Las hogueras (18 page)

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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Dios, siempre Dios. Dios y la Creación. Dios y el hombre. Pero ¿qué Dios? ¿El de los hebreos? ¿El de los budistas? ¿El de los antiguos pueblos de Mesopotamia y el Nilo?

La idea de Dios en el hombre. La idea de la divinidad según la psicología de cada pueblo y de los distintos momentos de la historia, de cada hombre y de cada momento psicológico. Una idea, algo inapreciable, producto del cerebro del hombre. Sin el hombre no hay ideas. Sin el hombre no hay Dios.

Sobre cubierta, con una piedra, Archibald comenzó a romper la concha de los caracoles. Un animal resbaladizo, negro, como un moco espeso, quedaba cruelmente libre entre los fragmentos desmenuzados de la valva, irisados, blancos y nácar, retorciéndose convulsos. Y él iba enganchando aquellos bichos agonizantes en los plateados anzuelos del volantín. En el hilo verde de nilón había cuatro anzuelos.

Antes de dejarlo caer, miró la mar. Los pedazos palpitantes se habían quedado inmóviles y posiblemente más negros. Ahora bajarían rápidamente hacia el fondo. Abajo, las rocas, las cavernas submarinas, las grandes extensiones llenas de algas. Los peces, grupos de doncellas listadas y multicolores, de besugos, algún mero de cabeza movible y ojos curiosos; las morenas venenosas, provistas del más absoluto de los mimetismos, reptando en lo más hondo.

Las primeras veces que Archibald salió a pescar sintió una compasión obsesionante y desgarradora por los peces que quedaron enganchados en el volantín. Estaban vivos aún, más vivos si cabe que dentro del agua, con la excitación del peligro y de la próxima e inevitable agonía. Luchando contra algo que no comprendían, con las aletas extendidas a los lados, membranosas y brillantes, marcando con la boca una O anhelante. Tal vez suplicando desde el fondo de cada una de sus células al ser que los precipitaba a la muerte. No queriendo morir.

Una mañana quiso liberarse de aquel peso de culpa echando otra vez al agua a uno de los peces. Lo desenganchó cuidadosamente del anzuelo y lo echó de nuevo al mar. Esto provocó en él una rabiosa sensación de poderío. No sólo podía adueñarse de la vida de los animales. Podía también liberarlos de la muerte si ése era su deseo.

—Nada. Vive.

Era como una fórmula mágica. Pero su sonrisa —bondad, omnipotencia— se le fue borrando de los labios. El pez flotaba angustiosamente vivo sobre el agua. Movía las aletas sin poderse hundir, flotante, moribundo. Tenía probablemente la vejiga natatoria llena de aire, y eso le impedía sumergirse. Al tirar del volantín con fuerza para sacar: el pez había ocasionado esta muerte lenta y sin sentido.

El cielo era azul. Unas nubes algodonosas, blancas, nacían en el horizonte, allá donde parece que el mar se junta con el cielo, Archibald pensó en una frase de Nietzsche: «Odio esa especie de cobardía de nuestros propios actos; no hay que abandonarse a los golpes del rubor o de una aflicción inesperados. Es mejor la más extrema de las fierezas.»»

Cuando recién acabada la guerra, joven escrupuloso e inexperto, emprendió con su padre aquel negocio de chatarra, no podía dormir por las noches. «Chatarra al por mayor, Strokmeyer y Compañía.» Aquellos pobres diablos que buscaban en las abandonadas trincheras fusiles, pedazos de tanque, chasis enteros de coche, volaban a menudo por los aires destrozados por una bomba sin estallar. Otros acababan mutilados para siempre.

Creyó que iba a enloquecer de remordimiento el día que se le presentó aquel muchacho sin piernas pidiendo una indemnización. Lo arrastraba en una silla de ruedas un viejo con una gran gorra en la cabeza. No le dieron nada. Su padre se negó en redondo: «Que tengan cuidado. Estaríamos buenos si empezáramos a indemnizar…»

Archibald creyó que se volvería loco de remordimiento. Por las noches no dormía pensando en aquellos muñones descansando sobre el asiento del cochecito.

