Las correcciones (77 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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El domingo antes de Navidad se despertó a las 3:05 de la madrugada y pensó:
Treinta y seis horas.
Cuatro horas más tarde se despertó pensando:
Treinta y dos horas.
Luego llevó a Alfred a la fiesta de Navidad de la asociación de vecinos de su calle, que se celebraba en casa de los Driblett, Dale y Honey, le encontró un sitio seguro junto a Kirby Root, y procedió a recordar al vecindario que su nieto preferido, que llevaba todo el año soñando con pasar las Navidades en St. Jude, llegaba mañana por la tarde. Localizó a Alfred en el servicio que tenían los Driblett en la planta baja y tuvo una inesperada discusión con él a propósito de su supuesto estreñimiento. Se lo llevó a casa y lo metió en la cama, borró la discusión de su memoria y tomó asiento en el comedor, con intención de despachar otra docenita de tarjetas de Navidad.

La cesta de mimbre con las felicitaciones recibidas ya contenía un rimero de tarjetas de más de cuatro dedos de alto, enviadas por viejas amigas como Norma Greene o nuevas amigas como Sylvia Roth. Cada vez había más gente que hacía fotocopias o que utilizaba el procesador de textos del ordenador para confeccionar sus felicitaciones de Navidad, pero no iba a ser ella quien hiciera semejante cosa, desde luego. Aun a costa de retrasarse en los envíos, se había impuesto la tarea de escribir a mano el texto de las cien tarjetas y la dirección de los doscientos sobres. Además de su texto normal, de Dos Párrafos, y del texto completo, de Cuatro Párrafos, tenía una especie de Nota de Prensa, muy corta:

Nos encantó el crucero por ver los colores del otoño, por Nueva Inglaterra y aguas territoriales de Canadá. Al se dio un «baño» fuera de programa en el Golfo de San Lorenzo, pero ya está en plena forma otra vez. El restaurante de Denise, un establecimiento de superlujo, en Filadelfia, ha salido dos veces en el NY Times. Chip siguió con su despacho legal de NY, invirtiendo también en el este de Europa. Fue una gran alegría recibir la visita de Gary y de nuestro «precoz» nieto pequeño, Jonah. Esperamos que la familia entera se reúna en St. Jude estas Navidades. ¡Un maravilloso regalo para mí! Os quiere a todos…

Eras las diez de la noche y estaba estirando la mano de escribir, acalambrada, cuando Gary llamó desde Filadelfia:

—¡Aquí estoy, esperando a que pasen las diecisiete horas que faltan para que lleguéis! —canturreó Enid al teléfono.

—Aquí tenemos malas noticias —dijo Gary—. Jonah está con vómitos y tiene fiebre. No creo que pueda meterlo en el avión.

Aquel camello de decepción pasó por el ojo de la aguja gracias a la voluntad que puso Enid en enhebrarlo.

—A ver si está mejor mañana por la mañana —dijo—. A esa edad, todo se pasa en veinticuatro horas. Seguro que se recupera. Puede descansar en el avión, si hace falta. Puede acostarse temprano y levantarse tarde el martes.

—Madre.

—Si de veras está enfermo, no te preocupes, Gary, lo comprendo perfectamente. Pero si se le pasa la fiebre…

—Todos lo sentimos muchísimo, créeme. Y especialmente Jonah.

—Bueno, tampoco hay que tomar la decisión ahora. Mañana será otro día.

—Lo más seguro es que vaya yo solo, te lo advierto.

—Sí, Gary, pero las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana. No tomes ninguna decisión por el momento, y luego sorpréndeme. ¡Seguro que todo sale bien!

Era la estación del gozo y los milagros, y Enid se fue a la cama henchida de esperanza.

A primera hora de la mañana se despertó —
gratificada—
por el timbre del teléfono, la voz de Chip, la noticia de que regresaba de Lituania en veinticuatro horas y la familia estaría completa en Nochebuena. Bajó las escaleras canturreando y pinchó otro adorno en el calendario de Adviento que colgaba de la puerta principal.

