangre coagulada en los estigmas. Se la considera de origen renano, del siglo catorce, representativa del realismo exacerbado de aquella época y de su afición a lo macabro.

El segundo objeto está puesto en un pequeño caballete de forma de lira. Es un estudio de Carmontelle —carbón realzado con pastel— para su retrato de Mozart niño; difiere en varios detalles del cuadro definitivo conservado hoy día en el Museo Carnavalet: Leopoldo Mozart no está detrás de la silla de su hijo, sino al otro lado, y vuelto de tres cuartos, para poder vigilar al niño y leer al mismo tiempo la partitura; en cuanto a Maria-Anna, no está de perfil al otro lado del clavecín, sino de frente, delante del instrumento, tapando en parte la partitura que está descifrando el joven prodigio; no es difícil comprender que Leopoldo le pidiera al artista las modificaciones que llevaron al cuadro definitivo y que, sin perjudicar al hijo en su posición central, conceden al padre un lugar menos desairado.

El tercer objeto es una gran hoja de pergamino, enmarcada en ébano, puesta oblicuamente sobre un soporte que no se ve. La mitad superior de la hoja reproduce con mucha delicadeza una miniatura persa; cuando va a amanecer, un príncipe joven, en la azotea de un palacio, mira cómo duerme una princesa, a cuyos pies está arrodillado. En la mitad inferior de la hoja están elegantemente caligrafiados seis versos de Ibn Zaydún:

Y viviría con la ansiedad de no saber

si el dueño de mi destino,

menos indulgente que el Sultán Sheriar,

por la mañana, al interrumpir mi relato,

querría aplazar mi sentencia de muerte y

dejarme seguir a la noche siguiente.

El último objeto es una armadura española del siglo quince en la que el orín ha soldado definitivamente todos los elementos.

La verdadera especialidad de la señora Marcia consiste en esa variedad de autómatas que se llaman relojes animados. Al revés de lo que ocurre con los demás autómatas o cajas de música disimuladas en bomboneras, pomos de bastones, cajitas de peladillas, frascos de perfumes, etc., no suelen ser un prodigio de técnica. Todo su valor reside en su escasez. Mientras que los grandes relojes animados, del tipo autómata, o los de pared de estilo chalet suizo con cuco, han sido siempre extraordinariamente difundidos, es dificilísimo dar con un reloj de bolsillo algo antiguo, con tapa o sin ella, en el que la indicación de las horas y los segundos dé lugar a la ejecución de un cuadro mecánico.

Los primeros que aparecieron no eran, de hecho, más que autómatas en miniatura con uno o dos personajes de grosor insignificante que golpeaban las horas en un carillón casi plano.

Luego vinieron los relojes de bolsillo lúbricos, llamados así por los relojeros que, si bien aceptaban fabricarlos, se negaban a venderlos
in situ
, es decir en Ginebra. Confiados a agentes de la Compañía de las Indias, encargados de venderlos en América o en Oriente, no llegaron casi nunca a su destino; las más de las veces fueron objeto, en los puertos europeos, de un tráfico clandestino tan intenso que, muy pronto, resultó prácticamente imposible procurárselos. No se fabricaron más allá de algunos centenares y han sobrevivido a lo sumo unos sesenta. Un solo relojero americano posee más de las dos terceras partes. De las sucintas descripciones que ha dado de su colección —nunca ha autorizado a nadie a ver o a fotografiar uno solo de sus relojes—, se desprende que sus fabricantes no pretendieron dar demasiadas muestras de imaginación: en efecto, en treinta y nueve de los cuarenta y dos relojes que posee, la escena representada es la misma: un coito heterosexual entre dos individuos pertenecientes al género humano, adultos ambos y formando parte de la misma raza (blanca o, como se dice también, caucásica); el hombre está tendido sobre el vientre de la mujer, echada boca arriba (posición llamada «del misionero»). La indicación de los segundos viene dada por una sacudida del hombre cuyo vientre retrocede y avanza cada segundo; la mujer da la indicación de los minutos con su brazo izquierdo (hombro visible) y la de las horas con el brazo derecho (hombro oculto). El reloj que hace cuarenta es idéntico a los treinta y nueve primeros, pero ha sido pintado ulteriormente, haciendo de la mujer una negra. Perteneció a un negrero llamado Silas Buckley. El cuarenta y uno, de una finura de ejecución mucho más acusada, representa a Leda y el Cisne; los aleteos del animal ritman cada segundo de su éxtasis amoroso. El cuarenta y dos, que tiene fama de haber pertenecido al caballero Andréa de Nerciat, pretende ilustrar una escena de su famosa obra
Lolotte o mi noviciado
: un jovencito, disfrazado de sirvienta, se deja subir las faldas y sodomizar por un hombre cuyo traje, al desabrocharse, permite entrever un sexo de un tamaño desmesurado; ambos personajes están de pie, el hombre detrás de la doncella, que se apoya en el marco de una puerta. Desgraciadamente, la descripción facilitada por el relojero americano no precisa cómo se indican las horas y los segundos.