Su padre lo tranquilizó: aquellos individuos sabían lo que se jugaban yendo a buscar los desperdicios de la guerra. Nadie los engañaba. Que anduvieran, pues, con tiento… En cuanto a lo que decía Archibald de dejar el negocio por las desgracias que originaba, era una tontería. «Chatarra al por mayor, Strokmeyer y Compañía» pagaba mejor que cualquier otro negocio similar y si por un falso sentimentalismo abandonaban la empresa en otras manos, aquellas gentes a las que Archibald quería salvar continuarían trabajando para los nuevos dueños.

Elevó el volantín. Cuando lo tuvo a su alcance vio que el cebo había desaparecido, pero en los anzuelos no había nada. Los peces o el movimiento del agua se habían apropiado de los caracoles. Miró el montón de moluscos húmedos que tenía sobre la cubierta. Pensando en la justicia, llenó con ellas el hueco de sus manos y los arrojó al mar. Los miró hundirse con una sonrisa delgada entre los labios. Una especie de impotencia lúcida.

Enfiló la motora hacia la orilla. Paró en el Clot de S'Alga. Los fondos de Son Bauló estaban llenos de criaderos de alga, de colonias de esponjas. Las corrientes originadas en la bahía, tan abierta a todos los vientos, los arrojaba en la playa. Pensó que si él hubiera tenido que poner nombre a este lugar le habría llamado la bahía de las Algas.

Por la playa, cerca del torrente, le pareció distinguir a su mujer. Andaba de prisa y se metió por el pequeño sendero que lleva al bosque. Su mujer. Él. Dos seres sin posible comunicación.

Archibald había ido hacia Sibila con codicia, pero también con una compasión honda e inexplicable. Había una gran diferencia entre lo que era Sibila y lo que creía ser. De la gran modelo, mujer de mundo, elegante y exquisita maniquí que se consideraba ella a aquella infeliz muchacha sin cultura ni curiosidad que era en realidad, había muchos grados de diferencia. Ése era el contenido de Sibila aparte su belleza, de su narcisismo. Era además una persona que no sabía distinguir entre lo noble y lo sórdido. Con una tremenda confusión dentro de su ser, perdida y sin ninguna intención de encontrar camino.

Recordó la última noche que Sibila había ido a su cuarto. Él intentó acercarse a ella. Hablarle como a un ser humano, pero ella se encerró en su pequeña cárcel, en su espesa esclavitud de carne, y no fue posible una comunicación.

La bahía de las Algas. Un lugar para gente desarraigada y solitaria. Un lugar para él, para Sibila y para todos aquellos otros seres errantes y frustrados: la maestra, el Monegro y todo el rebaño de forasteros dispuestos a cargar con sus crías y sus pucheros tiznados para continuar sobreviviendo en cualquier otro lugar.

24

Lentamente, con miedo a que se escurriera, desenroscó el pendiente de su oreja y lo retuvo en el hueco de la mano unos instantes. Era de platino, un pequeño brillante montado sobre platino. La luz del sol se deshacía con reflejos cortos en las caras talladas de la piedra, con reflejos llenos de rayos intensos e incisivos. Lo contempló como si lo viera por primera vez, valorándolo. Como aquel día que, cogida del brazo de Archibald, descubrió en un escaparate el par de pendientes y pidió tenerlos: «Los quiero, los quiero». Como una niña caprichosa, como si pidiera la luna o la inmortalidad, con la misma vehemencia.

