Las cuatro postrimerías (24 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Por si eso tiene alguna importancia, que yo creo que no tiene ninguna, ellas son libres por ley. Son tan libres como lo éramos vos y yo.

—Aún no me habéis dicho que esperáis que haga.

—¿Por qué tendría que esperar que hicierais nada? Si tenéis remordimientos de conciencia, será que tenéis malos pensamientos.

—No estoy de humor para bromas.

—De acuerdo.

Era una forma de disculparse.

—Mirad. Estáis en un estado peor que China. Estas chicas han sido criadas tan sólo para cuidar de los hombres.

—¿Por qué?

—Eso es largo de contar.

—No. Quiero saberlo. Riba me dijo todo lo que sabía, pero yo quiero saber por qué.

—Pueden hacer que os encontréis mejor aquí, pueden cuidar de vos como ni se os ha pasado nunca por la imaginación, pueden hacerlo mejor que la señorita Materazzi más malcriada que os imaginéis.

—¿Por qué?

—Haced lo que gustéis. Os lo contaré a la hora de comer. Ahora simplemente tendeos en el lecho, y vamos a comer algo.

Unos minutos después, llamaron a la puerta unas monjas que traían bandejas. Entraron y empezaron a colocar la comida en el enorme sofá que había al lado de Henri. Había buey con natillas alemanas, crema de harina de maíz con cangrejo y terrones de azúcar, pollo frito, un plato colmado de cerdo crujiente que goteaba una grasa suave, y salchichas de palmo y medio de largo con salsa de tomate y mostaza amarilla. Había caviar de Nigeria y champán de Ucrania. Y después, para terminar, cuajada con gelatina de agua de rosas.

Mientras comían, Cale le puso a Henri el Impreciso al corriente de los detalles del manifiesto de Picarbo.

Tras hacerle un montón de preguntas, Henri el Impreciso se quedó un instante callado, y después negó con la cabeza, como intentando desprenderse algo de ella.

—Yo creía que no se podía estar más chiflado de lo que está Bosco. ¿Cómo se puede estar tan loco?

Los dos se rieron, recordando momentos del pasado.

—¿Y las chicas no saben nada de esto? —preguntó Henri el Impreciso.

—Las chicas piensan que las han traído aquí para prepararlas ante quienes las elegirán como esposas, y que nosotros somos seres ideales, de caballo blanco y armadura de plata. Bueno, no en realidad. No tienen un pelo de tontas, pero no saben nada. Lo único que se les ha dicho siempre es que los hombres son como ángeles: valientes, bondadosos, fuertes y nobles. Sólo que de vez en cuando algunos hombres pueden ponerse furiosos porque se apodera de ellos un demonio. Sin embargo, aunque les peguen, ellas tienen que ser buenas y decir lo siento y ser siempre encantadoras, porque de esa manera el demonio se alejará y todo volverá a su cauce.

—¿No habéis intentado decirles la verdad?

—No sabría cómo hacerlo. Pensé que se os ocurriría algo, pero primero escuchadlas y dejadlas que os curen. No habéis oído nunca nada como las tonterías con las que salen. Pero ellas lo creen... hasta la última palabra.

—No voy a hacer nada con ellas.

—No les molestará.

—¿Cómo lo sabéis?

—Haced lo que queráis o lo que no queráis. Si ellas están de acuerdo, ¿por qué no? Podríais estar muerto dentro de unas semanas. Lo mismo que esas chicas, si Bosco decide qué hacer con respecto a ellas. Vivid, comed y disfrutad, porque mañana moriremos: ¿no decía eso IdrisPukke?

—Sólo por que lo dijera IdrisPukke no tiene por qué ser correcto.

—Como queráis.

Y así fue como llevaron a Henri el Impreciso a la habitación húmeda y seca.

13

S
in ventanas, e iluminada por las velas de cera de abeja para que no oliera ni estuviera el ambiente tan cargado como el interior de un horno, el cuarto húmedo y seco del convento del Santuario exhibía paredes forradas de rojas maderas de cedro libanés, y un suelo de una sustancia que nadie sabía lo que era, pero muy apreciada por su resistencia al agua y al jabón. En medio del cuarto había dos cuadrados de madera que parecían tajos de carnicero embadurnados de aceite. Las dos muchachas elegidas por la Madre Inferiora introdujeron en la habitación a un curioso Henri el Impreciso, embargado de nerviosismo y preocupaciones. Una de ellas se presentó como Annunziata, y la otra como Judith.

—¿Y el apellido?

—No tenemos más que nombre —explicó Judith.

—¿Os sentís —preguntó con esperanza la que se llamaba Annunziata— de mal humor?

—No.

—¿Ni siquiera un poco?

—No comprendo.

—Nos sería de mucha ayuda —dijo Judith—, si nos gritarais un poco.

—Y cerrarais con furia las puertas de los armarios.

—¿Por qué...?

—Nos gustaría intentar tranquilizaros. Por practicar.

—¿Por qué?

—Los hombres suelen gritar mucho, ¿no?