El grupo de Señoras de los Martes llevaba desde tiempo inmemorial recaudando dinero para la iglesia mediante la manufactura y venta de calendarios de Adviento. No eran éstos, como Enid solía apresurarse a aclarar, las baratijas de cartón con ventanitas que venden en las tiendas, por cinco dólares, envueltas en papel de celofán. Eran calendarios primorosamente cosidos a mano y reutilizables. Un árbol de Navidad de fieltro verde iba cosido a un rectángulo de lona decolorada, con una fila de doce bolsillitos numerados en la parte de arriba y otra en la parte de abajo. Cada mañana de Adviento, los niños cogían un adorno de un bolsillo —un diminuto caballo de balancín, de fieltro y lentejuelas, o una tórtola de fieltro amarillo, o un soldadito cubierto de lentejuelas— y lo pinchaban en el árbol. Todavía ahora, con sus hijos ya bien creciditos, Enid, todos los 30 de noviembre, seguía mezclando los adornos y distribuyéndolos por los bolsillos del calendario. El único adorno que no cambiaba nunca era el del vigésimo cuarto bolsillo: un Niño Jesús muy pequeñito, de plástico, adherido a un soporte de madera de nogal pintado de purpurina. No era que la fe cristiana de Enid fuese muy allá, pero de ese Niño Jesús sí que era devota. Para ella, no era solamente un icono del Señor, sino también de sus tres hijos y de todos los bebés que había en el Universo, oliendo a bebé. Llevaba treinta años llenando el vigésimo cuarto bolsillito, sabía muy bien lo que contenía, y aún la dejaba sin aliento la emoción cuando estaba a punto de abrirlo.

—Qué estupendo lo de Chip, ¿verdad? —le comentó a Alfred durante el desayuno.

Alfred estaba haciendo una bolita de hámster con sus cereales
All-Bran
y bebiendo su leche caliente con agua de todas las mañanas. Su expresión era como una regresión perspectiva hacia el punto de fuga de la desgracia.

—Chip estará aquí mañana —repitió Enid—. ¿No es maravilloso? ¿No estás contento?

Alfred evacuó consultas con los pegotes de
All-Bran
que había en su cuchara errática.

—Bueno —dijo—. Si viene.

—Ha dicho que estará aquí mañana por la tarde —dijo Enid—. A lo mejor, si no está muy cansado, se puede venir con todos a
El cascanueces.
Sigo teniendo seis entradas.

—Lo dudo —dijo Alfred.

Que sus comentarios verdaderamente correspondieran a las preguntas de ella —que, a pesar de la infinitud de sus ojos, estuviera tomando parte en una conversación finita— compensaba la amargura de su rostro.

Enid había pinchado sus esperanzas —como un Niño Jesús en soporte de nogal— en el Corecktall. Si el estado de confusión de Alfred le impedía participar en las pruebas, no sabría qué hacer. Su vida, por consiguiente, tenía cierto parecido con las vidas de esos amigos suyos, sobre todo Chuck Meisner y Joe Person, que eran adictos al seguimiento permanente de sus inversiones. Según contaba Bea, Chuck, de puro ansioso, tenía que comprobar las cotizaciones, en el ordenador, dos o tres veces por hora, y la última ocasión en que Alfred y Enid salieron con los Person, Joe la había sacado de sus casillas llamando a tres brokers diferentes desde el propio restaurante, con el móvil. Pero a ella le ocurría lo mismo con Alfred: estaba en dolorosa y permanente sintonía con todas las incidencias, temerosa de que ocurriese alguna desgracia.

Su hora de mayor libertad a lo largo de la jornada se producía después del desayuno. Alfred, todas las mañanas, en cuanto terminaba de beberse la taza de agua caliente lechosa, bajaba al sótano y se concentraba en la evacuación. Ningún intento de conversación por parte de Enid era aceptado de buen grado durante la hora punta de la ansiedad de Alfred, pero tampoco había inconveniente en dejarlo solo. Sus preocupaciones colónicas eran una locura, pero no la clase de locura que podía descalificarlo para el Corecktall.