Había venido nadando desde unas rocas cercanas a la Torre. Ahora descansaba mojada la piel y sentada sobre la superficie de la roca erosionada, llena de huecos, donde se depositaba el agua del mar para producir, al evaporarse, una sal blanquísima y cristalizada. Le gustaba sentir el sol sobre su cuerpo, sobre todo su cuerpo. Estar echada bajo su peso caliente sin pensar en nada, sintiendo en cada uno de sus párpados, cerrados, dos rojas y pesadas vigas radiantes, deslumbradoras.

Por la noche había estado en la cabaña del Monegro. Toda la noche la había pasado con él. Su marido tuvo que ausentarse el día antes para resolver un asunto relacionado con sus negocios. Un asunto de dinero que no le había explicado. Volvía por la tarde.

El Monegro se levantó al amanecer para ir a trabajar a la carretera. Tenía que conducir el camión, pues el chófer se había fracturado un brazo al caerse de una higuera. La dejó a ella en la cama, soñolienta y tibia, mientras él se alejaba silbando una desgarbada cancioncilla que resultaba irreconocible.

La cama de la cabaña. Un colchón relleno de alga seca, crujiente, sobre un somier de patas cortas. Cuando despertó del todo. Canela la miraba con !a lengua fuera, con esa especie de comprensiva sonrisa de los perros, que parecen conocer todas nuestras flaquezas.

Se quedó pensando en cada una de las cosas que habían ocurrido el día anterior. En Daniel, en sus palabras, en sus manos, en el sudor de su cuerpo. El aire de la cabaña estaba viciado, y a Sibila, al ir a abrir la ventana, se le quedaron adheridos en la planta de los pies unos huesos de aceituna que estaban por el suelo. Volvió a la cama, a recordar:

—Cuéntame, Daniel. Cuando eras niño, ¿qué hacías? ¿Cómo eras?

Una ternura viscosa, caliente, inevitable, que él sacudía áspero, complacido y desacostumbrado. Pero que al final lo vencía haciéndole sucumbir y hablar.

—Pues… pues, nací después de Eusebiete, mi madre lo contaba. Al mes de nacer Eusebiete mi madre se preñó y las vecinas le decían: «Pero ¿otra vez mujer?» Y a ella le daba rabia. No quería que se lo dijeran…

—¿Y qué más?

Los ojos verdes anhelantes, infantiles, voraces, y el hombre defendiéndose con rubor, como sorprendido en una intimidad demasiado cruda.

—Dicen que a las mujeres cuando se preñan se les va la leche. El Eusebiete se murió canijo. Mí madre no tenía teta y él no quiso mamar de la cabra…

—¿Y qué más?

—Al poco tiempo, cuando yo tenía catorce meses, nació el Abraham. También se murió.

—¿Cómo fue?

—Un día, él aún no andaba, nos fuimos con mi hermana Liberada al río. Ella lavaba la ropa mientras yo cuidaba de Abraham y paseaba con él por un madero que atravesaba el agua. El madero se volcó y nos caímos en el río. El Abraham se ahogó. A mí me pisaron el vientre hasta que salió toda el agua que se me había metido por la boca. Cuando me espabilé, todos los de mi casa estaban contentos, me hacían preguntas y me querían dar cosas para comer: «¿Qué quieres comer, Daniel? ¿Qué quieres comer?» Y yo contesté: «Querría algo así como mojar en una pringue». Y todos se reían.

—¿Se reían y tu hermano estaba muerto?

—Sí, se reían.

Sibila recordaba. El sol arrancaba resplandores al pendiente de platino y secaba el agua de su piel. La tuerca del pendiente es dentada como una íntima pieza del interior de un reloj. Sibila, con cuidado, para que no se le escurra de la mano, enrosca el pendiente en su oreja.

