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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (37 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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Mellberg tomó conciencia súbitamente de que los pies lo habían llevado al portal de Rita mientras él caminaba sumido en sus reflexiones.
Ernst
se colocó delante de la puerta y empezó a mover ansioso la cola. Mellberg miró el reloj. Las once. Un momento perfecto para tomarse una pausa y un café, si es que Rita estaba en casa. Dudó un instante, pero terminó llamando al portero automático. Sin respuesta.

–¡Eh, hola!

La voz resonó a su espalda y le hizo dar un respingo. Era Johanna que, con no poco esfuerzo, se les acercaba caminando. Iba bamboleándose levemente y se presionaba la zona lumbar con la mano.

–¡Que tenga que ser tan difícil dar un simple paseo de nada! –se lamentó con frustración en la voz e inclinándose hacia atrás para estirar la espalda, mientras exhibía una mueca de dolor–. Me da un ataque de tanto estar en casa sin hacer otra cosa que esperar, pero la voluntad del cuerpo y la del cerebro no coinciden del todo. –Dejó escapar un suspiro y se pasó la mano por la enorme barriga.

–Me figuro que venías a buscar a Rita –dijo dedicándole una sonrisa maliciosa.

–Eh, sí, bueno… –balbució Mellberg presa de un repentino desconcierto–. Nosotros dos… O sea,
Ernst
y yo habíamos salido a dar un paseo y supongo que
Ernst
se ha encaminado aquí para ver a… sí… a
Señorita
, así que estábamos…

–Rita no está en casa –atajó Johanna, aún con la misma burla en el semblante. Era obvio que le divertía mucho la turbación de Mellberg–. Pasará la tarde en casa de una amiga. Pero si no te importa subir y tomarte un café de todos modos, o, bueno, si a
Ernst
no le importa subir aunque no esté
Señorita
–le propuso con un guiño–, me encantará que me hagas compañía. Estoy empezando a sufrir el síndrome de la cabaña
*
.

–Sí… sí… Claro –respondió Mellberg entrando con ella.

Una vez en el apartamento, Johanna se sentó resoplando en una de las sillas de la cocina.

–Enseguida preparo café, pero antes tengo que respirar un poco.

–No, tú quédate sentada –le dijo Mellberg–. Ya vi el otro día dónde lo tiene, así que puedo prepararlo yo. Será mejor que tú descanses.

Johanna lo observaba perpleja mientras él abría puertas y sacaba tarros, pero agradeció poder quedarse sentada.

–Eso debe de ser una carga muy pesada de llevar –comentó Mellberg mientras llenaba de agua la cafetera mirándole la barriga de reojo.

–«Pesada» es sólo el principio. El embarazo es un estado sobrevalorado, debo decir. Primero se siente una fatal durante tres o cuatro meses y tiene que vivir cerca de un retrete, por si hay que vomitar. Claro que luego vienen un par de meses que no están mal y, de vez en cuando, incluso bastante agradables. Luego siente una como si, durante la noche, se transformara en Barbapapá. Bueno, o quizá en Barbamamá…

–Ya, y luego…

–Oye, oye, no termines esa frase –repuso Johanna severa alzando un dedo acusador–. Eso aún no me he atrevido a pensarlo siquiera. Si empiezo a pensar en que sólo existe una vía para que este niño venga al mundo, me entrará el pánico. Y como digas «bueno, las mujeres han dado a luz desde que el mundo es mundo y han sobrevivido, y, además, han tenido más de uno, así que no puede ser tan terrible»… Si dices tal cosa, no tendré más remedio que atizarte.

Mellberg alzó las manos a la defensiva.

–Estás hablando con un hombre que jamás estuvo ni en las proximidades de un hospital de maternidad…

Puso el café y se sentó al lado de Johanna.

–Por lo menos, debe de ser un alivio tener excusa para comer por dos –observó sonriendo al ver que Johanna iba por la tercera galleta.

–Es una ventaja que utilizo al máximo –admitió ella riendo al tiempo que cogía otra galleta–. Aunque tú pareces compartir la misma filosofía, a pesar de no tener el embarazo como excusa –añadió señalando la contundente barriga de Mellberg con gesto provocador.

–Esto me lo quito yo bailando salsa en un abrir y cerrar de ojos –aseguró Mellberg dándose una palmadita en la panza.

–Pues tendré que ir a veros bailar un día –decidió Johanna con una sonrisa afable.

Por un instante, debido a la falta de costumbre, Mellberg sintió la fascinación de comprobar que alguien apreciaba verdaderamente su compañía. Aunque constató con no poco asombro que también él se encontraba a gusto con la nuera de Rita. Tomó aire y se atrevió finalmente a formular aquella pregunta a la que venía dando vueltas desde aquel almuerzo en que comprendió la situación.

–¿Cómo…? ¿El padre…? ¿Quién…? –Mellberg comprendió que aquella tal vez no fuese la formulación más elocuente de su vida, pero Johanna lo entendió igualmente. Lo miró a los ojos durante unos segundos, como sopesando si responder a su pregunta. Al final, relajó su semblante y, decidida a confiar en que no hubiera en su interés ninguna intención oculta, le dijo:

–Una clínica. En Dinamarca. No conocimos al padre ni lo vimos nunca. O sea, que no fue una noche de juerga en un bar, si es eso lo que creías.