La misma señora Marcia sólo posee ocho relojes de este tipo, lo cual no impide que su colección sea mucho más variada: aparte de un autómata antiguo que representa a dos herreros golpeando alternativamente un yunque y de un reloj de bolsillo «lúbrico» análogo a los del coleccionista americano, son todos juguetes de época victoriana o eduardiana cuyos movimientos de relojería se han conservado milagrosamente en buenas condiciones de funcionamiento:

- un carnicero cortando una pierna de cordero en su puesto;

- dos bailarinas españolas; una da la hora con sus brazos agitando las castañuelas, la otra da los segundos bajando un abanico;

- un payaso atlético, sobre una especie de potro de gimnasio, se contorsiona de modo que sus piernas inflexiblemente tensas señalan las horas, mientras su cabeza se agita cada segundo;

- dos soldados, uno emite señales de semáforo (horas) y el otro, arma al hombro, saluda militarmente cada segundo;

- una cabeza de hombre cuyos largos y finos bigotes son las manecillas del reloj; los ojos marcan los segundos desplazándose de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

La pieza más curiosa de esta breve colección parece directamente arrancada de
Un buen diablillo
de la Condesa de Ségur: una horrible arpía da zurras a un niño.

Léon Marcia, que se ha negado siempre a cuidarse de este comercio, fue, sin embargo, quien sugirió a su mujer la idea de una especialización tan extremada; mientras existen, en todas las grandes ciudades del mundo, expertos dedicados a los automátas, a los juguetes o a los relojes, no los había hasta ahora en este campo más particular de los relojes de bolsillo animados. En realidad fue una casualidad que la señora Marcia se encontrara, con los años, en posesión de ocho de ellos; no es nada coleccionista y no le duele vender objetos con los que ha vivido mucho tiempo, segura de encontrar otros que le gustarán por lo menos igual. Lo suyo consiste mucho más en buscar relojes de aquel tipo, averiguar su historia, su autenticidad, y poner a los coleccionistas en contacto con ellos. Hace unos diez años, durante un viaje a Escocia, hizo una parada en Newcastle-upon-Tyne y descubrió en el Museo Municipal el cuadro de Forbes
Una rata detrás del tapiz
. Hizo sacar una fotografía de tamaño natural y, al regresar a Francia, la estuvo examinando con lupa para averiguar si lady Forthright poseía en su colección relojes de aquel tipo. La respuesta fue negativa y regaló la reproducción a Caroline Echard aprovechando su boda con Philippe Marquiseaux.

El cuadro no correspondía en absoluto a los deseos que los recién casados habían expresado en su lista de boda. Aquel cochero ahorcado y aquella lady alelada daban al regalo un carácter más bien mórbido que no se veía cómo podía acompañar unos votos de felicidad. Pero quizás era precisamente lo que la señora Marcia quería desear a Caroline, que, dos años atrás, había roto con David.

Caroline y David se llevaban dos meses; juntos habían aprendido a andar, juntos habían hecho los mismos castillos de arena en el mismo jardín público, juntos se habían sentado en los bancos del mismo parvulario y en los de la misma escuela primaria. La señora Marcia la había adorado y mimado mientras era pequeña, luego había empezado a aborrecerla, cuando dejó de llevar trenzas y vestiditos de vichy. La trataba de pava y se burlaba de su hijo, que se dejaba mandar como un bobo por ella. Su ruptura le resultó más bien un alivio, pero para David fue, naturalmente, algo más doloroso.

Era en aquella época un chico atlético, que atronaba lleno de orgullo con su equipo de motociclista de cuero rojo forrado todo de seda y con un escarabajo de oro bordado en la espalda. Su moto de entonces era una modesta Suzuki 125 y no se puede excluir del todo la hipótesis de que aquella pava de Caroline Echard hubiera preferido otro chico —no Philippe Marquiseaux, sino un tal Bertrand Gourguechon con el que rompió casi enseguida— porque tenía una 250 Norton.

En cualquier caso, la cicatrización sentimental de David puede medirse por el aumento de cilindrada de sus máquinas: Yamaha 250, Kawasaki 350, Honda 450, Kawasaki Mach III 500, Honda 750 de cuatro cilindros, Guzzi 750, Suzuki 750 con radiador de agua, BSA A75 750, Laverda SF 750, BMW 900, Kawasaki 1000.

Hacía varios años que había pasado a la categoría de profesional cuando, con esta última moto, derrapó en un charco de aceite, el 4 de junio de 1971, a los pocos minutos de la salida del 35 Bol d’Or en el circuito de Montlhéry. Tuvo la suerte de caer bien y romperse sólo la clavícula y la muñeca derecha, pero bastó aquel accidente para excluirlo definitivamente de toda competición.

Capítulo LXVII
Sótanos, 2

Sótanos. El sótano de los Rorschash.

Unas tablas de parquet conservadas cuando la instalación del dúplex se han clavado a las paredes, delante de unas estanterías de fabricación casera. En ellas se encuentran restos de rollos de papel pintado cuyos motivos semiabstractos evocan peces, latas de pintura de todos los tonos y todos los tamaños, unas cuantas decenas de clasificadores grises titulados ARCHIVOS, residuos de tal o cual función oficial en la Dirección de Programas de Televisión.

Unas masas imprecisas —¿sacos de yeso, bidones, baúles rotos?— andan tiradas por el suelo. De ellas emergen algunos objetos más identificables: tambor de polvos de lavar la ropa, escalerita de metal oxidado.

Un botellero de alambre plastificado está puesto a la izquierda de la puerta enrejada. El piso inferior contiene cinco botellas de aguardientes de fruta: kirsch, ciruela mirabel, ciruela damascena, ciruela claudia, frambuesa. En uno de los pisos intermedios se hallan el libreto —en ruso— de
El gallo de oro
de Rimski-Korsakov sacado de Puchkin y una novela seguramente popular titulada
Las especias o la venganza del herrero de Lovaina
, cuya tapa representa una muchacha alargándole una bolsa de oro a un juez. En el piso superior, una caja octogonal, sin tapa, contiene algunas piezas de ajedrez de fantasía de una materia plástica que imita toscamente los marfiles chinos: el caballo es una especie de dragón, el rey un Buda sentado.

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