Desconcertado por lo que le pedían, Henri el Impreciso tuvo que conceder que, según su experiencia, eso era completamente cierto. Y la cosa no solía quedarse en meros gritos.

—Le pedimos al señor Cale que nos gritara, pero dijo que no era buena idea.

—Seguramente tenía razón.

—¿Querréis hacerlo vos? ¡Por favor...!

Suplicaban de una manera tan dulce que, pese a todo lo incómodo que se sentía, Henri el Impreciso pensó que sería poco amable negarse. Cinco minutos después, se encontraba sentado en un rincón del cuarto, llorando como si se le partiera el corazón, mientras las muchachas, ahora pálidas y desconcertadas, lo miraban fijamente, impresionadas por la clase de furia que exhibía aquel hombre tan dulce que sollozaba incontrolablemente delante de ellas.

Diez minutos más tarde, aquella agonía empezó a pasarse, y las muchachas ayudaron a Henri el Impreciso a ponerse en pie.

—Lo siento —no paraba de decir—. Lo siento.

—Vamos, vamos... —respondía Judith.

—Sí —añadió Annunziata—, vamos, vamos...

Lo condujeron hasta uno de aquellos grandes tajos de madera después de quitarle la camisa, los pantalones y los calcetines. Él se resistió un poco cuando ellas trataron de desprenderle el taparrabos, pero «tenemos que lavaros», le dijeron, como si se tratara de una orden tan inapelable como los mandamientos divinos. Él estaba demasiado cansado para oponer resistencia. Las muchachas lanzaron suspiros al ver tanto las viejas cicatrices corno los nuevos cortes y magulladuras que tenían su causa en los palos recibidos en la bartolina número 2, y le preguntaron cómo se los había hecho de modo tan amable, que él casi empieza a llorar de nuevo.

—Me resbalé al pisar una pastilla de jabón —dijo él, y se rio. Gracias a la risa pudo controlarse. Viendo que Henri no tenía ganas de contarles la verdad, las muchachas salieron y se fueron a buscar agua caliente y jabón, que sabían que no era la causa de sus moratones porque era evidente que aquel chico no había visto el jabón en mucho tiempo. Judith le echó con mucha delicadeza un cubo de agua caliente por encima, empapándolo de la cabeza a los pies, y Annunziata empezó a frotarlo hasta producir un gran manto de espuma, con cuidado de no apretar mucho en los cortes y magulladuras. Durante una hora las dos frotaron y apretaron y aliviaron su dolorido cuerpo con tal suavidad y habilidad que se fue adormeciendo, y cuando acabaron no despertó, y tampoco lo hizo cuando le secaron con mucho esmero, como a un bebé, cada arruga y cada pliegue, y lo rociaron con finos polvos de talco proveniente de los yacimientos de talco de
Meribá
[6]
y lo perfumaron con aceite de albaricoque. Lo cubrieron con toallas y lo dejaron dormir. Henri el Impreciso no despertó hasta bien entrada la noche, cuando volvieron las muchachas, lo llevaron al comedor y le dieron de comer otra vez, mientras le preguntaban cómo era la vida fuera de allí. No había motivo, pensó él, para contarles cosas desagradables, ni él tenía ganas de hacerlo. Así que les habló de Menfis, y ellas se quedaron con la boca abierta de sorpresa y encantadas con cada una de sus palabras que se referían a los chapiteles de ensueño, los mercados bulliciosos y la dorada juventud, sus grandes hombres, sus frías reinas de la nieve («¿Cómo?», exclamaban ellas horrorizadas, «¿Por qué?»).

Sentado allí, comiendo y bebiendo, maravillosamente aliviado con aquellas dos hermosas muchachas que estaban pendientes de cada palabra suya, era consciente de que aquello era algo que muy bien podría no volver a ocurrir nunca. Pero los placeres no habían concluido. Cuando la curiosidad de ambas fue satisfecha aunque sólo fuera de modo temporal, se vio que las dos muchachas tenían preparadas más sorpresas para él. Pero eso no hace falta contarlo.

14

—S
ólo Dios y esas chicas podrían quereros por vos mismo —le dijo Cale a Henri el Impreciso tras dos semanas en las que fue pasando de un par de chicas al siguiente par, como si se tratara de un maravilloso premio—. Las pobres no conocen nada mejor.

—Mayor razón para disfrutar mientras dure.

Y no se podía objetar nada a aquello. Una noche, una de las chicas, que había bebido más vino del que era capaz de contener, había empezado a hablar y le había dicho a Henri el Impreciso que él era, con diferencia, el favorito de los dos. Obviamente encantado, Henri el Impreciso le había tirado de la lengua y, pese a la reprobación de su compañera, la locuaz muchacha lo había soltado todo.

—Vuestro amigo siempre está triste o enfadado —se lamentó—. Nada de lo que le hacemos le satisface de verdad, no es como vos. A veces él nos cuesta nuestro trabajo. ¿Sabéis cómo lo llamamos algunas de nosotras?

—¿No podéis tener la boca cerrada por una vez? —la reprendió su amiga.