En la ventana de la cocina, los copos de nieve de un cielo siniestramente azul nuboso revoloteaban por entre las desmedradas ramas del cornejo plantado por Chuck Meisner (con lo cual quedaba dicho lo antiguo que era). Enid mezcló y refrigeró un jamón cocido de molde, para hornearlo luego, y juntó una ensalada de plátanos, uvas, rodajas de piña en lata, malvavisco y gelatina de limón. Estos platos, junto con las patatas recochas, eran los favoritos oficiales de Jonah en St. Jude, y ambos estaban en el menú de la cena.

Llevaba meses esperando que Jonah pinchara el Niño Jesús en el calendario de Adviento, en la mañana del 24.

Con la euforia de la segunda taza de café, subió a la planta superior y se puso de rodillas junto al viejo aparador de madera de cerezo —de Gary, en tiempos— donde guardaba los regalos y los detallitos. Hacía semanas que había dado por concluidas las compras de Navidad, pero a Chip sólo le había comprado una bata de lana de Pendleton, marrón y roja, a precio de oferta. Chip había malbaratado sus buenas intenciones hacía varias Navidades, cuando le envió un libro con toda la pinta de ser de segunda mano,
La cocina de Marruecos,
envuelto en papel de aluminio y decorado a base de pegatinas de perchas tachadas con un trazo rojo. Pero ahora que regresaba de Lituania, Enid quería otorgarle una recompensa, dentro de los límites de su presupuesto para regalos. Que era:

Alfred: sin límite establecido

Chip, Denise: 100 dólares cada uno, más pomelos

Gary, Caroline: 60 dólares cada uno, como máximo, más pomelos

Aaron, Caleb: 30 dólares cada uno, como máximo Jonah (sólo por este año): sin límite establecido.

Teniendo en cuenta que la bata le había costado 55 dólares, le faltaban 45 dólares de regalos adicionales para Chip. Revolvió los cajones del aparador. Descartó los floreros de Honk Kong estropeados en tienda, las muchas barajas de bridge con libretitas de tanteo a juego, los muchos servilleteros temáticos de cóctel, los muy bonitos y muy inútiles estuches de pluma y bolígrafo, los muchos despertadores de viaje que se plegaban o que sonaban de modos insólitos, el calzador de asa telescópica, los cuchillos coreanos, inexplicablemente sosos, los posavasos de bronce con base de corcho y con locomotoras grabadas en el haz, el marco de cerámica 13x18 con la palabra «Recuerdos» en letra esmaltada de color lavanda, las tortuguitas mexicanas de ónice y la ingeniosa caja de cinta y papel de envolver llamada El Arte de Regalar. Sopesó la pertinencia de las despabiladeras de peltre y del salero de metacrilato con molino de pimienta. Recordando lo muy escaso del ajuar de Chip, llegó a la conclusión de que las despabiladeras y el salero/molino serían lo más adecuado.

En plena estación del gozo y los milagros, envolviendo sus regalos, se olvidó del laboratorio, de su olor a orines y de sus muy nocivos grillos. Logró incluso no inmutarse ante el hecho de que Alfred hubiera colocado el árbol de Navidad con una inclinación de veinte grados. Y llegó al convencimiento de que Jonah, aquella mañana, tenía que encontrarse tan bien de salud como se encontraba ella.

Cuando terminó de envolver, la luz, en el cielo color pluma de gaviota, caía en un ángulo de medio día e intensidad. Bajó al sótano y se encontró la mesa de ping-pong enterrada en verdes ristras de lucecitas, como un chasis devorado por la vegetación, y a Alfred sentado en el suelo, con cinta aislante, alicates y alargadores.

