Las haploides (7 page)

Read Las haploides Online

Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
4.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

La casa de Tobías era modesta. La pintura fresca y las ventanas relucientes denotaban un buen cuidado doméstico. La hierba del sendero parecía haber sido cortada pocos días antes y, junto a la calle, se extendían una empalizada baja y un cerco de arbustos recién podados.

La señora Tobías abrió la puerta. Sus ojos azules estaban velados por las lágrimas y tenía en desorden los cabellos semicanosos.

Travis se presentó y ella le franqueó la entrada, aunque no parecía tener ganas de hablar del asunto.

—Ni siquiera me dejan que lo vea —se quejó—. Jeb está completamente solo en el hospital. En veinte años, es la primera vez que nos separamos. Mandé a los chicos a casa de mi hermana con la esperanza de que me permitieran traerlo aquí. Le juro que yo podría atenderlo tan bien como ellos.

Travis tuvo especial cuidado en no referirse al tipo de dolencia que aquejaba al marido de aquella mujer. En cambio, le preguntó si él había estado alguna vez cerca de la calle Winthrop, 1722.

—¿Calle Winthrop? —preguntó ella frunciendo el ceño—. ¿Por qué? Queda a una manzana de aquí. ¿Qué número ha dicho…?

—Quizás este dato le ayude a recordar. Se encuentra junto una especie de almacén que tiene en la fachada un rótulo que dice: «Morris número seis».

—¿«Morris número seis»? ¡Allí trabaja mi marido! Unos días va a la fábrica de enfrente, y otros debe ir al almacén. En la fábrica trabaja como obrero, pero en el almacén es una especie de capataz… En realidad, no sé exactamente qué hace en ese almacén.

—¿Sabe si su esposo visitó alguna vez la casa situada junto al solar, en la calle Winthrop, uno, siete, dos, dos? Da precisamente al oeste del almacén.

La señora Tobías sacudió la cabeza.

—Jeb es un hombre muy correcto. Se dedica a su trabajo y no le gusta el chismorreo. No, nunca le he visto salir para nada del almacén. El señor Sargent, su patrón, dice de él que: es uno de los obreros más leales que tiene en la fábrica…

La mujer continuó hablando acerca de su marido; Travis la escuchaba por amabilidad, ya que parecía haber olvidado momentáneamente la enfermedad de éste. Cuando la mujer terminó, el periodista le dio las gracias y se despidió.

Eran cerca de las cinco de la tarde, hora de su cita con Hal Cable. Como la taberna quedaba cerca de allí, decidió hacer el recorrido a pie.

Los hechos parecían haberse aclarado bastante. Muere un anciano. Luego muere un vagabundo. Ambos estuvieron en la casa de la calle Winthrop. Más tarde enferman otros tres. Uno de ellos trabajaba cerca de allí. ¿Visitó también éste la casa lindante al almacén? No parecía probable que los gérmenes hubieran salido del laboratorio y llegado hasta el almacén, enfermando de este modo a uno de los obreros.

Si los gérmenes —si es que realmente eran gérmenes— podían expandirse hasta una distancia semejante, con toda seguridad Travis, el capitán Tomkins y media docena más de personas enfermarían de un momento a otro. Los microbios necesitan un tiempo de incubación: cinco, seis, catorce días. Sólo había un fragmento del rompecabezas que aún no estaba situado. Era la muchacha rubia. Si el viejo estaba destinado a morir, ¿qué interés tenía ella en precipitar su fallecimiento? Si tanto le preocupaba matar a aquel anciano, ¿por qué no mató a Tobías, Sansona y Kronansky? Quizás en aquel mismo momento recorría el pabellón donde se encontraban esos hombres. Pero en ese caso se exponía al contagio… O quizás ya había padecido la enfermedad, o yacía muerta en algún desván ignorado.

Se estremeció al imaginar aquellos hermosos ojos cerrados por la muerte, las bonitas piernas ennegrecidas, el cuello, blanco y suave, teñido de gris y con manchas purpúreas…

Entró en la taberna.