–No… eso no lo había pensado… –respondió Mellberg, aunque tuvo que admitir para sus adentros que había contemplado esa posibilidad.

Miró el reloj. Tendría que volver a la comisaría. Pronto sería la hora del almuerzo, una hora que no podía perderse. Se levantó, llevó las tazas y el plato al fregadero y se quedó un instante de pie, dudando. Finalmente, cogió la cartera que llevaba en el bolsillo trasero, sacó una tarjeta de visita y se la dio a Johanna.

–Por si… Si te vieras en un aprieto, si surgiera algo… Bueno, supongo que tanto Paula como Rita están disponibles y alerta hasta que… Pero en fin… sólo por si acaso…

Johanna cogió perpleja la tarjeta en tanto que Mellberg apremiaba el paso en dirección al vestíbulo. Él mismo no se explicaba el porqué del impulso que lo había movido a ofrecerle a Johanna su tarjeta. Tal vez se debiese al hecho de haber sentido en la palma de la mano las patadas del bebé cuando ella le cogió la mano y se la puso en la barriga.


Ernst
, ven aquí –ordenó con tono brusco empujando al perro hacia la salida. Luego cerró la puerta tras de sí sin decir adiós.

Martin examinaba a fondo las listas de llamadas. No confirmaban la veracidad de su intuición, pero tampoco lo contrario. Poco antes del asesinato de Erik Frankel, alguien lo llamó, a él o a Axel, desde la casa de Herman y Britta. Había dos llamadas registradas. Figuraba una tercera, de hacía unos días, que parecía indicar que Britta o Herman habían hablado con Axel. Además, se leía el detalle de una llamada al número de Frans Ringholm.

Martin miró por la ventana, retiró la silla y apoyó los pies en la mesa. Había dedicado la mañana a revisar todos los documentos, las fotografías y todo el material que habían recopilado durante la investigación de la muerte de Erik Frankel. Estaba resuelto a no rendirse hasta haber encontrado un posible vínculo entre los dos asesinatos. Pero no halló nada. Salvo aquello, las llamadas telefónicas.

Con un sentimiento de frustración, arrojó las listas sobre la mesa. Tenía la sensación de haberse estancado. Y sabía que Mellberg sólo le había dado permiso para examinar algo más a fondo las circunstancias de la muerte de Britta para que no diese la lata. Él, al igual que los demás, parecía convencido de que el marido era el culpable. Sin embargo, aún no habían podido interrogar a Herman. Según los médicos, se hallaba en estado de conmoción profunda y lo habían ingresado en el hospital. De modo que tendrían que esperar tranquilamente hasta que los doctores considerasen que se encontraba lo bastante fuerte como para resistir un interrogatorio.

Desde luego, aquello era un lío tremendo, y él no sabía en qué dirección seguir avanzando. Y allí estaba, con la mirada clavada en la carpeta que contenía los documentos de la investigación, como si así pudiera hacerlos hablar, cuando tuvo una idea. Naturalmente. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?

Veinticinco minutos más tarde, llegaba a la entrada de la casa de Patrik y Erica. Había llamado a Patrik por el camino para cerciorarse de que estaba en casa, y, en efecto, el colega le abrió al primer timbrazo. Llevaba en brazos a Maja, que empezó a manotear en cuanto vio quién venía a visitarlos.

–Hola, chiquitina –dijo Martin moviendo los dedos a modo de saludo. La pequeña le respondió tendiéndole los brazos y, puesto que no parecía dispuesta a rendirse, Martin acabó sentado en el sofá de la sala de estar, con Maja en el regazo. Patrik se sentó en el sillón y, con la mano en la barbilla, en actitud reflexiva, se centró en todos los documentos y fotografías que Martin le había llevado.

–¿Dónde está Erica? –preguntó Martin mirando a su alrededor.

–Eh… ¿Cómo? –Patrik levantó la vista de los documentos, un tanto desconcertado–. Ah, sí, hoy iba a pasar unas horas en la biblioteca, buscando información para el nuevo libro.

–Ajá –dijo Martin antes de pasar a concentrarse en entretener a Maja, mientras Patrik lo revisaba todo con calma.

–En otras palabras, ¿tú crees que Erica tiene razón? –preguntó al fin levantando la vista de los documentos–. Tú también crees que existe algún vínculo entre los asesinatos de Erik Frankel y de Britta Johansson, ¿no es eso?

Martin reflexionó un instante antes de asentir con la cabeza.

–Así es, eso creo. Aún no tengo ninguna prueba concreta de que sea cierto, pero si me preguntas qué creo, la respuesta es que estoy prácticamente convencido de que existe una conexión entre ambos casos.

Patrik asintió despacio.

–Pues sí; de lo contrario, es innegable, sería una extraña coincidencia –declaró estirando las piernas–. ¿Habéis interrogado a Axel Frankel y a Frans Ringholm sobre el motivo de las llamadas de Herman y Britta?