¡Callaos vos! Lo llamarnos..., lo llamarnos Tom Vinagre.

—No debéis ser demasiado dura con él —repuso Henri el Impreciso, algo sensible porque él también había tomado demasiado vino—. Cale tiene el corazón partido.

—¿En serio? —preguntó la muchacha antes de quedarse dormida. Pero la otra chica, Vincenza, era persona inteligente y, como solía hacer, habiendo apenas probado la bebida, preguntó a Henri el Impreciso, que tenía la lengua floja, y le sacó la historia al completo.

—Es una mala chica —sentenció Vincenza—. Eso que hizo estuvo muy feo.

—A mí me caía bien —repuso Henri el Impreciso, repentinamente triste—. Kleist, sin embargo, nunca la pudo tragar.

—Pienso que vuestro amigo Kleist tenía razón en no tragarla.

—Yo no creo que Kleist tragara a nadie.

Naturalmente, Henri el impreciso no podía saber que aquel dictamen, si bien había podido ser cierto hasta hacía poco tiempo, ya no lo era. Kleist estaba ahora felizmente, por no decir entusiásticamente, casado, cosa que entre los cleptos no resultaba especialmente complicada. Era aquél un asunto sencillo, incluso rápido y somero, que no incluía las semanas de inútiles festejos y ruinosos gastos, como señaló encantado el padre de Daisy, que eran propios hasta de la más humilde boda que celebraban los musulpanes.

—¡Menuda exhibición! ¿Para qué demonios harán todo eso?

De hecho, los cleptos siempre tenían ganas de enterarse de las bodas de los musulpanes, con la esperanza de que a aquellos a los que no pudieran robar cuando acudían a la ceremonia, pudieran robarles al regreso. Y fue durante una de esas bodas, especialmente sonada entre las siempre muy sonadas bodas de los musulpanes, cuando Kleist tuvo ocasión de trabajar en defensa de sus nuevos parientes.

Comprendiendo que una gran cantidad de hombres se congregarían en determinado lugar durante los festejos, los cleptos lanzaron un asalto en territorio musulpán, y dada la considerable importancia del robo, enviaron más hombres al asalto de los que normalmente solían arriesgar. Aunque cuidadosamente calculado, el asalto resultó ser una imprudencia. Los musulpanes habían hecho circular los rumores de aquella gran boda sólo como cebo para los cleptos, y una vez atraídos a la trampa, los habían rodeado en el valle de
Bakah
[7]
, con considerable habilidad y gran astucia. Suveri intentó romper el cerco desde el valle en plena noche, e intentó guiar de regreso a las montañas al grueso de los que habían sobrevivido el primer día. Era un camino largo y difícil, y sin duda habría muerto con sus setenta hombres de no haber sido por Kleist. Durante los tres días siguientes, los doscientos cincuenta musulpanes que intentaban seguirlos con intención de hacer una masacre con ellos, fueron eliminados por un chico de dieciséis años, o tal vez de quince, al que nunca llegaron a ver. Hacia el final del tercer día, Kleist había matado a tantos que le había entrado repulsión ante tantas muertes y, para irritación de su suegro, tan sólo disparaba ya a los caballos. Pero los relinchos de los animales también llegaron a resultarle insoportables, y a partir de entonces ya sólo disparó flechas de advertencia. Pero con tales pérdidas, y fracasando en todos los intentos de localizar al que de ese modo los eliminaba, los musulpanes se volvieron, a regañadientes, llevándose a sus muertos con ellos, y concediéndole la victoria a Kleist, que se volvió a las montañas encantado con su trabajo pero también con la inmensa tristeza de pensar lo fácil que era matar en grandes cantidades a otros seres humanos.

Si bien la tristeza no le duró mucho, en cierto sentido tampoco volvió a ser nunca el mismo. Sabía que era una cosa terrible matar a un hombre porque de un modo muy claro sentía que no quería que lo mataran a él. Le había costado mucho trabajo conservar la vida incluso en el Santuario, un lugar donde ahora comprendía que la vida no valía realmente la pena. Así que comprendía que debería sentirse aún peor de lo que se sentía, pese a que se sintió bastante mal durante los días después de matar a tantos. Algo lo acosaba, tal vez esa conciencia de la que siempre estaban hablando los redentores, aunque nunca mostraran señales de tenerla ellos mismos. Aquel malestar no llegaba a ser lo bastante fuerte para convertirse en un remordimiento o sentimiento de culpa, pero sí lo suficiente para dejarle comprobar que los redentores habían dejado su huella en él, no exactamente la huella que querían dejar, pero sí una huella que no se iría nunca.

De vez en cuando se preguntaba cómo habría sido él de no haber pisado nunca el Santuario. Completamente distinto, eso estaba claro. Pero lo que ya estaba hecho no se podía deshacer, así que no servía de nada darle más vueltas. Y, por lo general, no se las daba.

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E
xiste una rima infantil sobre los lacónicos que solían cantar dando saltitos los gamberretes de Menfis:

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