Buscó a Hal pero no lo vio. Como faltaban aún cinco minutos para las cinco, decidió telefonear amistosamente al capitán Tomkins, que debía encontrarse todavía en su oficina. Fue a la cabina y marcó el número del policía.

—Sigue metido en eso, ¿eh? —dijo el capitán.

—Me han interesado ciertos aspectos del caso, capitán.

—¿Una rubia de unos veintidós años?

—Algo más que eso. Se me ocurrió que podría prestar algún servicio. Espero no interferir en sus investigaciones.

—No se preocupe por eso. Si llega a molestarme le eliminaremos a tiempo. Hay reporteros a carretadas. ¿Qué se propone ahora?

—Quisiera saber si lograron identificar al viejo.

—Voy a decírselo por tratarse de usted. En Washington no figuran sus datos. ¿Recuerda las huellas digitales que tomaron en la casa de la calle Winthrop? Las huellas que aparecían en la superficie de las probetas y de los objetos metálicos… Tampoco han podido determinar a quién pertenecen. Por lo visto, estos criminales no son conocidos. El jefe Riley y yo conversamos con los hombres que estuvieron allí aquella mañana. Suponemos que el lugar era una especie de central manufacturera de algún producto desconocido. Nos dijeron que la máquina debía de servir para soldar y que entre los desperdicios diseminados por el suelo encontraron filamentos de acero, como si hubieran cortado allí láminas metálicas. Luego está el vagabundo. Seguimos la pista de Grimes desde que dejó la penitenciaria del Estado hasta hace dos meses, cuando desapareció de la ciudad. La autopsia reveló las mismas causas que provocaron la muerte del viejo. Hasta ahora los médicos están confusos.

—He oído decir que van a venir algunos médicos oficiales, capitán.

—Sí, los del departamento de Salud Pública. Salieron esta tarde en avión. ¿Quiere saber algo más?

—He estado haciendo algunas exploraciones. Me enteré de que Jeb Tobías, uno de los enfermos, trabajaba en el depósito de donde salieron los disparos.

—No habíamos pensado en eso. Muchas gracias.

—También descubrí que Dutch McCoy es el dueño de la casa incendiada.

—Ya lo comprobé yo mismo esta mañana. Como de costumbre, Dutch no quiso decir una palabra.

—Le llamaré si consigo más datos.

—Si se siente enfermo, avíseme. Recuerde que también nosotros estuvimos en esa casa, Travis.

—¡Ah, sí! ¿Cómo se encuentra?

—Hasta ahora muy bien. Pero hay media docena de personas que no se sienten tan bien.

—¿Media docena de personas? ¿Qué significa esto, capitán?

—¿No se ha enterado? Esta tarde se produjeron seis nuevos casos. Ahora hay nueve en el hospital.

Travis sintió náuseas.

—Gracias, capitán —dijo—. Gracias por el dato. Hasta luego.

Hal Cable entró en la taberna poco después de las cinco y se dirigió a la cabina telefónica donde se encontraba Travis.

—¡Ah, me diste un trabajo difícil! —dijo, resoplando y enjugando su frente sudorosa con el pañuelo—. Ya veo por qué no te ocupaste tú mismo de esto. ¡Uf, qué calor!

Hal se quitó el sombrero y lo colocó encima de una silla.

—Y bien, ¿qué descubriste?

Hal levantó la mano en señal de protesta.

—Espera un minuto. ¿Dónde está el trago que me prometiste?

—Primero habla.

—Diablos, ya te contaré. Bebamos antes.

—¿Eres alcohólico?

—No he tomado nada todavía.

—Entonces, de acuerdo.

Travis ordenó un whisky y un ginger ale.

—Veamos ahora.

—Bueno, primero fui a la casa de Sansona, en la calle Willard. La señora Sansona estaba muy nerviosa a causa de que no le permitían siquiera ver a su marido. ¡Tendrías que haber oído lo que decía la gente del hospital!

