Las correcciones (52 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
5.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

A pesar del tamaño del barco, esta mañana no resultaba nada fácil caminar. Llegando al comedor Kierkegaard, las salpicaduras regurgitativas se producían casi al ritmo de una música del azar, y la señora Nygren rebuznó todo un cursillo sobre los males de la cafeína y el carácter cuasi bicameral del Storting noruego, y los Söderblad llegaron húmedos de íntimos menesteres suecos, y Al se las compuso de algún modo para estar a la altura de Ted Roth en cuanto a conversación. Enid y Sylvia reiniciaron su relación sin soltura alguna, con agujetas y tirones en la musculatura sentimental, por los abusos de la noche anterior. Hablaron del tiempo. Una coordinadora de actividades llamada Susi Ghosh les ofreció sugerencias y formularios de inscripción para la salida de por la tarde, para visitar Newport, Rhode Island. Con una sonrisa brillante y emitiendo ruiditos de gozo a priori, Enid se apuntó a la visita de las viviendas históricas del lugar, para luego ver con desánimo que todos los demás, menos los leprosos noruegos, se pasaban el cuaderno sin apuntarse.

—¡Sylvia! —dijo, en tono admonitorio, pero temblándole la voz —. ¿No vas a desembarcar?

Sylvia miró de reojo a su gafoso marido, que asintió con la cabeza, como McGeorge Bundy dando luz verde al desembarco de la infantería en Vietnam, y, por un instante, sus ojos azules parecieron mirar hacia adentro. Poseía, al parecer, ese don de los envidiables, de los no nacidos en el Medio Oeste, de los adinerados, que les permitía valorar los propios deseos sin tener en cuenta las expectativas sociales ni los imperativos de orden moral.

—Bueno, sí, de acuerdo —dijo—. Quizá baje.

Normalmente, Enid se habría sentido muy incómoda ante la presunción de caridad que aquello implicaba, pero hoy no estaba para exámenes bucales de caballos regalados. Bienvenida fuera toda la caridad del mundo. Y así fue trepando por el día arriba, sin aceptar la oferta de una media sesión de masaje gratis y mirando envejecer las horas desde la Cubierta Ibsen y tragándose seis ibuprofenos y un litro de café en preparación de la tarde en la tan encantadora como histórica Newport. Escala recién lavada por la lluvia ante la cual Alfred declaró que le dolían demasiado los pies como para aventurarse a desembarcar, y Enid le hizo prometer que no iba a echar ni una sola cabezadita, porque luego no pegaría ojo por la noche, y, con mucha risa de por medio (porque ¿cómo dar a entender que era cuestión de vida o muerte?), imploró a Ted Roth que lo mantuviera despierto, y Ted contestó que llevarse a los Nygren del barco podría resultar positivo a tal efecto.

Olor a creosota calentada por el sol, a mejillones fríos, a gasoil y a campos de fútbol y a secadero de algas, una nostalgia casi genética de las cosas del mar y de las cosas del otoño… Todo ello fue al asalto de Enid mientras bajaba cojeando por la pasarela y se dirigía al autobús. Era un día de peligrosa belleza. Grandes ráfagas de viento y nubes y un feroz sol leonino llevaban la vista de un lado a otro, revolviendo los cercados blancos y los verdes céspedes de Newport, haciéndolos invisibles en línea recta.

—Amigos —recomendó el guía turístico—, acomódense en sus asientos y absórbanlo todo.