—¡Malditas luces! —dijo.

—¿Qué haces en el suelo, Al?

—¡Estas malditas luces modernas de cuatro perras!

—No te preocupes por ellas. Déjalas. Que lo hagan entre Gary y Jonah. Vente arriba a comer.

El vuelo de Filadelfia tenía que llegar a la una y media. Gary, que pensaba alquilar un coche, llegaría a casa a las tres, y Enid tenía la intención de dejar dormir a Alfred mientras tanto, porque esa noche iba a tener refuerzos. Esta noche, si se levantaba y se iba por ahí, no sería ella la única de guardia.

La tranquilidad de la casa, después de comer, era tan densa que casi alcanzaba a parar los relojes. Esas horas de espera final tendrían que haber sido perfectas para escribir unas cuantas tarjetas de Navidad, una ocasión de esas que no tienen desperdicio, porque, una de dos, o los minutos se le pasaban volando, o conseguía sacar adelante un montón de trabajo; pero con el tiempo no cabían esas trampas. Nada más empezar una Nota de Prensa, fue como escribir con melaza, en vez de tinta. Perdió la noción de lo que escribía, puso «Al se dio un “baño” fuera de “baño”», y tuvo que desperdiciar la tarjeta. Se levantó a mirar el reloj de la cocina y resultó que habían pasado cinco minutos desde la última vez. Dispuso un surtido de galletas en una fuente de madera lacada. Colocó un cuchillo y una pera enorme en una tabla de tajar. Agitó un tetrabrik de ponche. Cargó la cafetera, por si Gary quería café. Se sentó a escribir una Nota de Prensa y vio en la blanca palidez de la tarjeta un reflejo de su propia mente. Fue a la ventana y miró el césped espeso, virado al amarillo. El cartero, bregando con un verdadero cargamento festivo, llegó por la acera arriba y metió en el buzón un enorme fajo de correo, en tres veces. Enid miró las cartas, separando las churras de las merinas, pero estaba demasiado distraída como para abrir las felicitaciones. Bajó al sillón azul del sótano.

—¡Al —gritó—, me parece que ya tienes que levantarte!

Él se enderezó en el asiento, con el pelo revuelto y la mirada vacía.

—¿Ya han llegado?

—Están al caer. Más vale que te refresques un poco.

—¿Quién viene?

—Gary y Jonah, salvo que Jonah se encuentre demasiado mal.

—Gary —dijo Alfred—. Y Jonah.

—¿Por qué no te das una ducha? Él dijo que no con la cabeza.

—Ni hablar de duchas.

—Si lo que quieres es estar encajado en la bañera cuando lleguen…

—Creo que tengo derecho a un buen baño, con todo lo que he trabajado.

Había una ducha estupenda en el cuarto de baño de la planta baja, pero a Alfred nunca le había gustado lavarse de pie. Y como ahora Enid se negaba a ayudarlo a salir de la bañera del piso de arriba, allí se quedaba, a veces, durante una hora, con el agua en las ancas, fría y gris de jabón, hasta que conseguía desencajarse, y todo por lo cabezota que era.

Tenía abierta la bañera del piso de arriba cuando por fin se produjo el tan esperado toc-toc.

Enid corrió a la puerta y la abrió a la perspectiva de su apuesto hijo, solo en la entrada. Llevaba su chaquetón de piel de becerro y traía una maleta con ruedas y una bolsa de papel como las que dan en las tiendas. La luz del sol, baja y polarizada, se había abierto paso entre las nubes, como solía ocurrir al terminar el día, en invierno. Inundaba la calle una luz dorada, absurda, como la que utilizaría cualquier pintor de tres al cuarto para iluminar el paso del mar Rojo. Los ladrillos de la casa de los Person, las nubes hibernales, cárdenas y azules, los arbustos resinosos, de color verde oscuro, eran cosas tan falsamente vivas que ni siquiera llegaban a bonitas, que se quedaban en ajenas y de mal presagio.

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