—No te mandé para escuchar.

—Bueno, bueno. Ya oirás lo que deseas. Parece que Tony, su marido, trabaja para la compañía industrial Morris. Su trabajo consiste en ayudar a un operario en un almacén que queda justo al lado de la dirección de la calle Winthrop que tú me diste.

—Tal como suponía. Seguramente trabaja para Jeb Tobías. Éste es capataz o algo parecido en el almacén, adonde va en días alternos. Es uno de los que están internados en el hospital.

—En cuanto a Kronansky, el de la calle Leland… Casi me resultaba imposible comprender lo que decía su mujer. Es polaca y, según me pareció, hablaba bastante acerca del hospital. También dijo que no le permitieron entrar a ver a su marido.

Hal Cable vació su copa y prosiguió.

—Parece que Kronansky se fue de la casa hace algunos días y vivía con su hija en la calle Archer número uno, siete, uno, ocho. ¿Sabes dónde queda?

—No. ¿Tenía alguna conexión con el almacén?

—Ninguna. Vivía con su hija…, a costa de ella, me parece. No trabajaba.

—¿Cómo se contagió, entonces?

—Iba a decírtelo. La calle Archer queda al norte de la calle Winthrop.

—¡Comprendo!

—Muy bien. ¿Qué tal si tomamos otro traguito?

Bebieron otra copa.

—¿Qué deduces de todo esto, Hal?

—Que los tres hombres deben de haber entrado en la casa de la calle Winthrop…

—Pero, ¿para qué? Hay algunas novedades. Se conocen seis nuevos casos. Los llevaron esta tarde al hospital. Me lo acaba de decir el capitán Tomkins.

—Cuando venía hacia aquí, pasaba una ambulancia a toda velocidad. Quizá se haya producido otro caso más.

—Mal asunto, Hal —dijo Travis sombríamente, mirando el fondo de su copa.

—Está ocurriendo algo incomprensible. Dutch McCoy, y esto es estrictamente confidencial, me habló de una mujer a quien nunca ha visto, le alquiló la casa por seis meses a razón de mil dólares mensuales y ella le pagó por adelantado con billetes de cien dólares.

—Veamos, ¿por qué esa mujer alquiló una casa semejante por tanto dinero? Sólo se me ocurre una cosa; pero no había razones para incendiarla.

—No, hay que profundizar más todavía. Ya tenemos los datos; sólo hay que compaginarlos. ¿Has conseguido tener la tarde libre?

—Dejé a Hayden en mi lugar. Tengo todo el tiempo libre. ¿Vamos a comer?

—Pero no aquí.

—Claro que no. Vamos al Manor.

Travis aceptó. Tomaron una copa más y salieron del Muchacho Risueño. Eran las seis de la tarde y el tránsito había disminuido.

—Dejé el coche en la esquina —dijo Hal—. No había forma de aparcarlo. ¿Quieres esperarme aquí?

—Por supuesto. Me gusta que me sirvan bien.

—¿Ah, sí? Pues a mí no me gusta servir. Vamos a pie.

Caminaron juntos calle abajo y pasaron frente a una sastrería, una peluquería y un pequeño restaurante repleto de gente.

Al llegar a la esquina, una muchacha rubia les cortó el paso. Era algo más baja que Travis. Una joven hermosa con las piernas más bonitas del mundo. Era aquella muchacha que tenía tan buen aspecto de frente como de espaldas. Sólo había dos cosas desagradables en ella en aquel momento. La primera: sus ojos expresaban odio. La segunda: llevaba un revólver en la mano.

La muchacha, Travis y Hal Cable quedaron paralizados, como si estuvieran dentro de un cuadro. Luego la escena se animó; ella dio media vuelta y echó a correr por la calle, en dirección a un callejón. Travis y Hal la persiguieron.

Cuando la alcanzaron, ella comenzó a girar en torno a los dos hombres, empuñando el arma.