Pero lo que se absorbe también puede saturar. Enid no había dormido más allá de seis horas durante las últimas cincuenta y cinco, y se dio cuenta, nada más agradecerle Sylvia la invitación, de que no le quedaban fuerzas para el tour. Los Astor y los Vanderbilt, sus palacios de placer y su dinero: estaba harta. Harta de sentir envidia, harta de sí misma. No sabía nada de antigüedades ni de arquitectura, no pintaba como Sylvia, no leía como Ted, le interesaban muy pocas cosas y muy pocas cosas había experimentado. Lo único verdadero que alguna vez había tenido era la capacidad de amar. De modo que se desconectó del guía y concentró la atención en el ángulo octubre de la luz amarilla, en la intensidad de la estación, capaz de deshilar los corazones. En el viento que empujaba las olas por la bahía, olfateó la proximidad de la noche. A toda prisa se le acercaba: misterio y dolor y un extraño anhelo de posibilidad, como si la congoja hubiera sido algo deseable, algo hacia lo cual encaminar los pasos. En el autobús, entre Rosecliff y el faro, Sylvia le ofreció el móvil a Enid, por si quería llamar a Chip. Enid rehusó, porque los móviles comen dinero, y ella estaba convencida de que le podían facturar algo sólo con tocarlos; pero hizo la siguiente declaración:

—Hace años que no tenemos relación con él, Sylvia. No creo que nos esté diciendo la verdad sobre lo que hace. Una vez me dijo que trabajaba en el
Wall Street Journal.
O puede que lo oyera mal, pero creo que eso fue lo que dijo, y no creo que sea ahí de verdad donde trabaja. No sé de qué vive. A lo mejor piensas que soy un espanto, porque me quejo de cosas así, cuando tú lo has pasado muchísimo peor.

Cuando Sylvia puso mucha insistencia en dejar sentado que Enid no le parecía un espanto, en absoluto, ella vislumbró la posibilidad de llegar a confesarle un par de cositas aún más bochornosas, y de que esa exposición a los elementos públicos, por dolorosa que resultase, pudiera traerle consuelo. Pero, como ocurre con otros muchos fenómenos que son bellos a distancia —una tormenta eléctrica, una erupción volcánica, las estrellas y los luceros—, este sufrimiento tan seductor, visto de cerca, rebasaba los calibres humanos. El
Gunnar Myrdal
zarpó de Newport con rumbo este, hacia vapores de zafiro. Enid se sofocaba en el barco, ahora, tras haber pasado una tarde expuesta a aquellos cielos anchos y aquellos corralitos para súper ricos, como petroleros de grandes. Y de nada le sirvió ganar otros sesenta dólares en la Sala Esfinge, porque siguió sintiéndose como un animal de laboratorio enjaulado con otros animales tiradores de palancas, entre parpadeos y murmullos mecanizados, y llegó pronto la hora de irse a la cama, y cuando Alfred empezó a agitarse, ya estaba ella despierta, a la escucha del timbre de aviso de la angustia, que sonó con tal fuerza que hizo vibrar la armadura de su cama y las sábanas se le volvieron abrasivas, y ahí estaba Alfred encendiendo las luces y gritando, y un vecino dando golpes en el tabique medianero y devolviéndole los gritos, y Alfred inmóvil, escuchando, con el rostro convulso de la psicosis paranoica y luego musitando, en tono conspirativo, que había visto una m***** corriendo entre cama y cama, y luego levantar las mencionadas camas y volver a hacerlas, la aplicación de un pañal, la aplicación de un segundo pañal en respuesta a una alucinada exigencia, y esquivar sus piernas de nervios dañados, y el balido de la palabra «Enid» hasta casi desgastarla, y la mujer del nombre brutalmente erosionado sollozando en la oscuridad, más desesperada y más acongojada que nunca, hasta que, al final —parecida al viajero que, tras pasar la noche en el tren, llega a una estación que sólo se distingue de las anteriores estaciones, tan desangeladas y tan mustias, en que ahora está amaneciendo, y acaece la milagrosa restauración de la visibilidad: un charco calcáreo en la gravilla del aparcamiento, el humo que sale de una chimenea metálica—, se vio obligada a tomar una decisión.

