Las cuatro postrimerías (30 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Espero que no haya próxima vez —comentó Henri el Impreciso—, a mí no me van este tipo de reuniones.

—Eres un verdadero encanto —dijo Cale. Y diciendo eso, se fue a buscar su caballo, y se largaron de allí hacia el Golán lo más aprisa que podían.

Fanshawe y Mawson, sin embargo, no se alejaron mucho después de desaparecer tras el promontorio. Habían encontrado una hondonada, y tras extender la manta de hierba y cáñamo bajo ellos, se entregaron furiosamente a las bestialidades lacónicas.

Era la noche que precedió a la batalla de los Ocho Mártires, llamada así porque en los últimos seiscientos años ése era el número de redentores que habían dado su vida por la fe en los alrededores o en el punto exacto en que iba a tener lugar la batalla. En absoluto era casualidad que allí hubiera un campo de batalla ya consagrado por la sangre de los mártires. Tan odiados habían sido los redentores por sus muchos adversarios a lo largo de los años, que quedaban muy pocos lugares donde uno o más de ellos no hubieran sido colgados, o decapitados, o despedazados, o desmembrados, o estrangulados, o agarrotados, o crucificados. Había mucho donde elegir para los redentores cuando se trataba de dar a los campos de batalla el nombre de sus santos mártires. Naturalmente, apenas había una pelea de pueblo a la que no hubieran podido dar el nombre de uno de ellos.

A Cale no le habían pedido que asistiera a las últimas instrucciones para la batalla, pero tampoco se lo habían impedido. Mientras merodeaba con Henri el Impreciso por la casucha en que Van Owen iba a impartir las instrucciones, esperando a que se formara algún grupo ante la puerta para poderse colar dentro sin que se dieran cuenta, Cale susurró a Henri el Impreciso:

—¿Qué vamos a hacer?

—Mantener la bocaza cerrada.

—Tenéis razón.

Entonces llegaron cinco o seis alféreces de los redentores, y Cale entró tras ellos, muy pegado a los alféreces. Se dirigió después hacia el rincón más oscuro y abarrotado de la sala, que sólo estaba bien iluminada en la parte en que se encontraba colgado el enorme plano de la batalla.

Para decepción de Cale, Van Owen no bosquejó ninguna especular estupidez en el terreno táctico. Ni tampoco presentó nada interesante, aparte del uso de una armadura mucho más pesada para la primera fila de redentores, que sería la que sufriría más el choque inicial contra los lacónicos. Cale tenía que reconocer que, teniendo en cuenta lo poco que Van Owen sabía sobre las tácticas guerreras de los lacónicos (por supuesto, no había tenido acceso a los documentos de la biblioteca de Bosco), era difícil criticar ninguna de sus decisiones. Su única leve satisfacción fue el desdén que le merecía el pequeño tamaño de las reservas. Dada la ventaja de dos a uno, pensaba que Van Owen mantendría en reserva una mayor parte de su ejército, para tener la posibilidad de enfrentarse a cualquier imprevisto.

—Sin embargo —dijo Henri el Impreciso cuando Cale volvió a salir, sin ser notado debido a las prisas de todo el mundo por irse para empezar a preparar las cosas para el día siguiente—, supongo que guardar reservas supone debilitar el primer impacto al no emplear toda la fuerza posible. Mantener una reserva demasiado grande es como dividir las fuerzas. No estoy seguro de que yo hubiera decidido otra cosa diferente en su lugar.

—Nadie os ha preguntado.

—Pues sí que me habéis preguntado, para que lo sepáis.

—Bueno, pues lo lamento, y le pediré perdón a Dios.

—¿Lo hacéis todavía? Me refiero a lo de rezar.

Cale no respondió.

¿Y...?

—Sí, todavía rezo. —Hubo una pausa—. Rezo para que me libre del mal y de tener que veros la fea carota durante todo el día.

—¿Mi fea carota...? Pero si soy un encanto. Hasta vos lo habéis dicho.

Cuando volvieron al pabellón de los purgatores, tenían allí un mensaje que había dejado uno de los ayudantes de Van Owen: Cale y sus hombres podrían observar la batalla si lo deseaban, pero se les ordenaba mantenerse apartados tanto del centro de mando como del campo de batalla. No intervendrían con ningún motivo.

Aquélla era una noticia excelente. El miedo que tenía Cale era que Van Owen le inmiscuyera por pura maldad en alguna misión peligrosa. Pero estaba claro que, en la victoria o en la derrota, no quería arriesgarse a que Cale aumentara su propia fama. Cale envió una contestación aceptando la orden, y se fue a dormir muy contento.

