Las flores de la guerra (2 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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Las niñas no se conformaron con ver el espectáculo desde arriba. Una a una bajaron la escalera y se apiñaron en la puerta del taller de encuadernación. Cuando Shujuan se unió al grupo, sentadas en el muro no había sólo dos mujeres, sino que ya eran cuatro. Pese a los esfuerzos del padre Engelmann por impedir que entraran, las dos primeras lograron saltar el muro y aterrizar finalmente en el terreno de la iglesia. Ni siquiera la rápida llegada de Ah Gu y George Chen como refuerzos consiguió detener a esta avanzadilla que suplicaba con lágrimas en los ojos.

El padre Engelmann descubrió entonces al grupo de estudiantes cuchicheando asomadas a la puerta del taller.

—¡Ah Gu, llévate a las niñas de aquí! ¡Que no vean a estas mujeres! —gritó enfurecido.

Parecía cansado. Su barba, que ya comenzaba a ser tupida y que no le había quedado más remedio que dejarse a causa del corte de suministro de agua, le hacía parecer un anciano.

Shujuan comprendió a grandes rasgos lo que estaba sucediendo: se trataba de un grupo de mujeres que bajo ningún concepto debían entrar en su campo de visión.

—¡Vienen de los burdeles! —explicó a las otras una de las niñas con un poco más de mundo.

—¿Qué es un burdel?

—Las casas de citas a orillas del río Qinhuai.

El diácono Fabio Adornato salió corriendo del edificio principal.

—¡Fuera! ¡Aquí no acogemos refugiados!

Era al menos veinte años más joven que el padre Engelmann. Su cara reflejaba más años de los que tenía y su cabello, a su vez, había envejecido más que su rostro.

Al oír su acento genuino de Yangzhou, las mujeres detuvieron por un instante sus lloros y sus ruegos. Quisieron comprobar que no habían oído mal y que quien había gritado con idéntica entonación a la de los cocineros y barberos de Yangzhou era ciertamente un cura extranjero de ojos hundidos y nariz grande. El silencio no duró mucho.

—Venimos escapando desde el río —explicó una prostituta de unos veinticuatro o veinticinco años—. El coche ha volcado y los caballos han huido espantados. La ciudad está llena de japoneses por todas partes. No podemos llegar hasta la Zona de Seguridad.

—En la Zona de Seguridad no queda sitio para sentarse. Si te apretujas y consigues entrar, te tienes que quedar de pie plantada como un tallo —tomó el relevo otra de unos diecisiete o dieciocho.

—Conocía a alguien de la Embajada de Estados Unidos —añadió otra, llena de michelines—. Nos había prometido que podríamos escondernos allí, pero ayer por la noche se echó atrás y nos enteramos de que no nos acogerían. Ya ves para qué sirvió el buen rato que le hicimos pasar.

—¡Vaya cabrón! Cuando venía buscando diversión, bien apetecibles que le resultábamos.

Shujuan estaba desconcertada por aquella manera de hablar tan diferente a la que estaba acostumbrada. Ah Gu trató de alejarla de allí pero ella se resistió a pesar de que el resto de sus compañeras ya había regresado al desván. George Chen, el cocinero, recibió la orden de impedir con un palo la invasión de las prostitutas. Golpeó al aire a izquierda y derecha al tiempo que les suplicaba:

—¡Chicas, os lo ruego! Si entráis aquí sólo será para morir de hambre o de sed. Las niñas apenas toman dos tazones de sopa aguada al día y el agua que beben es la de la pila bautismal. Sed buenas, marchaos...

Shujuan se dio cuenta de que los golpes caían sobre el pavimento y el muro de ladrillo, pero nunca sobre las mujeres. De hecho, a quien le estaban haciendo daño era a él, porque cada uno rebotaba contra su mano y su muñeca.

De repente, una de las mujeres se arrodilló frente al padre Engelmann e inclinó la cabeza hacia el suelo. Fue así como Shujuan vio por primera vez aquella espalda que no podría olvidar a lo largo de su vida, aquella espalda tan delicada y expresiva como si de un rostro se tratara. El padre Engelmann se esforzaba por hablar el mejor chino que podía tras treinta años de estudio para intentar convencerla con los mismos argumentos que había empleado George Chen: no tenían comida, no tenían agua, ni espacio. Esconder a más gente los pondría en peligro a todos. Cuando se dio cuenta de que no estaba consiguiendo hacerse entender, le pidió a Fabio que lo tradujera al dialecto de Yangzhou.

El diácono Fabio Adornato era hijo de un matrimonio de misioneros estadounidenses descendientes de italianos. Había nacido y crecido en una aldea cerca de Yangzhou, y hablaba tan bien el dialecto propio de la zona que los feligreses le llamaban cariñosamente «Fabio el de Yangzhou».

Las rodillas de la mujer parecían haber echado raíces, sin embargo sus hombros y su cintura no dejaban de expresarse.

—Nuestra vida no vale nada —dijo—, no merece que nos salve. Sólo pedimos tener una buena muerte. Hasta la vida de un ser despreciable, como la de un cerdo, merece una muerte limpia, sin suplicio.