En su plano del barco, en la sección de popa de la Cubierta D, hallábase el símbolo universal de ayuda a los menesterosos. Después de desayunar, dejó a Alfred de charleta con los Roth y emprendió su camino hacia la cruz roja. La cosa física correspondiente al símbolo era una puerta de cristal esmerilado con tres palabras estampadas en oro. «Alfred» era la primera palabra y «Enfermería» la tercera. El sentido de la segunda palabra quedó envuelto en las sombras que «Alfred» proyectaba. La escudriñó sin resultado. No. Bel. Nob-Ell. No Bell, sin campana.

El trío de palabras se batió en retirada cuando abrió la puerta un joven fornido con la chapa del nombre sujeta a la blanca solapa: Dr. Mather Hibbard. Tenía una cara grande, de piel un poco basta, parecida a la cara del actor italonorteamericano que tanto le gustaba a la gente, el que una vez hizo de ángel y otras, de bailarín de discoteca.

—Hola, ¿cómo andamos hoy? —dijo, en una exhibición de perlados dientes.

Enid lo siguió vestíbulo adelante, hasta llegar a la consulta. Una vez allí, el hombre le indicó que tomara asiento en el sillón de las visitas, frente a la mesa.

—Soy la señora Lambert —dijo ella—. Enid Lambert, del B11. Vengo a ver si me puede usted ayudar.

—Eso espero. ¿Qué le ocurre a usted?

—Estoy teniendo dificultades.

—¿Problemas mentales? ¿Problemas emotivos?

—Bueno, es mi marido…

—Perdone. Un momentito, ¿eh?, un momentito —el doctor Hibbard se agachó un poquito, sonriendo malévolamente—. ¿Dice usted que tiene problemas?

Tenía una sonrisa adorablemente propia, que tomó en rehén la parte de Enid que se derretía ante la contemplación de unas crías de foca o unos gatitos, y se negó a soltarla hasta que ella, no sin algún resentimiento, le devolvió la sonrisa.

—El problema que yo tengo —explicó— son mi marido y mis hijos.

—Perdone otra vez, Edith. ¿Tiempo? —el doctor Hibbard se agachó aún más, se puso la cabeza entre las manos y la miró entre ambos antebrazos—. Seamos claros. ¿Es usted quien tiene el problema?

—No. Yo estoy bien. Pero todo el mundo a mi…

—¿Siente angustia?

—Sí, pero…

—¿Duerme mal?

—Exactamente. Mire, mi marido…

—Edith. ¿Dijo usted Edith?

—Enid. Lambert. L-A-M-B…

—Enith. ¿Cuánto da cuatro por siete menos tres?

—¿Cómo? Bueno, vale. Veinticinco.

—Aja. Y ¿a qué día de la semana estamos?

—A lunes.

—Y ¿qué paraje histórico de Rhode Island visitamos ayer?

—Newport.

—Y ¿está tomando usted algún medicamento contra la depresión, la angustia, el desorden bipolar, la esquizofrenia, la epilepsia, el parkinson o cualquier otro desorden psiquiátrico o neurológico?

—No.

El doctor Hibbard asintió con la cabeza y se enderezó en su asiento, abrió un cajón de corredera de la consola que tenía a la espalda y extrajo de él un puñado de paquetes de plástico y papel de estaño, muy cascabeleros. Apartó ocho unidades y se las colocó delante a Enid, encima de la mesa. Tenían un lustre como de cosa carísima, que no le gustó nada a ella.

—Es un fármaco nuevo, muy bueno, que le va a sentar a usted estupendamente —recitó Hibbard, en sonsonete monocorde.

Luego le guiñó un ojo a Enid.

—¿Perdone?

—¿No nos hemos entendido bien? Creo que usted ha dicho «tengo problemas». Y habló de ansiedad y de alteraciones del sueño.

—Sí, pero lo que quería decir era que mi marido…

—Marido, sí. O mujer. Suele ser el cónyuge con menos inhibiciones quien viene a verme. En realidad, es el miedo paralizante a pedir Aslan lo que hace que Aslan venga a ser, por lo general, lo más indicado. Es una medicina que ejerce un notable efecto de bloqueo en la timidez «profunda» o «mórbida».