Al día siguiente dejó durmiendo a la mayoría de los purgatores (algo por lo que siempre estaban suspirando), mientras él partía al alba con Henri el Impreciso y diez hombres más. Al abrir la can cela, el pequeño grupo pasó a través del ejército, que se preparaba para la empresa del día. Pasaron por delante del campo de los Ocho Mártires, ignorados por los hombres, que tenían demasiado en que pensar, y siguieron cabalgando hacia el norte hasta un pequeño risco desde el que había una buena vista del campo de batalla que habían vislumbrado antes del encuentro con Fanshawe. Cale hizo que sus hombres comprobaran los alrededores en busca de avanzadas lacónicas que hubieran podido instalar después de su anterior visita al lugar, y confirmó por sí mismo que había dos rutas por las que poder escapar, en caso de que las cosas se pusieran feas. Entonces subieron a lo alto del risco y aguardaron en silencio a que comenzara la batalla. Ya los lacónicos, al tiempo que observaban el despliegue de los redentores, se iban colocando muy desparramados al final de la llanura, no en una formación disciplinada, sino al modo en que lo hace la multitud en una feria provinciana más grande de lo normal.

Antes que nada llegaron los Cordelias negros, que eran tres mil hombres fuertes cubiertos de armadura morada y negra, color este último que les daba nombre. Incluso desde el risco, a tres kilómetros de distancia, se oían fragmentos del himno que cantaban y que el viento llevaba hasta allí. Riéndose, los muchachos empezaron a cantar en son de burla:

Recuerda, amigo, que pasas caminando,

que estuve un día vivo y podía contarla,

que mañana tú serás como yo soy ya:

prepárate a seguirme nada más palmarla.

Hoy crío malvas, y mañana lo harás tú.

No soy más que polvo, tú serás serrín.

Así es la verdad de la muerte para todos,

y así será para todos el postrero fin.

Los dos muchachos estaban casi histéricos de alegría, observando que, sin importar el resultado de la batalla, sus enemigos acudían a la muerte mientras ellos permanecían a salvo. Henri el Im preciso recordó una canción que solían cantar los cuatrillizos del palacio de Arbell Cuello de Cisne. Le costó un rato rememorar la melodía, y no llegó a acordarse de las primeras líneas:

Muerte, muerte, ¿dónde está tu aguijón?

¿Tu victoria es siempre un final así?

Las campanas del infierno hacen tin ton.

Aún no tocan por mí, ¡pero ya tocan por ti!

El viento debía de ser ligeramente cambiante, ya que los himnos tan pronto se apagaban como volvían a oírse. Un incensario gigante del tamaño de una campana catedralicia dominaba la formación de modo imponente. Los Cordelias negros lo llevaban siempre a las batallas, y lo balanceaban hacia delante y hacia atrás para que desparramara su incienso, que ascendía hacia lo alto formando una densa columna de humo.

Los lacónicos se desplazaban por delante de su campamento como una multitud que hubiera salido a la calle a contemplar un espectáculo callejero más o menos interesante. Y en aquellos momentos, el espectáculo lo constituía el segundo ejército del Golán con sus cinco sodalidades que sumaban un total de seis mil hombres: los esclavos del Inmaculado Corazón, los Simones Pobres de la Adoración Perpetua, los Norbetinos, los imponentes Oblatos de la Humillación, y por último los de aspecto más lúgubre de todos: los integrantes de la Hermandad de la Misericordia. Durante la hora siguiente se estuvo desplegando el ejército redentor: ropas de oro, rojas enseñas, estandartes púrpura, peciolos de los confesores, frondas rosa de los frailes médicos, que no podían tocar al moribundo hasta que pedía la extremaunción. Todo ello acompañado por el sonido de las gaitas, que eran lo bastante potentes para desafiar el fuerte viento, y con las que Van Owen, observando desde el promontorio que sobresalía del Golán, transmitiría indicaciones una vez que comenzara la batalla y los himnos dejaran de elevarse como si fueran su propia voz, cada sodalidad teniendo su propio sonido particular y sus propias instrucciones de avance, vuelta o retirada.

Entonces, cuando los redentores estaban ya parcialmente alineados en filas de ataque, los soldados lacónicos empezaron a moverse, si bien con la misma falta de ganas con la que antes parecían quedarse observando. Sin embargo, en menos de tres minutos formaron en una serie nada apretada de cuadrados irregulares que parecían salidos de la nada. Pese a ello, enseguida dio la impresión de que volvían a perder el interés, pues los grupos conservaban su forma bien definida pero no adquirían la disciplina precisa y marcial de las filas bien formadas. Volvían a contemplar cómo terminaba de formar el segundo ejército redentor: una fila continuada de Cordelias negros al frente, y los demás formados en seis filas en total, más ágiles y de armadura más ligera cuanto más al final. Casi un kilómetro más atrás, en un grupo bien apretado, quedaba una reserva de unos mil hombres. Entonces, tras un toque de trompeta, los seis gaiteros interrumpieron su son, y el sonido fue vagando por los aires como el último aliento de un enorme animal herido.