—La usaré —dijo con firmeza—. La usaré si se acercan. Ahora den media vuelta y váyanse.

Los dos hombres no quisieron poner a prueba los nervios de la joven rubia y obedecieron. Después de caminar algunos pasos, Travis se volvió, pero no vio a la muchacha. Él y Hal se lanzaron de nuevo en su persecución. La joven corría por la avenida, revólver en mano. Cuando se volvió y comprobó que la seguían, les disparó. El proyectil levantó un poco de polvo en el pavimento, rebotó y pasó por encima de sus cabezas. Travis y Hal se agacharon para ocultarse.

—¡Era la rubia! —dijo Travis.

—Vaya. Conservas bonitas amistades —comentó Hal, respirando con dificultad.

—Sí… Este asunto se está volviendo cada vez más raro. ¿Por qué querría matarme?

—No quiere. De lo contrario lo hubiera hecho.

—Entonces, ¿por qué simuló toda esta escena?

—Para asustarte, probablemente. Escucha, desde que salí del ejército no había hecho tanto ejercicio como hoy.

Hal seguía agitado.

—Vamos al Manor.

—Sigo pensando que es una chica bonita.

—Sí, sí. Especialmente para casarte con ella. Nunca sabrías cuándo va a jugarte una mala pasada.

—Debe sucederle algo raro. No parece la clase de chica que va por ahí con un arma en la mano.

—Sin duda tú no eres el tipo de hombre sobre quien piensa descargarla.

—Quisiera estar convencido de ello.

5

—Escucha —dijo Hal Cable, mientras masticaba un pedazo de carne, moviendo el tenedor en el aire—, aquella muchacha no tenía intenciones de matarte. Es parte del juego. Para que te enteres de que es mejor no mezclarse en este asunto.

Terminó de masticar lo que tenía en la boca y cortó otro trozo de carne.

—¿Quién puede tener interés en que me aparte? —preguntó Travis.

—Posiblemente Dutch McCoy. ¿Acaso no descubriste que es el dueño de la casa? Te engañó con el cuento de la dama que quería alquilársela. Debe de estar metido en algo y tú te inmiscuyes demasiado…, eso es todo.

—Dutch no se ocuparía de montar un laboratorio. Él usa los números, la política, los dados… Son medios más simples y más efectivos.

—Está bien, está bien… —Hal cortó un trozo de carne—. Como quieras…

Siguieron comiendo en silencio. Cuando terminaron la carne, pidieron postre y luego café. Después Travis encendió un cigarrillo. Hal fumaba cigarros.

—Conoces todos los hechos y sigues pensando que el culpable es Dutch McCoy —dijo Travis—. No niego que tengas derecho a expresar tu opinión. Pero me parece raro que Dutch, que tiene otras cosas que hacer, se ocupe de montar un laboratorio.

—No comprendo por qué no dejas este asunto —dijo Hal secamente—. Querías tomarte un largo descanso, ¿verdad? Desde luego lo tendrás si vuelve a aparecer esa chica… Tratar de aclarar esto es como ponerse delante de un automóvil en marcha. Te iría mucho mejor que volvieres a trabajar para Cline y te limitaras a preguntar a la policía la evolución de este enigma.

—No, Hal. Me ocurre algo muy especial. Este caso es un verdadero estímulo para mí y quicio seguirlo hasta el final.

—Tu final, querrás decir. Estuviste en aquella casa. Podrías estar contagiado. Si hay nueve enfermos, tú podrías ser el próximo.

Travis sonrió.

—Y quizá también tú te expones en este mismo momento al estar cerca de mí.

Hal echó una nube de humo por la boca.

Other books

Beyond Broken by Kristin Vayden
The Snowman by Jo Nesbø, Don Bartlett, Jo Nesbo
Dr. Neruda's Cure for Evil by Rafael Yglesias
Casca 19: The Samurai by Barry Sadler
Angels of Detroit by Christopher Hebert