Tiene veinte mil pesetas guardadas, se las ha ido robando a Archibald. Es poco dinero, pero si consiguiera vender los pendientes y el anillo con el topacio y el reloj de oro… Porque lo importante es llegar hasta París. Luego está segura de que todo se arreglará. En cuanto llegue irá a casa de Xam y le dirá: «Ya estoy aquí de nuevo. He vuelto…»

Xam se alegrará y volverá a decirle, velando delicadamente sus pupilas con los párpados pintados de verde o de oro: «Ponte este traje, Sibila. Si tú lo luces, se venderá». Y ella se vestirá y, ligera, sonriente, como una graciosa maquinilla de lujo que camina según la voluntad del que le da cuerda, andará por la pasarela, erguida la cabeza…

En París, en una buhardilla cualquiera con Daniel, con sus abrazos. También a él podrá proporcionarle Xam algo que hacer. París es la capital de Francia y no puede faltar una ocupación para un hombre como Daniel: es fuerte, es apuesto y sabe conducir. Seguramente en aquella ciudad adquirirá un barniz que no tiene y Xam sabrá convertir su aire huraño en elegancia…

Sibila mira hacia la playa. Cerca de la Torre se ven algunos que nadan. En el alga seca, toallas extendidas y abandonadas y gente echada de cara y de espaldas al sol, tostándose. Una señora de bañador negro y barriga abultada grita hacia las olas, donde unos niños juegan con una balsa de goma. La señora tiene un gorro amarillo en la mano y un golpe de viento se lo arranca. La mujer sale detrás de él dando grititos, como una nena. Todos los ruidos de la playa llegan hasta Sibila claros, nítidos.

Ya es verano. Los veraneantes hicieron limpiar las casas. Alquilaron jornaleras morenas y habladoras que embadurnaron durante unos días escobas en cubos de cal viva, mojando después con ellas las paredes de las habitaciones que todo el año habían permanecido cerradas cobijando alacranes y cucarachas. Los veraneantes ahora ocupan las terrazas, debajo de redondas y desplegadas sombrillas de fleco. Pavoneándose bajo la mirada de los ociosos que se pasean de parte a parte de la playa una y otra vez.

También en el hotel están ocupadas todas las habitaciones. Durante el verano hay en Son Bauló una regocijada promiscuidad espesa e intolerable. Lo habló con Daniel la noche pasada, lo hablaron tumbados boca arriba en el lecho de algas secas y crujientes. Cada día serían más arriesgadas sus entrevistas, por todas partes había ojos y oídos. Tendrían que exponerse a que Archibald se enterara de todo. Daniel, cuando hablaban de este asunto, mostraba un extraño, exagerado y supersticioso temor al cabo de la guardia civil. Este temor a Sibila la dejaba suspensa, sin saber cómo explicárselo. Sin embargo, ninguno de los dos había hablado todavía de fuga y ella tenía miedo de exponerle sus planes con el secreto terror a que el Monegro se negara en redondo a huir con ella.

En sus muslos quedaban gotitas de agua que el sol iba redondeando y disminuyendo. Sibila se miró complacida las piernas, los bonitos pies, la cadera.

—¿Dónde está mi reina, mi niña bonita? —gritaba su padre al llegar a casa.

Ella corría para que él la levantara en vilo y la sentara luego sobre sus rodillas. Allí la llamaba hermosa, preciosa suya, y metía los dedos, curtidos y morenos, por entre su cabellera:

—Serás reina de belleza. Eres un sol, una joya. La niña más bonita del mundo…

Su madre. Fregar, guisar, planchar… Andaba todo el día malhumorada, dándoles vueltas a los objetos de la casa, sacándoles brillo, librándolos del polvo, gritándoles a ella o a su padre: «¿Ahora vas a ducharte? Tengo las manos rotas de tanto restregar el cuarto de baño y ahora…»

—Nuestra hija nunca trabajará. No estará esclavizada a esos quehaceres tan mezquinos. La niña tendrá criados. Todo el mundo se inclinará ante ella. ¿Verdad, tesoro? —Y su madre les servía la mesa, cambiaba los platos, procuraba que todo estuviera a punto, obsesionada por el orden.

—Siéntate un poco, mujer, con la niña y conmigo. A mi lado. Ven.

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