La sonrisa de Hibbard era como una mordedura reciente en una fruta blanda. Tenía pestañas de animalito lujoso, una cabeza que invitaba a darle palmaditas.

—¿Le interesa? —preguntó—. ¿He conseguido centrar su atención?

Enid bajó los ojos. Le habría gustado saber si puede uno morir por falta de sueño. Como el que calla, otorga, Hibbard prosiguió:

—Tendemos a considerar que un depresivo clásico del sistema nervioso central, como el alcohol, elimina la «timidez» o las «inhibiciones». Pero apelar a tres martinis para superar la «timidez» equivale a reconocer la existencia de esta «timidez», sin reducirla en absoluto. Piense en los profundos remordimientos que surgen una vez disipado el efecto de los martinis. Lo que ocurre, Edna, a nivel molecular, cuando se bebe uno esos martinis, es que el etanol impide la recepción del Factor 28A que las personas con problemas de «timidez» mórbica o profunda poseen en exceso. Pero el 28A no por ello resulta adecuadamente metabolizado o absorbido en la zona de recepción. Permanece almacenado en la zona de transmisión, de modo temporalmente inestable. De manera que, en cuanto desaparece el efecto del etanol, lo que ocurre es que el receptor recibe una verdadera
inundación
de 28A. Hay una estrecha relación entre el miedo a resultar humillado y el deseo de resultar humillado: lo saben los psicólogos, lo saben los novelistas rusos. Y resulta que no sólo es verdad, a secas, es verdad-verdad. Verdad a nivel molecular. Resumiendo: el efecto del Aslan en la química de la timidez no se parece en nada al efecto de los martinis. Aquí estamos hablando de eliminación total de las moléculas de 28A. El Aslan es un feroz depredador.

Evidentemente, ahora le tocaba a hablar a Enid, pero en algún momento del discurso anterior se había quedado sin pistas.

—Mire, doctor, lo siento —dijo—, pero no he dormido y estoy un poco confundida.

El doctor frunció su adorable entrecejo.

—¿Confundida, o confundida-confundida?

—¿Perdón?

—Me ha dicho usted que tenía «problemas». Lleva usted encima ciento cincuenta dólares en efectivo o en cheques de viaje. Basándome en sus respuestas clínicas le he diagnosticado una distimia subclínica sin demencia observable, y a continuación procedo a suministrarle, sin cargo, ocho envases de Aslan «Crucero», con tres pastillas de treinta miligramos cada una. Con ello bastará para que disfrute plenamente de lo que queda de este crucero, aunque más tarde deberá seguir el programa treinta-veinte-diez que se recomienda para la disminución gradual de la dosificación. Con todo, Elinor, debo advertirle que si se siente usted confundida-confundida, y no confundida a secas, ello puede obligarme a variar mi diagnóstico, lo cual, a su vez, pondría en serio peligro su acceso al Aslan.

Sobre estas palabras alzó Hibbard las cejas y chifló unos cuantos compases de una melodía que perdió la entonación, por culpa de la sonrisa de falsa desingenua.

—No soy yo quien se siente confundida —dijo Enid—. Es mi marido quien se siente confundido.

—Si por confundido hemos de entender confundido-confundido, entonces debo expresarle mi sincera esperanza de que su intención sea limitar el Aslan a su uso personal, sin suministrárselo a su marido. El Aslan está fuertemente contraindicado en caso de demencia. De modo que debo insistir, oficialmente, en que utilice este fármaco respetando las indicaciones y sólo bajo mi estricta supervisión. Claro que, en la práctica, no soy tan ingenuo. Comprendo que un fármaco tan potente y tan capaz de aportar alivio, un fármaco que aún no está disponible en tierra firme, vaya de vez en cuando a caer en otras manos.

Other books

Quid Pro Quo by Vicki Grant
One More for the Road by Ray Bradbury
Kabbalah by Joseph Dan
Marital Bitch by J.C. Emery
Shadow of Death by Yolonda Tonette Sanders