Durante un minuto todo quedó casi en silencio. Tan sólo se oía, de vez en cuando, el grito de un sargento o el resoplido de un caballo, proveniente del grupo de quinientos jinetes que quedaban detrás del flanco derecho de los redentores.

Hubo movimientos delante de los lacónicos: ocho hombres, con dos banderas cada uno, salieron corriendo a cada lado, delante de su ejército, que seguía agrupado sin apretujones pero a cierta distancia unos hombres de otros.

En cuanto se dispersaron, los ocho hombres levantaron sus banderas y empezaron a transmitir órdenes con ellas. Como un caballo perezoso que flotara en la corriente de un río y de pronto empezara a dar enloquecidas córcovas ante el contacto de una espeluznante anguila, el ejército de lacónicos pareció despertar y empezó a moverse. Eran seis flojos cuadrados de bordes afilados, como llanas de albañil. Hubo un nuevo destello de banderas, y los lacónicos empezaron a marchar hacia los redentores, kilómetro y medio por debajo de ellos, perfectos en el paso y concertados como una gran compañía de bailarines.

Entonces volvieron a agitarse las banderas. Los seis cuadrados se detuvieron en el mismo instante. Se oyó un golpe, y volvieron a moverse las banderas. Un grito, una voz, ocho mil hombres. Tremendos choques de espadas contra escudos. La cara interior del escudo se volvió rápidamente contra los enemigos: un gran destello de color amarillo y rojo. Cada una de las filas se desplazó entonces a la derecha o la izquierda, de tal modo que los cuadrados se convirtieron en una línea que se alargaba por el campo, y que de treinta filas pasó a un grosor de diez. Otra vez las banderas se agitaron y se oyó otro grito, y de nuevo los hombres volvieron los escudos hacia dentro y hacia fuera. Los seis antiguos cuadrados se juntaron para formar un muro de mil metros de largo y seis hombres de ancho. Desde el puesto de Van Owen, en las cumbres del Golán, bramaron las trompetas y se elevó un grito de la boca de cada sacerdote:

¡MUERTE!, ¡JUICIO!, ¡INFIERNO!, ¡GLORIA!

¡LAS CUATRO POSTRIMERÍAS DE LA HOSTORIA!

Incluso desde la seguridad de su risco y en la neutral malevolencia que sentían Cale y Henri el Impreciso, un desagradable estremecimiento les recorrió desde la nuca hacia abajo por toda la espina dorsal. Henri el Impreciso desafió la fuerza de aquella espantosa plegaria cantándole suavemente en voz muy baja:

Yo más quisiera a Marie la zorra:

a ver qué hace con una buena porra.

El gran ejército de los redentores avanzó como un toro metido en el fango y que se consiguiera por fin liberar. Cale y Henri el Impreciso se quedaron atónitos. Los mercenarios lacónicos empezaron a correr hacia su enemigo como si estuvieran encantados y deseando morir. No se trataba de ningún paso ligero, sino de una carrera que debía resultar fatal para el orden y fuerza del enorme muro que formaban, que residía en la voluntad única de miles de hombres que actuaban al unísono.

Mientras los dos grandes ejércitos se extendían uno al encuentro del otro corno dos grandes manchas de aceite, los pequeños ani males del Machair se veían constreñidos en el espacio que quedaba entre ambos. Los primeros y los únicos que lograron escapar fueron los faisanes, que no se espabilaron hasta el último momento, justo cuando la fila lacónica estaba a punto de pisotearlos, y entonces se agitaron cacareando y tratando de volar. Las liebres corrían para ponerse a un cubierto que no llegarían a encontrar, corriendo hacia atrás y hacia delante entre la carrera de los lacónicos y la paciencia letal de los redentores. El zorro que había ido persiguiéndolas también intentaba escapar, primero hacia un lado y luego al otro, aterrado, y entonces fue engullido por las hordas como lo fueron por el agua los animales que no pudieron entrar en el arca de Noé.

Aquella repentina prisa de los lacónicos expulsó hacia la izquierda y la derecha a los centenarios de los arqueros de los redentores. Ya el repentino echar a correr por la leve pendiente hacia el frente de los redentores los había pillado por sorpresa. Unos segundos de tardanza agravaron la confusión, pues lo único que conocían hasta el momento era el avance firme. Para cuando los centenarios oyeron las órdenes del furioso Van Owen, ya era demasiado tarde para lanzar dos sartas de flechas. Entonces se recuperaron, dispararon, y los dos muchachos vieron cómo las temibles flechas atravesaban el aire hacia los hombres de rojo que acudían a la carga. Semejante velocidad les hizo evitar el arco que trazaban en el aire, de tal modo que las flechas sólo cayeron sobre los lacónicos de la retaguardia, y muchas lo hicieron malgastadas en el suelo.

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