No se puede negar que aquella espalda mantenía su dignidad y su elegancia. Mientras hablaba, el pelo, que llevaba recogido en un moño a la altura de la nuca, se desprendió y se derramó sobre uno de sus hombros. Era un pelo muy bonito.

El padre Engelmann le explicó secamente que los padres de varias de las niñas que tenía a su cargo eran personas de muy buena posición que llevaban muchos años siendo miembros de su congregación y haciendo donaciones a la iglesia. Unos días antes, habían enviado telegramas pidiéndole que protegiera a sus hijas de cualquier tipo de peligro. En respuesta, él les había jurado a cada uno de ellos que las protegería con su propia vida.

Fabio perdió la paciencia. Dirigiéndose en inglés al padre Engelmann le dijo:

—Está perdiendo el tiempo tratando de razonar con ellas. Sólo entienden un idioma... George, ¿te he pedido que interpretes el papel del Rey Mono
[2]
? ¡Dales de verdad con el palo!

Ah Gu ya había desistido de agarrar y llevarse de allí a Shujuan. En su lugar, se lanzó al ataque y atrapó el palo con el que George Chen llevaba a cabo su pantomima. De repente una de las mujeres se tiró con todo su peso desde lo alto sobre él y poco faltó para que el cuello del hombre quedara incrustado en su propio pecho. La mujer, viendo a Ah Gu caído en el suelo, tropezó sobre él dejando que su ajado abrigo de piel de marta se abriera y vislumbrara su cuerpo desnudo. El pobre de Ah Gu, que en toda su vida sólo había visto a una mujer desnuda —y no había sido otra que la suya—, dejó escapar un grito entre asustado y sorprendido pensando que tenía sobre él un hermoso cadáver. Aprovechando estos instantes de confusión, las mujeres encaramadas al muro fueron saltando al patio una a una como las ranas que anuncian la lluvia. Quedó una de piel oscura y complexión recia que ayudó a trepar a otras cuantas, todas jóvenes prostitutas con un aspecto diferente cada una pero con la misma expresión de ansia en sus rostros.

Fabio gritó desesperado.

—¡Lo que nos faltaba! —dijo—. ¡Todos los barcos de fulanas de orillas del río Qinhuai han atracado aquí! —fuera como fuese, no resultaba apropiado en un religioso actuar con violencia y sólo le quedaban las palabras para mostrar su grosería—: ¿Qué tenéis que temer mujeres como vosotras? ¡Lanzaos a la calle a darles la bienvenida a los soldados japoneses! —gritó al tiempo que señalaba a las mujeres.

Varias de ellas le respondieron a coro:

—¡Vaya manera de hablar para ser un monje extranjero! Si quieres insultarnos hazlo, pero no hace falta que seas tan ofensivo.

Mientras, Ah Gu trataba de librarse de los brazos de esa mujer que no sabía si estaba viva o muerta, pero ella lo tenía atrapado como si aquellas dos extremidades blancas fueran los tentáculos de un pulpo gigante: cuanto más luchaba por zafarse de ellos, con más fuerza se adherían.

Al ver que ya no podía hacer nada por detener aquella riada de llamativas mujeres, el padre Engelmann bajó los párpados y con voz afligida le ordenó a Ah Gu que abriera la puerta.

Shujuan vio cómo aquella bonita espalda se alzaba poco a poco. Instantes después, la superficie de piedra pulcramente barrida del patio se vio contaminada por un grupo de mujeres vestidas con ropas de vivos tonos. Tras ellas entraron sus maletas, sus fardos y sus colchas de seda de vistosos colores propios de las prostitutas. De las aberturas de su equipaje colgaban como entrañas cintas multicolor para el pelo, medias de seda y otras prendas íntimas. ¿Cómo podían permitir sus padres que tuviera que presenciar una escena tan repulsiva?

Shujuan desconocía en ese momento que lo que estaba viviendo era tan sólo un detalle de lo que más tarde los historiadores describirían como la masacre más repulsiva y cruel, la Masacre de Nanjing. Ampliando la escena a partir de ese detalle aparecían los cadáveres de los habitantes de Nanjing diseminados por todas partes. Por los canales de desagüe a ambos lados de las calles corría sangre en vez de agua. Tuvo que esperar muchos años para conocer la dimensión del desastre y darse cuenta de lo afortunada que había sido por cómo los clérigos y los altos muros de la parroquia le habían ahorrado la visión de pechos abiertos convertidos en fuentes de sangre y el peculiar sonido de las cabezas cayendo al suelo.

De pie en la puerta del taller, un pensamiento cruzó de pronto su mente: si sus padres no fueran tan egoístas, ¿cómo la habrían dejado sola allí, permitiendo que la visión de aquellas sucias mujeres manchara sus ojos inocentes? Siempre había sospechado que querían más a su hermana pequeña, y ahora esa suposición se había vuelto certeza. Su hermana pequeña era la favorita. Cuando a su padre se le presentó la oportunidad de ir a Estados Unidos para seguir con su formación, se apresuró a anunciar que sólo llevaría a la pequeña porque aún no estaba en edad escolar y la travesía por el océano no retrasaría sus estudios. Su madre se posicionó del lado de su padre y añadió que podrían visitar médicos estadounidenses para tratar de curar el asma que padecía su hermana. La convencieron de que un año pasaría muy rápido y que en un abrir y cerrar de ojos volverían a estar los cuatro juntos. Se convencieron de que era por el bien de todos y fueron capaces de perdonarse a sí mismos en nombre de su injustamente tratada hija mayor.