–No, todavía no –repuso Martin subrayando la negativa con un gesto de la cabeza–. Antes quería saber qué opinabas, comprobar que no es sólo cosa mía, que me he vuelto loco buscando otra respuesta cuando lo cierto es que ya tenemos a alguien que ha confesado.

–Su marido, sí… –convino Patrik meditabundo–. La cuestión es por qué dice que es él quien la ha matado, si no es así, ¿no?

–¿Y yo qué sé? ¿Para proteger a alguien, tal vez? –sugirió Martin encogiéndose de hombros.

–Ummm… –Patrik reflexionaba en voz alta sin dejar de hojear los documentos que tenía encima de la mesa.

–¿Y la investigación del asesinato de Erik Frankel? ¿Os ha llevado a alguna parte?

–Pues… no, yo no diría tanto –aseguró Martin abatido mientras llevaba a Maja a caballito sobre las piernas–. Paula está investigando más a fondo la asociación Amigos de Suecia, hemos hablado con los vecinos, pero nadie recuerda haber visto nada fuera de lo normal. Además, los hermanos Frankel viven en una zona tan apartada que tampoco teníamos muchas esperanzas y, por desgracia, nuestras previsiones se han cumplido. Por lo demás, todo está ahí –concluyó señalando los papeles que yacían esparcidos como un abanico delante de Patrik.

–¿Y las finanzas de Erik? –preguntó sin dejar de hojear los papeles antes de extraer algunos de los últimos–. ¿Tampoco ahí había nada que llamase la atención?

–No, no mucho. Casi todo era lo normal, facturas, reintegros de cantidades menores, en fin, ya sabes.

–O sea, ninguna suma sustanciosa que se haya pasado de una cuenta a otra ni nada por el estilo, ¿no? –Patrik examinaba a fondo las columnas de números.

–No, lo más llamativo, en todo caso, era una transferencia mensual de la cuenta de Erik. Según el banco, llevaba casi cincuenta años ordenándola.

Patrik dio un respingo y miró a Martin.

–¿Cincuenta años? ¿Y qué o quién es el beneficiario?

–Un particular residente en Gotemburgo, al parecer. El nombre debe de estar por ahí, anotado en algún papel –respondió Martin–. No eran cantidades demasiado grandes. Claro que iban incrementándose con el transcurso de los años, pero últimamente eran de dos mil coronas, y, la verdad, no sonaba nada llamativo… Quiero decir que no parece una cantidad que pague un chantaje ni nada parecido porque, ¿quién iba a estar pagando durante cincuenta años…?

Martin tomó conciencia de lo inconsistente que sonaba su razonamiento y sintió deseos de darse un golpe en la frente. Debería haber comprobado la transferencia. En fin, más valía tarde que nunca.

–Bueno, puedo llamarlo hoy mismo y preguntárselo –decidió Martin cambiando a Maja de pierna, porque la otra había empezado a dormírsele.

Patrik guardó silencio un instante, al cabo del cual dijo:

–No, mira, la verdad es que necesito salir un poco a que me dé el aire. –Abrió la carpeta y cogió la nota–. Se ve que Wilhelm Fridén es la persona que ha estado recibiendo las transferencias. Yo podría ir mañana a Gotemburgo y hablar con él personalmente. La dirección está aquí –añadió blandiendo la nota–. Porque me figuro que será la actual, ¿no?

–Bueno, es la dirección que me dio el banco, de modo que supongo que lo es –confirmó Martin.

–Bien, pues hacemos eso, iré a su casa mañana. Quizá se trate de un tema delicado y sería un desacierto llamar por teléfono.

–Vale, si quieres y puedes, te lo agradezco –confesó Martin–. Pero ¿qué harás con…? –se preocupó señalando a Maja.

–Ah, la niña se viene conmigo –declaró Patrik dedicándole a su hija una amplia sonrisa–. Así aprovechamos y vamos a ver a la tía Lotta y a los primos, ¿verdad? Siempre es divertido ver a los primos.

Maja emitió un gorjeo de asentimiento y dio unas palmaditas de entusiasmo.

–¿Podría quedarme con esto unos días? –preguntó Patrik señalando la carpeta. Martin lo pensó un momento. Tenía copias de casi todo, así que no debería suponer ningún problema.

–Claro, quédatela. Y avisa si descubres algo más que te parezca que debamos mirar a fondo. Si tú te encargas de lo de Gotemburgo, nosotros comprobaremos con Frans y con Axel por qué los llamaron Britta o Herman.

–Si hablas con Axel, no le preguntes aún por las transferencias, espera a que yo haya recabado más información.

–Por supuesto.

–Y no te desanimes –le recomendó Patrik para consolarlo cuando lo acompañaban a la puerta–. Ya sabes por experiencia cómo es esto. Tarde o temprano, esa pequeña pieza que se resiste encajará en su lugar y nos lo aclarará todo.

–Sí, ya, ya lo sé –reconoció Martin, aunque sin mucha convicción–. Es que además me parece tan inoportuno que tú estés de baja paternal justo ahora. Nos habría hecho falta que estuvieras. –Pronunció aquellas palabras con una sonrisa, para mitigar la queja.

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