Cuando Shujuan no se sentía feliz, siempre era capaz de encontrar a quién culpar por ello. Odiaba a sus padres, e incluso a su hermana Shuman, pero algo más apareció ante sus ojos: ¿qué hacía aquella mujer perversa muriendo en brazos de Ah Gu? El abrigo se le había abierto completamente y dejaba expuesto bajo la luz grisácea del amanecer un cuerpo pecaminoso que parecía un chorro de leche rancia derramada en medio de la piel negra. Shujuan retrocedió a toda prisa hacia el interior del edificio, con la cara roja de vergüenza. Regresó al desván trepando las escaleras como si huyera de algo. Las otras niñas se apretujaban delante de cada uno de los tres ventanucos.

Habían arrancado todas las tiras de papel y habían descorrido de par en par las cortinas, convirtiendo las tres ventanas alargadas en palcos desde los que ver la función. La situación en el piso de abajo seguía siendo caótica: las mujeres iban de acá para allá en busca de algo para comer, algo para beber, el lugar donde estaba el retrete... Una de las prostitutas le pidió a otra que sostuviera en alto un valioso manto de terciopelo de color verde oscuro y pidió disculpas a los «monjes extranjeros»: llevaban toda la noche buscando refugio y no se habían atrevido a parar en ningún sitio donde aliviarse, así que no le quedaba más remedio que actuar con tan poca decencia allí mismo. Nada más decirlo, desapareció tras el manto como si se retirara del escenario después de haber recibido una ovación.

—¡Animales! ¡Animales! —gritó Fabio en inglés.

En sus casi sesenta años de vida, el padre Engelmann había sido testigo, sólo en China, de dos grandes conflictos: la Expedición del Norte y las luchas de los Señores de la Guerra. Pero jamás había tenido que ver con sus propios ojos una escena tan intolerable ni soportar a gente tan vulgar y ordinaria como aquélla. Contaba sin embargo con un arma invencible para derrotar tanta vulgaridad: sus buenas maneras. Así, cuanto más groseras se mostraban sus adversarias, más educado se mostraba él, hasta el punto de exagerar tanto que su refinamiento resultaba del todo inadecuado.

Con esta actitud, dijo con voz calmada:

—Por favor, contrólate, Fabio.

A continuación, giró la cabeza y se dirigió a las prostitutas, incluida la que volvía a asomar tras el manto de terciopelo verde abrochándose el cinturón con cara de satisfacción.

—Ya que ustedes, señoritas, han decido establecerse aquí —les dijo seleccionando meticulosamente sus palabras—, como párroco de esta iglesia les ruego que se atengan a nuestras normas.

—¡Padre! Es preferible que entren los japoneses a permitirles a ellas que se queden —gritó Fabio en un inglés teñido del acento de Yangzhou. Luego, volviéndose hacia los dos empleados chinos, ordenó—: ¡Echadlas a todas de aquí, a las vivas y las muertas! ¿No lo habéis visto? No hay una que no haya causado ya algún problema.

En ese instante, la prostituta rolliza soltó un grito:

—¡Socorro!

Los demás se acercaron a ver qué pasaba y por su sonrisa pícara se dieron cuenta de que no había pedido auxilio en serio.

—Este pervertido me ha metido mano —dijo señalando a Ah Gu, que trataba de quitársela de encima.

—¿Quién dices que te ha tocado? —gritó Ah Gu.

—¡Tú, tipejo, te has atrevido a ponerme
a mí
las manos encima! —dijo mientras sus senos temblaban a causa de las palmadas que se daba en el pecho.

—Bueno, ¿y qué? —se desdijo—. ¿Todos te tocan y yo no voy a poder?

A la vista de todos, la credibilidad de Ah Gu se fue al traste en ese mismo instante.

—Ya basta —dijo en inglés el padre Engelmann, aunque Ah Gu no había tenido suficiente y continuaba discutiendo con la prostituta—. ¡Ya basta! —repitió, ahora en chino.

—Padre, escuche... —comenzó a decir Fabio.

—Por favor, escucha tú. Dejemos que se queden —le dijo el sacerdote—, al menos hoy. En cuanto los japoneses acaben de tomar la ciudad y asuman el control de la seguridad pública, les pediremos que se marchen. El japonés es un pueblo que destaca por saber mantener el orden y estoy convencido de que pronto sus soldados pondrán fin al caos de la guerra.

—No les bastará un día para acabar con tanta confusión —contestó Fabio.

—Bueno, pues dos días. Mientras tanto, pueden establecerse en el sótano.

Nada más decirlo, el padre Engelmann se dio la vuelta y se encaminó hacia su vivienda. Ya había anunciado su decisión y no había lugar a discusiones.

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